Para el compañero de lucha Abraham Ramírez,
defensor de los derechos del pueblo de Huamuxtitlán.
La ausencia de las autoridades en los momentos críticos que enfrenta la población guerrerense es atroz. Están agazapadas y no quieren arriesgar su seguridad. No hay quien dé la cara para enfrentar los problemas que padece la gente de a pie.
El desbordamiento de la violencia no tiene diques, es una avalancha que nos arrastra al despeñadero. Es un mal que destruye el tejido comunitario y deja a la deriva a la gente que se levanta temprano para luchar por su sobrevivencia. Ni en casa la familia se siente segura. Por todos lados hay presencia de grupos que causan estragos a la población. Los cuerpos de seguridad son ajenos al drama cotidiano de la violencia. Hasta en las colonias más pobres el crimen está presente, ya sea para cobrar piso o vender cristal. No hay calle sin dueño, ni colonias sin halcones.
Las carreteras y las avenidas son las vías más inseguras para transitar, debido a las férreas disputas que libran las organizaciones criminales para controlar las rutas del transporte público y los negocios de la economía criminal. Además de fijar cuotas altas, las vidas de los choferes penden de un hilo si no acatan órdenes. Ante la inacción de las corporaciones policiacas y militares, la violencia se recrudece en las calles con los asesinatos y la quema de vehículos.
El cobro de piso prolifera en todos los giros comerciales. Ya no hay excepciones, todos tienen que caerse con la cuota diaria o semanal. La delincuencia tiene ahora muchos empleados que trabajan para su causa.
Las ciudades turísticas son las plazas más redituables para las organizaciones criminales. Si antes los gobiernos corruptos despojaban a los ejidatarios de los lugares paradisíacos y privatizaban las playas, ahora los grupos delincuenciales, siguiendo su ejemplo, tomaron el control de estos sitios de gran afluencia turística para cobrar cuota a todos los vendedores de las playas. Nadie escapa de sus garras ni de sus listas. Semanalmente tienen que entregar el pago sin falta. Los que no cumplen corren el riesgo de perder la vida, por eso nadie se atreve a protestar ni a desafiar al cobrador de la empresa criminal, que llega acompañado con gente armada. Los puntos de venta de la droga son negocio exclusivo de los jefes y nadie se atreve a competir con ellos. Este embrollo delincuencial se complejiza más con la presencia de la Guardia Nacional y de la Marina, que se confabulan con estos negocios y son parte de la criminalidad galopante.
En Taxco hasta los encruzados fueron emplazados a pagar cuota y comprar las ortigas a los proveedores del dueño de la plaza. Para acceder al templo de Santa Prisca, el grupo delincuencial disfrazaba la limosna como cuota. Las alcancías eran vaciadas para la causa del crimen. El encanto de la ciudad mágica se truncó de tajo cuando el plomo suplantó el negocio de la plata. Las calles empedradas se mancharon de sangre y las balaceras desolaron el centro y obligaron a cerrar los comercios. Las escuelas optaron por suspender clases ante las amenazas del crimen contra los transportistas. La autoridad municipal no sólo se mostró indiferente ante el drama de la gente, sino que el presidente prefirió viajar a España en lugar de enfrentar con aplomo las amenazas del crimen organizado. Quedó evidenciado que la delincuencia no tiene contrapesos que la obliguen a replegarse, más bien, se erige como un poder fáctico que es capaz de desmovilizar a la población e imponer su ley de fuego. Las fuerzas del orden no proporcionaron el auxilio que requería la población y se limitaron a patrullar las calles para hacer visible su presencia. La tranquilidad es un bien intangible que les fue arrebatado a los taxqueños.
La capital del estado es el ojo del huracán del crimen organizado. A lo largo de los años se fueron incubando negocios truculentos entre la clase gobernante y los líderes de transportistas. La Dirección General de Transporte se transformó en la caja chica del gobernador en turno. Las concesiones fueron las prebendas con que se aseguraban las lealtades políticas y se conformaban clientelas partidistas. Muchos funcionarios públicos atracaron a la misma dependencia que dirigían al agenciarse concesiones sin límite alguno. Muchos políticos que siguen peleando cargos públicos cuentan con permisos en las principales ciudades del estado. Se sirvieron con la cuchara grande e hicieron jugosos negocios con grupos económicos y líderes transportistas que velaron por sus intereses. En estos pactos delincuenciales fueron foriando una mafia en el sector de los transportistas. Con el tiempo se incubaron intereses políticos, económicos, delincuenciales, y clientelares. Todo creció al amparo del poder público, con el apoyo de los gobernadores y de su grupo político. Era la gallina de los huevos de oro donde incubaron negocios ilícitos al interior de las instituciones gubernamentales.
