Abel Barrera Hernández
La Montaña le gritó al mundo (Nà yukú Ñu’u ndá’yia nu Ñuu Yívi) cuando nació mi hija Angélica. Esta niña llegó al mundo (Ñaa loo kuxaa ña ñuu yivi) con la ayuda de una partera. Fue mi tesoro más grande porque me ayudaría a salir adelante. Toda la familia se alegra cuando nace en la casa una niña, porque son como las lunas que iluminan nuestras noches de tristeza. En el temazcal recibe la bendición y la fuerza de nuestra madre tierra que la reconforta mientras crece su cuerpecito. Cuando ya tiene fuerza, como mamá me toca ayudarla para que crezca sana y pueda caminar en la Montaña.
Desde el pecho materno, mi hija reciente los estragos del hambre. En la familia no había que comer, por eso dormía a mi hija con hambre y luego despertaba llorando, sin saber qué hacer. Así creció con los sufrimientos como todos los niños y niñas de la Montaña. Aprendió a caminar en los cerros y a correr en los surcos. Muy pronto se encallecieron las plantas de sus piecitos y también aprendió a cargar sobre su espalda la leña que cortamos para prender el fogón. Desde los 7 años la llevamos a los campos agrícolas de San Luis Potosí y Guanajuato. Se entretenía con Juan Manuel y Macrina en los surcos de jitomate. Sus juegos nunca fueron las pelotas sino la recolección de los jitomates y los chiles. No hay otra forma de vivir en la Montaña cuando el maíz no alcanza para comer.
Angélica recuerda que desde los 7 años se iba con sus papás a trabajar en los campos agrícolas. Al principio solo seguía a su mamá y su papá que recolectaban el jitomate en cubetas y botes. En ese recorrido a modo de juego empezó también a cortar los jitomates y a los pocos días se sumó a las cuadrillas de niñas para llenar las cubetas de jitomate y las arpillas de chile. Su papá Juan Manuel se encargaba de llevar las arpillas de los surcos a los camiones que estaban estacionados a 100 metros. El calor inclemente le causaba dolor en el estómago y se imaginaba una tortilla caliente. Todo quedaba en el olvido cuando escuchaba los gritos de los capataces que hay en el campo. Recuerdo muy bien lo que decían “corten los chiles más sazones y los jitomates más rojos, sin cortar las ramas”.
No había oportunidad para jugar, ni siquiera podía agarrar los chiles y tirarlos en los surcos simulando distraerse del trabajo rudo. No había tiempo para la imaginación ni para el juego. Muy pronto se dio cuenta quienes son los que mandan porque llegan gritando a la gente que trabaja. No solo asustaban, sino que también amenazaban a todos los que trabajaban de que les descontarían el sueldo si no cortaban bien el chile y el jitomate. Recuerda que eran dos cubetas de 20 kilos el castigo que les imponían al no cubrirles el pago de esta recolecta.
Angélica no era la niña del pueblo de la lluvia, que nació en Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande, sino que era jornalera agrícola, una trabajadora más en los campos de la esclavitud. Una niña que nunca terminaba su ciclo escolar en su comunidad porque es más urgente buscar el sustento en los surcos que ir a la escuela.
No había tiempo de llorar porque en los campos agrícolas no hay derecho para quienes sólo tienen que trabajar duro en todo el día. La infancia se arranca a base de tantos maltratos. No hay niñez en los surcos. Desde pequeños tienen que ser fuertes para soportar no sólo los rayos del sol sino los maltratos de los capataces, con el rostro cubierto y las camisas de manga larga, a ningún patrón le interesa ver en los surcos a las niñas y niños que ya van vestidas como todas las jornaleras y los jornaleros. Están destinados a trabajar rudo en las pesadas jornadas de la cosecha.
Cuando aún no llegaba la luna en la vida de Angélica, Rutilio con su papá entraron en pláticas para llegar a un acuerdo de que sus hijos vivieran juntos. Angélica desconocía que Juan Manuel, su papá, había recibido 130 mil pesos para que se fuera vivir a la casa de Rutilio, con su hijo de 12 años.
