Opinión “Mi papá mató a mi mamá” Abel Barrera Hernández El 10 de octubre de 1953 nació Francisca. La partera que había auxiliado a su mamá Concepciona la abrazó de gusto y le dijo “será una niña fuerte.” Desde niña creció entre la milpa y los frijolares en las áridas y empinadas tierras de la Montaña. Con la espalda adolorida tenía que ayudarle a sus padres para limpiar el pajón que abundaba en el sembradío. En el tiempo de la cosecha, después de la friega de la faena, regresaba a su casa de adobe y techo de cartón para jugar el “peleche.” A las 7 de la noche cenaba un plato de epaquelite (quelite) para aquietar el hambre. Creció sin saber leer ni escribir y sin poder hablar el español. Sus padres, desde muy pequeña la llevaron al corte de chile y jitomate a los campos agrícolas de Sinaloa. Con jornadas extenuantes terminaban ganando unos cuantos pesos, apena para sobrevivir 2 a 3 meses. El maltrato, la discriminación y la sobre explotación marcaron su vida para siempre. Cuando Francisca se casó siguió como jornalera agrícola, no tenía otra opción. Con el dinero que ahorró logró comprar un terreno en la comunidad de Ayotzinapa en 15 mil pesos. Su persistencia en el trabajo redundó favorablemente porque pudo comprar otro terreno a 35 mil pesos. Gracias a este sacrificio Francisca es de las pocas mujeres que cuenta con casa propia y un terreno para sembrar. Después de la muerte de su esposo dejó de migrar y se dedicó a sembrar maíz. Sus hijos e hijas también emprendieron el viaje como jornaleros a los campos agrícolas de Sinaloa. Se quedó nuevamente sola trabajando su parcela y tejiendo sombrero. Doña Francisca tiene fijo el recuerdo cuando vio a su hija Aurelia parada en la puerta de su casa, embarazada y con un niño que le apretaba la mano. Sospechaba que algo no andaba bien por el semblante afligido de su hija. La historia de Aurelia estaba marcada por la violencia que ejercía su esposo. Con la huida de su casa había ganado la primera batalla, pero nunca imaginó de lo que sería capaz el padre de sus hijos. Aurelia fue contando poco a poco a su mamá los múltiples pasajes de violencia que había soportado. Con el rostro lleno de lágrimas relató los maltratos que padecía. Lo más trágico sucedió cuando su esposo la corrió de su casa porque llevó a vivir a otra mujer. Su único refugio fue su madre Francisca, quien se estremeció por el llanto de su hija, pero al mismo tiempo sacó la casta como mujer recia y valiente. Le dijo no temas hija, no estás sola, aquí te quedas conmigo, de ahora en adelante lucharemos juntas. A pocas semanas Aurelia dio a luz a Francisco (Panchito), en honor a su abuela. La pequeña familia trató de rehacer su vida, sin embargo, las carencias económicas se resentían más por los gastos de los nietos. Aurelia desesperada por la falta de dinero decidió pedir el apoyo al DIF municipal de Tlapa. Demandó a su esposo para obligarlo a que diera la pensión para sus hijos. El 22 de septiembre del 2014 firmaron el acuerdo donde el padre de los niños le daría a Aurelia 800 pesos mensuales y conviviría con ellos. Las discusiones no cesaron. Era una lucha sin descanso. El esposo prefirió llevarse a sus hijos con tal de no darle dinero a Aurelia. Le hizo la vida de cuadritos, la obligaba a ir por sus hijos hasta su pueblo, sabiendo que no tenía dinero para los pasajes. Todo empeoró el 20 de julio del 2015, cuando Aurelia salió de su comunidad con Panchito en brazos. Su esposo le pidió que fuera a su pueblo porque su hijo, que llevaba 15 días con él, estaba enfermo y tenían que llevarlo al médico. No se supo si Aurelia llegó al domicilio de su esposo. La tragedia se consumó al siguiente día cuando el marido asesino llegó en un vehículo hasta el crucero de Ayotzinapa. Detuvo el carro y de manera cobarde sacó la pistola y accionó su arma contra Aurelia. No el importó que llevara entre sus brazos a Panchito. Su cuerpo quedó a orillas del camino, desangrándose durante toda la noche. Panchito la abrazó y se pegó lo más que pudo a su pecho para que no se muriera. Francisca sintió una puñalada en el corazón al saber la noticia. Una tía que iba a bordo de una camioneta pasajera con rumbo a Tlapa reconoció a Aurelia y a su hijo. Alarmados, todos los pasajeros y el chofer se bajaron. La tía confirmó que se trataba de su sobrina y de inmediato corrió a casa de Francisca con el niño inconsolable en brazos. Avisaron al comisario y junto con una comisión fueron por Aurelia. “Papá mató, mamá”, señaló Panchito con sus manitas, después de que lo reanimaron del frío sus tías. Acudieron ante el ministerio público. Era el principio de un largo peregrinar. Doña Francisca que se quedó al cuidado de sus nietos, sin ningún tipo de apoyo gubernamental, como pasa con muchas familias que sobreviven a la tragedia y que quedan a la deriva. Sumida en sus pensamientos, doña Francisca rastrilla la cañuela en el terreno de su vecino. Ya han pasado más de 9 años desde aquel crimen atroz de su hija. En su corazón hay una tormenta por el recuerdo doloroso de su hija Aurelia. Sus ojos nublados miran un altar con las fotografías montadas de Aurelia con su familia. En el otro extremo de la casa hay dos rollos de palma de soyate. Pagó 150 pesos por cada uno, y de ahí saldrá una docena de sombreros que pacientemente teje. Con regateos le pagan la docena a 150 pesos, es decir, cada sombrero termina vendiéndolo en 12.50 pesos. En la mesa hay un plato con salsa y tortillas duras, es la comida de todos los días cuando no hay frijoles. Desde hace meses lidia con un dolor en la pierna, no sabe lo que es y tampoco tiene dinero para atenderse. El médico que la revisó le cobra 30 mil pesos por una cirugía. En medio de sus malestares físicos escucha a su nieto Panchito decir que buscará a su padre para ajustar cuentas. Tiene 11 años, pero su corazón de niño está lleno de dolor y de rencor, no sólo porque le arrebataron a su madre, sino porque fue testigo de un crimen que lo marcará para toda su vida. Doña Francisca sospecha dónde está el feminicida, como puede va investigando para confirmar su paradero, para que las autoridades hagan su trabajo. Sin embargo, en la Montaña la justicia no llega para las mujeres indígenas. Francisca arrastra la cañuela que cayó en su casa y la deposita del otro lado. Busca algo en el lavadero, pero no encuentra nada. Arde su alma, se apachurra su corazón. Lágrimas de fuego resbalan en su rostro. Las autoridades sordas y ciegas no hacen nada para que doña Francisca calme su dolor y encuentre justicia. Por ahora tiene que vivir entre el hambre, el dolor y la injusticia. Las fuerzas que aún tiene es para asegurar que su nieto pueda valerse por sí mismo y que continúe su lucha para que detengan y castiguen a su padre feminicida. Publicado originalmente en Desinformémonos Share This Previous ArticleInfancias rotas, gobierno obtuso Next ArticleBoletín de Prensa Ejido Carrizalillo 1 semana ago