Las mujeres indígenas de la Montaña de Guerrero navegan en un mar de adversidades para sortear las olas del hambre, en los surcos de la desigualdad y la explotación. Tienen que abordar los autobuses que las llevan a los campos agrícolas porque en sus comunidades no hay nada, ni para comprar un kilo de frijol. Son contadas las que tienen un pedacito de tierra, la mayoría dependen de sus esposos, mientras que las madres solteras viven con sus padres, solas con sus ojos mirando la caída de la penumbra en el horizonte. Lo único que les queda es enrolarse como jornaleras en las empresas agroindustriales, donde son maltratadas y discriminadas por su etnicidad.
Están inmersas en una cotidianidad trágica. En algunas ocasiones la violencia que viven con sus esposos las orilla desesperadamente al abismo de la sobrevivencia, sin la protección de las autoridades locales y menos de las autoridades estatales. En sus chozas de cartón, retorciéndose sobre un petate, se aguantan el hambre, y lloran en silencio sus penas. No hay nada que al menos las consuele, solo el viento que entra por las rendijas de las tablas que sostienen el techo de su mundo acaricia sus rostros. Sus hijas e hijos tratan de buscar algo en los huertos algún durazno, plátano o huamúchiles en temporadas. En pocas ocasiones los familiares cercanos les hacen un prestamito de unos 500 pesos para vivir unos días, pero es insuficiente para 6 o 7 integrantes en la familia. En el completo desamparo, aun sin comer en días, tienen que levantarse y luchar cuesta arriba para seguir caminando con la esperanza de una mejor vida.
Ante este camino sin salida, las mujeres indígenas no les queda otra alternativa que emplearse como jornaleras en los campos agrícolas, donde su fuerza de trabajo se desvaloriza, pagándoles un raquítico sueldo. A pesar de que “las mujeres trabajan más, el salario es desigual porque es mayor el pago que reciben los hombres. Es como si no valiera el trabajo que hacemos”. Las sombras pesadas del machismo las persiguen en los surcos. La vida sigue dura como una roca; en el campo el calor las sofoca y para dar un respiro clandestinamente limpian su rostro cansado con el pañuelo que llevan colgando, impregnado de agroquímicos.
A las cinco de la mañana las suben a los carros para llevarlas a los campos donde trabajan más de ocho horas, en algunas empresas agroindustriales el trabajo empieza a las 7 de la mañana y termina a las 6 de la tarde. Su vida está en los surcos de vegetales orientales o entre las enredaderas del jitomate. En ocasiones pueden tomar un poco de agua, pero casi siempre el capataz las reprende y las amenaza con no pagarles el día. Son vigiladas con el trabajo a destajo en el corte de pepino, chile morrón, berenjenas y verduras chinas que son exportadas a Estados Unidos y Canadá, principalmente por la empresa Golden Fields. Cuenta la rapidez para llenar los torton de los productos que se van a exportar, donde tienen que cubrir unos 10 surcos para tener derecho a un sueldo. Son sometidas a un trabajo extenuante para poder rendir. El mejor salario que reciben es de 125 pesos o hasta 192 pesos en algunos campos agrícolas, es lo más que pueden aspirar. Para las mujeres jornaleras cada día se libra una batalla contra el hambre y la discriminación.
Las jornaleras, desde niñas son condenadas a heredar el trabajo que realizan sus padres en los campos agrícolas. En la historia de la jornalera Hermelinda Santiago de la comunidad me’phaa de Francisco I Madero, municipio de Metlatonóc, se condensa la sufrida travesía de las mujeres indígenas en los campos. Empezó a migar con sus padres desde que tenía 5 años a San Miguel Totolapan al corte de ejote, donde la violencia descarrila la vida pacífica por el control de territorio y la producción de opio. A los 7 años fue a los campos de Cuautla, Morelos. En ese tiempo cortaba los productos, pero les pagaban a sus papás. “Tenía 8 años cuando me fui sola, en compañía de una tía, para ayudar a mis padres. La primera vez que recibí un salario fue a los 9 años en Sayula, Jalisco. En Sinaloa fui líder de una cuadrilla de niños y niñas de 9 a 12 años, yo era las más chiquita, pero me pusieron como la jefa porque hablaba español. Eran 25 niños y niñas. Lo que hacíamos era deshierbar al pie de los jitomates, arrancar hierba para que no dañara la planta”.
Las niñas jornaleras son las más expertas para el corte de verduras chinas. Sus manos son más pequeñas para hacer los mejores cortes. Los empresarios agrícolas prefieren el calificado trabajo de las niñas y niños. Esta infancia tiene sus propios pesares, en ocasiones los mayordomos les niegan la comida. Son menospreciados por ser indígenas. Además, las competencias en los trabajos por tarea son como una guerra para ganarse unos centavos más.
Hermelinda como muchas jornaleras tuvo que trabajar en muchos campos agrícolas para ganarse un dinerito. Fue a los grandes campos de Sinaloa como Pénjamo, Progreso, Salsipuedes, campo Rebeca, Raylito, Isabel; en Ruiz Cortínez, campo Filipinas, campo Gallo, campo Gato, San Luis, Costa Rica, el Toro, campo 43, Isla del Bosque, El Rosario, Escuinapa, y muchos más; también fue a Jiménez, Chihuahua; San Luis Potosí; Piedras Negras, Coahuila; San Quintín, Baja California; Hermosillo, Sonora; Michoacán y Querétaro.