No sabía qué hacer en la casa ajena. Obligada por su papá se sentó en una silla y ahí permaneció mirando con temor a quienes tendría que servir. Ahí miró por primera vez quien sería su pareja. Intentó huir, pero el grito de la suegra la atemorizó. Continuó sentada y ante la ausencia de su familia lloró en silencio. Reaccionó cuando la suegra le reclamó en Tu’un Savi que no habían pagado tanto dinero para que ella estuviera sentada. El maltrato la obligó a obedecer las órdenes de la suegra. Lo rudo del trabajo y el trato la transformó en la criada de la nueva familia.
Rutilio le hizo ver que tenía una deuda por el dinero que le pagó a su papá y por eso tenía que trabajar con ellos en los campos agrícolas de San Luis Potosí. Con lo que ya había aprendido con sus papás, en este viaje con sus suegros llegó acarrear durante un día de 20 a 25 cajas de limón. Cortaba lo más rápido para que le pagaran más. Ya no estaba su papá para que le ayudara a cargar, ahora tenía que llevar las cajas hasta donde estaban los camiones. Tardaba 13 horas para terminar la tarea. Sus suegros la maltrataban porque no cortaba muchas cajas de limones y porque su trabajo no desquitaba el dinero que habían pagado por ella.
Cuando iban al corte de chile les pagaban 10 pesos la cubeta y 8 pesos la cubeta de 20 kilos de jitomate. Tenía que trabajar a marchas forzadas para ganar 900 pesos a la semana. Se sentía esclavizada por los suegros que la golpeaban si no realizaba las tareas que le habían fijado. Le regateaban la comida a pesar de que ella misma la preparaba. El pago que obtenía por las cajas que recolectaba lo recogía el suegro, con el argumento de que ella tenía una deuda.
Para comprarse algo de comer tenía que juntar jitomate que quedaba tirado en el campo para venderlo en bolsitas por las calles y ofrecerlo en pequeñas tienditas para poder sacar 20 o 30 pesos al día.
Pensó en huir de los campos agrícolas, pero no tuvo el valor porque sabía que tendría problemas con sus padres y con sus suegros. Estaba atrapada y amenazada, porque tenía que trabajar y darles de comer. No sólo era la esclavitud, la explotación y la discriminación que padecen todos los trabajadores y trabajadoras en los campos agrícolas sino la violencia que padecía de sus suegros.
Angélica forma parte de los niños y niñas indígenas de la Montaña de Guerrero que viajan con sus papás a los campos agrícolas, para enrolarse desde pequeños a los rudos trabajos de la recolección de vegetales. No hay horas para el juego ni para asistir a la escuela, su mundo se reduce a dormir en una galera, a comer en los pisos de tierra y a pasar el día en los surcos aprendiendo las lecciones de la esclavitud, dictada por los patrones. Son las niñas y niños que ninguna institución gubernamental los ve. La tragedia mayor es que no existen en las estadísticas oficiales ni en los censos del bienestar. Su hábitat son los surcos y su destino funesto es cargar sobre sus hombros la discriminación y la explotación. Es padecer la violencia institucionalizada y quedar sometidos a los tratos crueles y degradantes de los capataces y de los mismos padres y suegros, como ha sucedido con Angélica. A los 15 años se armó de valor para huir de la violencia ejercida por su suegro y tuvo la osadía de denunciarlo para enfrentar el poder de los hombres que se confabulan contra las madres y las hijas para reproducir un sistema capitalista que oprime y expolia la clase trabajadora, dejando una cauda de violencia en las comunidades indígenas que se encuentran sometidas por los cacicazgos políticos, que se empeñan en despojar el patrimonio natural de los pueblos y mantener un sistema que violenta sus derechos humanos. Las niñas y los niños también resisten en los cerros y en los surcos.