Luz Elida Pérez Salgado
Colaboradora del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
Desde tiempos ancestrales, desde el imaginario social, a la mujer se le ha considerado la más débil, incapaz de pensar y de dirigir su propia vida, mientras que al hombre se le atribuye las virtudes de la fuerza, del conocimiento y es quien dirige las actividades en la cotidianidad. Todo es falso.
Sin embargo, este sentido de inferioridad que se ha impuesto en la vida de las mujeres tiene que ver con los roles que nos enseñan desde los núcleos familiares. Desde estos supuestos socioculturales se impone por la fuerza una lógica de vida diferenciada, clasista, sexista, egocéntrica y hasta racista. Sin duda, la división social entre las mujeres y los hombres no sólo tiene que ver con la fuerza o el conocimiento, sino que ha trascendido entre las que no tenemos derechos y los que piensan que sí.
Desde niñas, nuestras enseñanzas empiezan con el cuidado de los hermanitos, elaborar la tortilla, hacer la comida y lavar la ropa, mientras que los niños trabajan en el campo en la siembra de maíz, frijol y calabaza, así como ir por leña. En las temporadas de siembra sin importar la lluvia, las mujeres siempre diligentes llevan la comida a la parcela. Así es todos los días.
La imposición de estos roles sociales son incuestionables por los padres de familias. Las mujeres obedecemos las actividades que tenemos que hacer, sin tener voz y voto en el seno familiar y en la comunidad. Muchas veces o casi nunca nos sentimos a gusto, porque supuestamente no aportamos alimentos al hogar y que sin ellos no podríamos sobrevivir solas. Esta es la violencia y, sin percatarnos, también es opresión.
Las mujeres indígenas padecemos aún más los diferentes tipos de violencia: familiar, doméstica, psicológica, verbal y económica. Además, somos discriminadas por su género, clase social y por hablar una lengua. Nos asesinan, nos desaparecen y nos torturan sexualmente.
Las costumbres en las comunidades han normalizado el machismo. En algunos lugares las mujeres no tienen derecho a la educación. El estudio no es importante para muchas familias porque prefieren comer. El hambre no es una metáfora de la que se pueda salvar mucha gente. Además, las autoridades están ausentes y las comunidades indígenas, principalmente las mujeres se encuentran en el olvido.
En este contexto adverso crecen muchas niñas indígenas. Muy pocas tienen familiares en la ciudad y son quienes las motivan para que continúen estudiando, aun cuando tengan que realizar trabajo doméstico. Es el caso del municipio de Ayutla de los Libres las niñas están sometidas bajo una “esclavitud” por parte de las familias mestizas, donde por su fuerza de trabajo les dan un plato de comida y techo para dormir en el piso de tierra. No tienen más alternativas si quieren seguir sus estudios.
El trabajo duro que realizan hacen que bajen sus calificaciones en la escuela. Sus tareas las tienen que hacer en el camino o a media noche. Llegan tarde a sus clases y tienen que dar explicaciones en español, sin embargo, una niña o adolescente sólo habla el Me’pháá o Tu’un Savi. Son discriminadas porque no hablan bien el castellano, lo cual contribuye a la deserción escolar.
Pensamos que todo sería diferente al llegar a una escuela y que los espacios urbanos son más libres y tolerantes con nuestra presencia. Al contrario, la discriminación por ser indígenas y por ser mujeres es igual o peor. Nos salimos como desterradas de nuestras comunidades, esperando encontrar una vida mejor, sin embargo, pesan más los agravios de la gente mestiza. Muchas veces preferimos volver en silencio a esa vida, desvalorizadas, que como una hoja de encino somos pisoteadas, sin que se den cuenta que somos vida y que tenemos sueños, pero truncan nuestras alas para poder volar. Las esperanzas se desmoronan.
Al regresar a la comunidad “la mujer debe casarse antes de los 20 años, porque después de eso ya nadie la querrá”. Se pide la mano de la novia, bajo los usos y costumbres, donde llevan el presente como alimentos, animales, entre otros. Es el pago de la dote.
Sin embargo, la violencia predomina en los espacios familiares, en las escuelas y hasta en la calle. Contraer matrimonios significa perpetuar la violencia. Todo se convierte en un círculo eterno de agresiones en todos los ámbitos de la vida. Se restringe la libertad para las mujeres, pero no se queda ahí, sino que son agredidas verbalmente y físicamente, al grado de consumarse en un feminicidio. Han tenido que denunciar los agravios que padecen, pero muchas veces han sido amenazadas con matar a toda su familia. Es más que claro que viven en los cautiverios porque para sus esposos no tienen derechos a la recreación, ni siquiera pueden salir a comprar a la tienda. Cuando hay fiestas las dejan encerradas, mientras los hombres se van a divertir. Prevalece el machismo en su máxima expresión, creando miedo y terror.
En los últimos años las mujeres indígenas se han estado organizando. El ejemplo, es Inés Fernández y Valentina Rosendo, mujeres indígenas, quienes fueron agredidas sexualmente por elementos del ejército mexicano, quienes levantaron la voz y no callaron, lucharon porque se hiciera justicia.
Como resultado de su lucha de Inés y Valentina se encuentra la “Casa de los Saberes”, un espacio que es parte de la recomendación comunitaria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La lucha sigue hasta que las mujeres podamos liberarnos del poder patriarcal y de las cadenas del machismo.