Las rutas se fueron diversificando y en esta ramificación de sitios, el trasiego de la droga desplazó la transportación de los productos básicos. Los líderes fueron relegados por los jefes de las plazas y el control de las rutas pasó a manos de los grupos de la delincuencia. El transporte público y privado se erigió en la minita de oro, por eso las organizaciones criminales pelean las rutas en los territorios donde tienen presencia. No están dispuestos a permitir que otros grupos controlen las rutas de transporte cuando se han apoderado de la plaza. En esta confrontación abierta los grupos delincuenciales se han apertrechado en los sitios estratégicos de la capital del estado para imponer su hegemonía. No hay autoridad que los repliegue ni los descarrile en su empeño por enquistarse dentro del sistema de transporte público. Más bien se han encaramado en las estructuras del poder público y cuentan con aliados que trabajan para su causa. Saben que las autoridades tienen precio y que pueden negociar al costo que sea. Nadie los detiene y no temen a los cuerpos de seguridad porque saben que por años han sabido domesticar. Se confabulan y se vuelven cómplices de los jugosos negocios de la droga y las armas.
La sociedad está hastiada de tanta corrupción y contubernio de los gobernantes con los grupos delincuenciales que han tomado el control de las ciudades y las comunidades rurales, que han impuesto la cuota a la mayoría de comerciantes e instalado el miedo en la vida pública.
El gobierno de Evelyn Salgado se ha plegado a las directrices de los mandos del Ejército que no han dado resultados con la Mesa de Coordinación para la Construcción de la Paz en Guerrero, ni con el incremento de efectivos de la Guardia Nacional. Su estrategia de seguridad está diseñada por un grupo de militares que siguen considerando a la sociedad que se organiza para reclamar sus derechos como una amenaza para la estabilidad política del estado. Focalizan su atención contra las organizaciones y líderes sociales, los catalogan como transgresores de la ley y como conspiradores. Están lejos de comprender que la estrategia de seguridad debe estar centrada en el ciudadano y por lo mismo debe salvaguardar los derechos humanos de la población. La opinión y perspectiva de la gente que sufre el flagelo de la violencia es crucial para implementar acciones efectivas que protejan la vida y la seguridad de la población.
Lo paradójico y sumamente preocupante es que con la llegada de la Guardia Nacional, así como el proyecto que tiene el presidente de la República, de construir 12 cuarteles de la Guardia en Acapulco y otros más en las 8 regiones del estado, los guerrerenses no ven que el despliegue militar los haga sentirse más tranquilos. Por el contrario, la experiencia de los años, con el terrorismo de Estado, le dejó lecciones trágicas. La presencia del Ejército en las ciudades y comunidades es para causar temor, para desmovilizar a la población, para arremeter contra el ciudadano que ejerce su derecho a la protesta, para reprimir a quienes increpan al poder y lo emplazan a rendir cuentas. En este despliegue militar se incrementan las graves violaciones a los derechos humanos y se robustece la impunidad para proteger a los perpetradores.
En los pocos años de creada la Guardia Nacional, sus actuaciones no están del lado de la población que es víctima de la violencia, sino de las autoridades, de los funcionarios públicos, que viven en una burbuja para no poner en riesgo su seguridad. Llegaron para proteger a los gobernantes y a las instituciones públicas. Se han colocado para arremeter contra la población que se atreve a tomar las vías de comunicación. Su presencia no ha servido para contener la avalancha delincuencial, para desactivar ni desmantelar las estructuras criminales. Más bien, los han dejado crecer y les han permitido ejercer libremente sus acciones delincuenciales. En algunos lugares, como Acapulco, se coluden con ellos para el cobro de piso y hasta les dan cobertura a los cobradores y expendedores de los negocios ilícitos.
El presupuesto millonario destinado para el Ejército y la Guardia Nacional no ha redundado ni redundará en beneficio de la gente que paga cuota diariamente a los grupos de la delincuencia. Tampoco tendrán el apoyo las familias desplazadas de manera forzada por la violencia que ejercen estos grupos en sus comunidades y ejidos. Los colectivos de víctimas arriesgan su vida al adentrarse a lugares peligrosos en busca de sus hijos desaparecidos. Para la Guardia Nacional estos acompañamientos a las madres buscadoras no forman parte de sus prioridades institucionales.
En Guerrero la violencia ha cimbrado las estructuras de un poder decrépito que incubó en la delincuencia institucionalizada la delincuencia criminal, que sembró la corrupción y los negocios ilícitos al interior de las instituciones para robustecer la enredadera del crimen organizado. Los crímenes más atroces los cometieron poli-cías, militares y marinos. Fueron la hierba mala que hizo florecer el negocio de la droga en Guerrero y los maestros de la tortura, las desapariciones forzadas, las ejecuciones arbitrarias, los vuelos de la muerte, la irrupción en comunidades, los desplazamientos forzados, las violaciones sexuales, la tierra arrasada. En fin, la violencia del Estado que incubó al crimen organizado.