Opinión Historias negadas pero imborrables Era increíble ver los ríos de gente de la Montaña de Guerrero que marchaba al lado del ingeniero Cuauhtémoc, el hijo del Tata Lázaro. Con los pies lodosos y los sombreros raídos los indígenas caminaban airosos, con la esperanza de tumbar a los caciques. Othón Salazar, el líder histórico del movimiento revolucionario magisterial (MRM), había regresado a su natal Alcozauca para impulsar la organización del partido comunista mexicano (PCM). Como gran militante marcaba con garbo el paso de un ciudadano decidido a dar la batalla política contra el aparato represivo implantado por Francisco Ruiz Massieu y Rubén Figueroa. En varias ocasiones encaró a los policías judiciales y al mismo ejército que lo traían a raya, porque había marchado con Lucio Cabañas en las principales calles de Tlapa, antes de la masacre de Atoyac, el 18 de mayo de 1967. Los del Cisen se coordinaban con los militares vestidos de civil para vigilar a los maestros rojillos que se reunían en la casa de la maestra Gudelia, donde los comunistas tenían su círculo de análisis. Ante el levantamiento armado de Lucio Cabañas el gobierno federal militarizó la Montaña. En Metlatónoc el ejército causó destrozos a las precarias viviendas de las familias mixtecas. Detenía a quienes lideraban la comunidad o hablaban el castilla. Colgaban en los caminos a los indígenas que detenían y que amarraban del cuello y los pies para escarmiento de los rebeldes. Las familias se refugiaban en las cuevas para librarse de las bayonetas del ejército. El trabajo clandestino de los militantes comunistas floreció en las escarpadas montañas. Las banderas del PCM ondeaban en las comisarías y en las multitudinarias marchas que salían de sus pueblos, acompañados por sus comisarios y bandas de música. A pesar del miedo al ejército, la gente encontró en el partido comunista la vereda menos escabrosa, para protegerse de los pistoleros, los policías judiciales, los ministerios públicos, los jueces y los militares que delinquían con las armas y la misma ley. Acuerpados en las asambleas comunitarias, los maestros que se adherían al partido comunista, desafiaron a los caciques e impulsaron la creación de comités comunitarios. Cobró forma la Montaña roja, la ola que aglutinó a los indígenas más pobres. La oratoria del maestro Othón impactaba a propios y extraños. Su arenga política contra los caciques era plenamente comprendida por los indígenas monolingües. Los encarcelamientos de maestros y las ejecuciones de líderes comunitarios caldearon los ánimos para tomar el fúsil en los cerros y levantar el puño y la voz en las plazas públicas. El ejército nada pudo hacer ante la irrupción de los pueblos contra la política gansteril de los caciques. La visita del Ingeniero Cárdenas al corazón de la Montaña catalizó la rabia contenida por siglos, condensó el sueño justiciero de los oprimidos y levantó un gran movimiento que cimbró las estructuras del poder caciquil y resquebrajó el corporativismo del PRI. Adolfo Gilly fue testigo de este espíritu imbatible de los olvidados de la Montaña. Atónito por la masiva manifestación, le conmovió constatar el drama de la pobreza arraigada en los cuerpos enjutos de hombres y mujeres, que en lugar de sentirse sobajados caminaban airosos y llenos de gozo. Se percibía la vibra del cambio, el paso decidido y valiente de ciudadanos que por siglos han resistido tempestades y hambrunas. Hombres y mujeres de carácter bravío y corazón de acero. Vio desfilar innumerables contingentes que con sus pancartas plasmaban los nombres de sus comunidades, difíciles de pronunciar. Adolfo sonreía y escribía, también disfrutaba la gesta de los pueblos silenciados. Antes de llegar al zócalo, sobre la calle hidalgo, vio cómo familias de Metlatónoc se arremolinaban para saludar al hijo del Tata. La gente de Alcozauca rememoraba la visita del ex presidente Lázaro y expresaba su cariño colocando cadenas de cempasúchil a su hijo, que era bienvenido a la Montaña. La algarabía era desbordante con las decenas de bandas de música que tocaban la diana y las chilenas para saludar a su paso al candidato presidencial. Adolfo, contagiado por la marcha festiva se incorporó al contingente de Metlatónoc, que con paso veloz lo atropellaba. Sentía la energía de la gente que cargaba sus ayates y sus hijos, y percibía en los rostros adustos y huraños, a las personas más combativas y decididas que en el surco libran su sobrevivencia. El zócalo de Tlapa era insuficiente para albergar a la multitud de indígenas que por municipios desfilaban. Con gran disciplina se formaban a lo largo de los pasillos, en los portales del ayuntamiento y en las 4 calles concéntricas. Subieron al kiosco al ingeniero Cárdenas con un grupo selecto de líderes indígenas encabezados por el maestro Othón. ¡Viva el hijo del Tata! ¡Viva Cuauhtémoc! ¡Viva nuestro futuro presidente de México! Fueron los vítores que prendieron a la gente y que hizo que decenas de músicos tocarán al unísono la diana. Las bandas de viento con sus grandes obras musicales fueron el mejor regalo que cada comunidad ofreció al hijo del Tata. La del 88 fue una marcha gloriosa, histórica. Fue impresionante el despliegue de miles de indígenas pobres que caminaron varias horas para demostrar su apoyo al ingeniero Cuauhtémoc. Para Adolfo fue el preludio de un movimiento disruptor protagonizado por los pueblos de la Montaña. Un acontecimiento invisible para la historia oficial, una gesta ignorada por los políticos que usurpan cargos en representación de los pueblos de la Montaña. Son hecho que forman parte del anecdotario de la gente, que sigue dispuesta a dar la batalla en todos los frentes para sacar a los gobernantes corruptos. Gilly celebró convencido lo que tanto ha sostenido en sus libros, “de que el entramado de las opresiones y de su historia, no pueden dejar de engendrar la irrupción y la ruptura de cada ciclo. La memorable marcha de Tlapa al lado del candidato presidencial, quedó grabada como parte de las historias clandestinas que Adolfo experimentó y documentó como un historiador empedernido que supo interpretar los sueños de justicia de los pueblos, que “de repente irrumpen en tumulto”. En la década de los 80 los pueblos Na savi, Me phaa y Nahuas de la Montaña tomaron las calles de la ciudad que los expolia para derrotar en las urnas a los caciques y patrones que los explotan. Son las historias ocultas, que como sentencia Gilly “son imborrables porque sucedieron”. Foto: La Jornada/Archivo. Share This Previous ArticleInstitucionalidad resquebrajada Next ArticleHonrar y dignificar a las víctimas de la Guerra Sucia 10 julio, 2023