María Elena Herrera Amaya
Posdoctorante Conacyt IIJ-UNAM
“Pues aquí es un pueblo montañoso”, así describe Astemio Bravo a El Rosario, su comunidad, una localidad me’phaa de alrededor de 300 personas, localizada en el municipio de Atlamajalcingo del Monte, a unos 40 kilómetros de distancia de Tlapa de Comonfort. Desde el patio de su casa se observan las montañas dominando el paisaje en todas direcciones, y se alcanzan a vislumbrar algunas casas ocultas tras la vegetación, esparcidas, lejanas unas de otras, apenas reconocibles por el contraste del color del adobe de sus paredes, por los colores vibrantes de la ropa lavada tendida, secándose al viento, o por el halo del humo de las cocinas que se eleva por encima de las casas, de la maleza y de las montañas, como testimonio silencioso de que la gente de El Rosario se encuentra en su comunidad.
No todo el año es así, la gente de esta comunidad entra y sale a lo largo de todo el año de acuerdo con la temporada, con el ritmo de la vida o de la necesidad. Fuera del trabajo del campo sembrando la milpa para autoconsumo, y de salir a recolectar quelites o frutas que se dan en los alrededores, no hay fuentes de trabajo, pues hay que salir a buscarlas fuera del pueblo, lejos, a veces muy lejos en los campos agrícolas del bajío, centro y norte de México. Astemio, por ejemplo, este año saldrá a Zacatecas, en donde ha observado que aparte de trabajo, la gente tiene mejores condiciones para trabajar la tierra:
Allá en Zacatecas tienen buenos terrenos para sembrar o para cosechar algo, en cambio acá nosotros, pues en el cerro, no hay nada cómo hacerlo para tener alguito como ellos (Astemio B., julio 2022 ).
Los terrenos escarpados y la temporada de lluvias, cuando son frecuentes los derrumbes, dificultan la siembra, sin mencionar la alta probabilidad de perder la cosecha completa tras una tormenta, y por si esto no fuera suficiente, es la desarticulación de los mercados de comercialización local y la falta de apoyos y programas gubernamentales, enfocados en el campo, los que imposibilitan que las personas campesinas puedan vivir de trabajar la tierra, al menos la propia.
Por el contrario, en el sector agroindustrial, el Estado mexicano invierte, genera políticas y programas para productores y empresas agrícolas, subsidia al sector privado y a los capitales extranjeros, a los que atrae con la promesa de buenas tierras de cultivo, y sobre todo, de mano de obra, dispuesta a vivir de trabajar la tierra, la ajena: familias enteras procedentes de las regiones con los más altos índices de pobreza y/o marginación, principalmente regiones indígenas, como la Montaña, donde se encuentra El Rosario.
“No es porque nos gusta [migrar], es por la necesidad que estamos, aquí no tenemos nada que nos mantenga”, comenta Astemio. Además de su familia, de cinco integrantes entre su esposa e hijos, mantiene a su mamá, una mujer de la tercera edad, a quien ya se le dificulta realizar las actividades del campo, y más, salir a buscar trabajo.
Yo tengo que salir a migrar para buscar qué comer con la familia […] y es por eso mismo que salimos a buscar algo, para pasarnos la vida con la familia. Y en ese caso, también hay muchos accidentes, como nos pasa a los familiares ahorita que andamos nosotros allá buscando el pan de cada día y pasan cosas, accidentes (Astemio B., julio 2022).
Los accidentes también son el pan de cada día de los peligros y riesgos que enfrentan las familias jornaleras, ahí, en ese vacío en donde parece no haber responsables ni culpables, en donde aquellos agentes que demandan mano de obra y fomentan la migración laboral se desentienden. Sin embargo, a pesar del riesgo cotidiano que enfrentan las familias jornaleras, la necesidad de buscar trabajo y ganarse la vida se impone año con año, temporada tras temporada y de generación en generación.
Alrededor de Astemio, en el patio de su casa, sus hijos y sobrinos corren y juegan entre risas, cruzan sin temor la valla de su casa o el portón del terreno que siempre queda abierto; recorren, junto a otros niños, las calles del pueblo, también las veredas y caminos en las montañas. En el pueblo no hay más temores que la lluvia o la falta de trabajo. Cuando sus padres salgan a migrar, ellos irán también, viajarán junto con la temporada, algunos verán y/o aprenderán cómo se cortan los chiles, el jitomate o las verduras, y otros más, los más grandes, tal vez, empezarán a trabajar en la única alternativa laboral que conocen las familias migrantes de la Montaña.
“Sí, los extrañamos porque aquí es donde nacimos, crecimos, nos dio de comer todo este pueblo”