Desde el momento en que el ejército fue informado por personas infiltradas dentro de las comunidades indígenas, que en El Charco se realizaba una reunión con autoridades de varias localidades y que en ella participaban personas de un grupo guerrillero, los mandos militares planearon la masacre en la madrugada del 7 de junio de 1998. Este proceso organizativo era impulsado por varios promotores comunitarios que se encargaban de atender a los enfermos, a los niños y niñas que no estudiaban y a las mismas mujeres monolingües que padecían el maltrato de la población mestiza, cuando bajaban a la cabecera municipal de Ayutla de los Libres. La geografía agreste fue el terreno propicio para promover entre las comunidades indígenas la organización de los pueblos con el fin de luchar contra el yugo opresor de los caciques y enarbolar sus derechos para enfrentar la violencia del Estado.
Los jefes militares de Cruz Grande y Acapulco pusieron en marcha la maquinaria de la guerra. Cerca de 300 militares llegaron a la cabecera municipal de Ayutla y emprendieron la marcha con Hummer y Torton bien apertrechados. Subieron para hacer la guerra, para destruir al enemigo, para masacrar a los indígenas que se encontraban en la escuela primaria Caritino Maldonado. Los camiones llegaron hasta Ocote Amarillo, desde ese lugar se distribuyeron para rodear la comunidad de El Charco y cercar la escuela. Constataron que no había guardias que resguardaran el lugar de la reunión. Se apostaron en diferentes frentes. Con megáfono en mano se escuchó el grito de un militar que iba al frente de la tropa “salgan perros, muertos de hambre”. En ese momento rafaguearon los salones de clase. También tiraron algunas bombas. Al no tener respuesta, el militar engallado volvió a gritar “salgan perros, entreguen las armas”. Continuaron los disparos, mientras tanto la gente que dormía en los salones de clase trató de colocarse en los rincones para librar las balas. Una de las autoridades se animó a gritar “¡no tiren por favor, nosotros estamos desarmados!”. Las ráfagas continuaron. Conforme pasaba el tiempo los disparos fueron más esporádicos. Fue una trágica noche en la que había personas heridas y algunas habían muerto. Tuvieron que esperar a que amaneciera para salir de los salones con las manos en alto. Varios de ellos se arrastraban y se sobreponían a las heridas por las que desangraban y perdían fuerza. Los concentraron en la cancha y los obligaron a que se tiraran para someterlos y dar el tiro de gracia a varios de los que estaban heridos.
El testimonio de una de las viudas nos relata que su esposo era una de las personas que estaban heridas, con dificultades caminaban. Esto no les importó a los militares, más bien recibió más golpes para demostrar su poder. A pesar de que se encontraba sometido, trataba de defenderse y de no arredrarse ante el enemigo. Al demostrar que estaba dispuesto a todo, un militar le dio el tiro de gracia en la cabeza.
En esa mañana su esposa había quedado de salir a las 5 horas junto con otros compañeros para participar en la reunión de El Charco. Uno de los responsables de la brigada ya sabía que el Ejército tenía rodeado a la gente que se encontraba en la escuela Caritino Maldonado. A pesar de la noticia emprendieron la marcha, sin embargo, no pudieron avanzar porque un camión del Ejército se encontraba atravesado en el camino de terracería que va hacia El Charco. La esposa junto con la suegra pidió a los militares que las dejaran pasar. No sólo las intimidaron con las armas, sino que las obligaron a que se regresaran. Uno de los militares les gritó “no tienen nada que hacer allá. Es mejor que se vayan”. Era imposible pasar, había más de 50 militares bien armados y algunos helicópteros volaban en la ruta hacia El Charco. Desde esa mañana del 7 de junio las viudas de El Charco padecen los estragos de la masacre perpetrada cobardemente por el Ejército. Las autoridades civiles de los tres niveles de gobierno permitieron que el Ejército tomara el control de la comunidad y utilizara toda su fuerza para ejecutar arbitrariamente a 10 indígenas y un estudiante que pernoctaban en los salones de la escuela Caritino Maldonado. Consumaron una masacre para causar terror entre la población civil, para demostrar el poder destructor del Ejército contra la población indígena que se organiza y se defiende de la violencia institucionalizada.
Las autoridades civiles justificaron esta masacre con el pretexto de que en la reunión habían llegado integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI) que promovían la lucha armada entre las comunidades pobres, atentando contra el estado de derecho. La presencia del nuevo grupo guerrillero en esta comunidad puso en marcha la estrategia guerrerista de un Ejército que trata como enemigos a la población civil y que usa la fuerza letal para supuestamente ser garante del orden y la paz de un sistema que protege a los violadores de derechos humanos.
