Las balas calibre .50 y las de los fusiles G3 incrustadas en las paredes de la escuela Caritino Maldonado horadaron el corazón de las familias indígenas de El Charco. En menos de cuatro horas más de 300 militares se concentraron en Ayutla de los Libres y en camiones artillados subieron los caminos pedregosos de la Montaña. El gobierno de Ernesto Zedillo dilapidó presupuesto para mandar comandos especiales del Ejército, armamento sofisticado, camiones Hummer, Torton y helicópteros. Cumplió su amenaza de usar toda la fuerza del Estado para acabar con cualquier brote de insurgencia armada. Las 50 familias del pueblo ñu savi quedaron atrapadas por el cerco militar. La mirilla estaba puesta en los ventanales de los salones: “¡Salgan, perros muertos de hambre!”, fue el grito que irrumpió a las 2 de la madrugada para iniciar la masacre. Acribillaron a Hilario García Lorenzo, Crisóforo Jiménez Chávez, Fidencio Morales Castro, Ricardo Vicente, Mario Chávez García, Apolonio Jiménez García, Mauro Morales Castro, Fernando Félix, Francisco Prisciliano y José Rivera Morales, de las comunidades ñu savi de Ahuacachahue, Mesón Zapote, El Coyul, Ocote Amarillo, El Potrero, La Palma y El Charco, del municipio de Ayutla. También cayó abatido Ricardo Zavala Tapia, estudiante de sociología de la UNAM.
De los 10 indígenas ejecutados sólo José, originario de La Palma, concluyó la primaria. Todos se dedicaban a sembrar su tlacolol y a trabajar como jornaleros en la molienda de caña. Por su monolingüismo padecieron el maltrato de los comerciantes mestizos que hasta la fecha regatean a los indígenas el precio de sus productos. En sus casas de bajareque las viudas y huérfanos comen sobre el piso de tierra. Su fogón de tres piedras les sirve para calentar su vivienda y cocer tortillas en el comal. Acarrear la leña y el agua es la actividad diaria que realizan niños que se distraen subiéndose a los árboles y afinando su puntería con los mangos y las cuijis. Las parteras y rezanderos alivian los males físicos y mentales. Salvan la vida de muchas mujeres que tienen complicaciones en el parto. Los médicos tradicionales curan de todo; espantos, levantamiento de sombra, torceduras y hasta heridas de machete. Encumbrar los cerros es el trajín diario de la gente que en los domingos camina 35 kilómetros para malbaratar sus productos y comprar lo mínimo: medicina genérica, azúcar, chile, huevo y jitomate. La mayoría camina descalza en los terregales. Sus sandalias de plástico las usan para bajar a Ayutla. Ahorran el pasaje, que es muy caro, cargando sobre sus espaldas los productos que venden y la mercancía que llevarán para la familia. Su piel quemada por el sol y el idioma florido de sus ancestros son la raíz de la discriminación racial que padecen por parte de los políticos, los comerciantes, ganaderos, policías y militares. Son objeto de burla y desprecio en todos los espacios adonde acuden. Las faldas coloridas que portan con orgullo las mujeres del pueblo de la Lluvia, para la población mestiza son las “enaguas de las indias”.
A 25 años de la masacre de El Charco la población indígena quedó a merced del Ejército. Las autoridades civiles claudicaron en su responsabilidad de atender las causas de la sublevación. El estigma del “indio pobre y huraño” alentó la discriminación, el maltrato, el engaño y el abuso por el estado de indefensión que propició la militarización. La ocupación militar provocó el desplazamiento forzado de familias que perdieron sus tierras; destruyó sus siembras para agudizar el hambre; desbarató su precaria infraestructura para truncar sus siembras en las tierras de riego. Acamparon en tierras comunales para impedir el libre tránsito. Se apropiaron del agua para cubrir sus necesidades y destruyeron las mangueras de las familias. Fracturaron la vida comunitaria y cancelaron las asambleas para impedir que las comunidades se reorganizaran y los expulsaran de sus territorios. Con la presencia del Ejército aparecieron las primeras siembras de amapola en las comunidades que exigían su salida. Las narcosiembras forman parte de su estrategia contrainsurgente. La violencia se expandió en varias comunidades y en Ayutla se instaló el crimen organizado. Las autoridades municipales se coludieron con la delincuencia que hizo el trabajo sucio para asesinar a defensores comunitarios.
En febrero de 2009 desaparecieron y asesinaron a Raúl Lucas Lucía (sobreviviente de El Charco) y Manuel Ponce Rosas, defensores del pueblo ñu savi, en la cabecera de Ayutla por atreverse a desafiar al presidente municipal de que tomarían el ayuntamiento si no cumplía su compromiso de dotar de fertilizante a las comunidades organizadas. En febrero de 2002, como parte de la guerra de contrainsurgencia, elementos del Ejército violaron a la indígena me phaa, Valentina Rosendo cuando lavaba su ropa en un arroyo de Barranca Bejuco, municipio de Acatepec. En marzo de ese año, varios militares entraron a la casa de Inés Fernández. Además de robarse la carne de res que estaba colgada en su patio, se introdujeron hasta la cocina donde se encontraba con sus pequeños hijos, la golpearon y la violaron. La persistencia y el valor de Valentina e Inés lograron que la Corte Interamericana sentenciara al Estado mexicano por cometer tortura sexual contra dos indígenas en un contexto que catalogó como violencia institucional castrense.
Hace 25 años en cuatro horas llegó el Ejército a El Charco y masacró a 10 indígenas y un estudiante. A los 15 días el gobernador del estado Ángel Aguirre Rivero anunció en un acto público la reparación del daño a las 10 viudas y mamás, con la entrega de un cheque sin fondos. El procurador de justicia Servando Alanís emprendió la persecución contra los indígenas que quedaron heridos y contra las autoridades municipales. Torturaron a los detenidos y los acusaron de rebelión y conspiración. Para las viudas, los huérfanos y sobrevivientes la masacre de El Charco es un mar de impunidad, porque no hay una sola carpeta de investigación contra los militares asesinos. Las autoridades civiles declinaron competencia ante la procuraduría de justicia militar que hizo causa común contra los perpetradores. En Ayutla prolifera la venta de droga y los grupos de la delincuencia que controlan los negocios. En El Charco aún no llegan la salud, la educación, la igualdad, el respeto a sus derechos humanos, la justicia y la paz. Persiste la guerra y la impunidad.