Nunca tuvo tiempo, ni recursos económicos para estudiar. Lo más importante era comer, el estudio estaba en segundo plano. Las ganas no faltaban, en ocasiones Hermelinda se escapaba para ir a escuchar las lecciones de español desde la ventaja de los salones, pero era cuando tenía 20 años. Los campos no sólo explotan su fuerza de trabajo, sino que les cortan las alas y borran los sueños. La esperanza de ser alguien en la vida los empresarios la cambian por 125 pesos.
Felicitas cuenta una de las experiencias más cruentas. La primera vez que fue a los campos agrícolas tenía 12 años. Sus padres ya tenían años migrando con sus abuelos. Cuando se subió al autobús pensó que su vida iba a cambiar. Al llegar a Morelos se dedicó a levantar las cajas de plástico. Era cuestión de tiempo para ver los mejores resultados. Una familia les hizo la invitación de irse a Mazatlán, Sinaloa, al corte de chile y jitomate. Trabajó de sol a sol, la situación siguió igual, pero con 500 pesos más en el bolsillo.
Lleva 16 años migrando, pero considera que el trabajo es difícil para las mujeres porque tienen que cargar las arpías de chile para llevarlos a los camiones. La diferencia con los hombres es que trabajan en equipo con sus esposas, pero las mujeres solas tienen que cortar y al mismo tiempo trasladar el producto. Tres cubetas y media le caben a una arpía con un pago de 30 pesos. Las ganancias exorbitantes son para los empresarios agroindustriales.
Con los hijos el trabajo se complica porque tienen que cargarlos en sus espaldas para ahorrar un poco. Las guarderías están lejos del campo, pero también cobran 100 pesos cada niño o niña. Los particulares cobran mucho más. Además, tienen que comprar los chiles o jitomates en las tiendas del mismo empresario con precios elevados. En ocasiones el antojo de un refresco de tres litros que cuesta 50 pesos las deja sin cenar. “Es como si las jornaleras no tuviéramos derechos de nada”. Felicitas no sólo sobrevivió a los malos tratos de los capataces, sino que se sobrepuso a la violencia de su esposo. En junio de 2022 se enteró de que su esposo la había engañado, y con todo el dolor, con la frente en alto se fue a los campos del Estado de México. Estuvo cuatro meses viviendo en la colonia Guadalupe. En octubre de este año regresó con algo de dinerito para la comida de sus tres hijos.
Maricruz, mujer nahua de la comunidad de Ayotzinapa, municipio de Tlapa, su realidad es parecida porque lleva migrando 25 años para alimentar a sus hijos e hijas. La siembra de maíz y de frijol no alcanza. El corte de verduras chinas la ha salvado del hambre. “Viajamos por necesidad. Vamos buscando la vida de un campo a otro. A veces estamos en Guanajuato, Chihuahua, Sonora o Jalisco. Uno tiene que trabajar para poder comer”.
En estos campos no hay posibilidad de soñar. Las mujeres ni siquiera tienen derecho a la lactancia. Las embarazadas que deben tener un trato especial tienen que buscar la manera de no desmayarse porque las dejan a su suerte. Predomina la visión racista de los empresarios y de las autoridades que no velan por los derechos de las mujeres. Lo que importa es el capital, el rostro de una civilización que la cúspide de su progreso humano es la esclavitud, la explotación de las familias jornaleras y la invisibilidad de las mujeres.
Sólo en los meses de septiembre y octubre migraron más de 2 mil jornaleras y jornaleros, con un promedio de mil 100 mujeres y niñas. La mayoría son del pueblo nahua, Ñuu Savi y Me’phaa de los municipios de Tlapa, Copanatoyac, Cochoapa el Grande, Atlixtac, Metlatonoc, Alcozauca, Xalpatláhuac, Tlacoapa, Malinaltepec, Tlalixtaquilla, Zapotitlán Tablas y Atlamajalcingo del Monte.
Las necesidades en estas montañas son profundas, desgarran el corazón a la niña que come la tortilla dura para tener algo en el estómago. Enrolarse en los campos agrícolas es sólo para paliar el hambre y no dejarse morir. Atrás de las verduras chinas, el jitomate, el chile, el tomate, la berenjena, el pepino, entre otros productos comestibles está el sufrimiento y la explotación de las jornaleras y sus familias. A pesar de que su trabajo da de comer a millones de personas, las jornaleras y jornaleros son los fantasmas en las políticas públicas. Los pocos programas que existen no funcionan. A las autoridades estatales y federales poco les importa, están lejos de esta realidad negra y pesada. El único camino es soportar los agroquímicos, las olas de la discriminación y la indiferencia de las autoridades. La esperanza es que haya un cambio total donde se respete a las mujeres y se le dé valor a su trabajo, porque sin ellas las mesas no estarían llenas de verduras y el sol no alumbraría para los ricos.
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