A las viudas no les permitieron ver a sus esposos que se llevaron en helicóptero. Se ensañaron contra ellas al negarle cualquier información sobre el paradero de los cuerpos. Recibieron amenazas de que las iban a detener por ser cómplices del grupo armado. Resistieron los malos tratos, las vueltas de Ayutla a Acapulco, los engaños y las burlas de las autoridades municipales, con tal de que les entregaran a sus esposos. Una de las viudas, al identificar el cuerpo de su esposo vio que le habían quebrado las dos piernas y los dos brazos. Sostiene que le dieron el tiro de gracia porque su cabeza estaba totalmente destruida. Estas muertes violentas protagonizadas por el Ejército nunca han sido investigadas por los Ministerios Públicos, por el contrario, todos los aparatos del Estado se encargaron de protegerlos y, más bien, reconocieron su valor por haber descubierto y enfrentado al nuevo grupo guerrillero. A ninguna autoridad le interesó atender a las víctimas, tanto a las esposas de los asesinados como a los 22 detenidos que fueron torturados en el 48 batallón de infantería, en Cruz Grande y en la IX Región Militar de Acapulco. Fueron muy conocidos los casos de la estudiante Erika Zamora y del activista de derechos humanos Efrén Cortés, por el ensañamiento que hubo por parte de los militares por asumir la causa de los indígenas.
La masacre de El Charco es una herida que sigue sangrando no sólo en los hogares de los indígenas caídos, sino en todas las comunidades na savi y me’phaa de Ayutla de los Libres sumidas en la miseria y cuyos hijos crecieron con el trauma de la tragedia que los ha marcado para toda su vida, dejando profundas consecuencias en su salud física y mental. A 25 años de la masacre no hay alguna investigación que señale a los militares como los autores materiales de las ejecuciones extrajudiciales contra 11 indígenas; por la tortura aplicada a 22 de los detenidos y los cateos ilegales que realizaron en las precarias viviendas de los indígenas ejecutados y torturados.
Este clima de impunidad que persiste en las instituciones que investigan delitos cometidos por el Ejército ha propiciado graves violaciones a los derechos humanos como las ejecuciones arbitrarias, las torturas y desapariciones forzadas de personas. La violencia castrense destruyó la unidad familiar y las redes de solidaridad entre las comunidades; incrementó la violencia y el desorden y profundizó la pobreza, la desigualdad y la injusticia social. Esta masacre incubó la violencia intracomunitaria, desarticulando todos los procesos organizativos y desencadenando una guerra que se focalizó contra los líderes comunitarios, quienes de manera selectiva fueron asesinados.
El caso de la masacre de El Charco se encuentra en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) esperando el informe de fondo. En estos cinco años el gobierno federal de Andrés Manuel López Obrador se ha desentendido de estos hechos atroces que han lastimado la vida y la dignidad de las familias indígenas de Ayutla de los Libres. Varias viudas y sobrevivientes han muerto, y durante este tiempo ninguna autoridad se ha interesado en defender su causa, más bien, siguen olvidadas e invisibilizadas. Son víctimas del racismo y los atracos de las autoridades que abusan de su estado de indefensión.
Las viudas de El Charco son mujeres indígenas honorables con mucha dignidad. Poseen una gran fortaleza espiritual y tienen la fuerza y capacidad para resistir las penurias y mantenerse firmes en su exigencia de justicia. Han demandado que el gobierno mexicano castigue a los militares por estas atrocidades y que repare de manera integral los daños ocasionados que se han materializado en analfabetismo, desnutrición, enfermedades curables, viviendas derruidas, siembras de hambre, caminos destrozados, violencia delincuencial, trabajo no remunerado, racismo y olvido secular.
Las viudas de El Charco son la dignidad sufriente de un pueblo combativo. Los rostros de las mujeres que sufren, pero que tienen un corazón inquebrantable. Con sus faldas coloridas y sus blusas bordadas escalan las montañas con sus pies desnudos, trabajan en los surcos, cortan y acarrean la leña para sus fogones de tres piedras, sólo cultivan su lengua materna porque el Estado les ha negado el derecho a la educación. Mantienen viva la memoria de sus esposos e hijos, a pesar de que las han confinado a sobrevivir fuera del presupuesto público. Subsisten con lo que sus brazos siembran y cosechan, son el ejemplo de las grandes mujeres que luchan contra un mundo que las oprime y contra la violencia del Ejército que no tiene límites.