Abel Barrera Hernández
A la altura de Jilotepec, cerca de los límites con el estado de Puebla, tres hombres con armas largas pararon el autobús donde iban 25 mujeres jornaleras y 24 hombres de la Montaña de Guerrero. Sin mayor explicación les dijeron: bájense rápido. La bronca no es con ustedes. Apaguen sus celulares para que no les pase nada. Varias mujeres despertaron a sus niños y cargaron sus costalillas para ponerse a salvo. Algunas personas de la tercera edad fueron encañonadas y maltratadas por las dificultades que tenían para bajar rápido del autobús. El más agresivo de los armados jaloneaba y encaraba a la gente: camina rápido hijo de tu puta madre, que no tenemos tu tiempo. Ante la prisa no pudieron bajar todas sus cosas, sobre todo, las de la cajuela. A un joven que iba dormido lo golpearon y le arrebataron el dinero que trataba de esconder. Al chofer lo tenían encañonado. Una vez que bajaron todos le dieron la orden de que avanzara. Mientras las familias atendían a sus pequeños hijos y los adultos comentaban cómo le iban hacer para regresarse a Tlapa, escucharon varias ráfagas que fueron detonadas por las personas armadas. Algunas personas trataron de correr hacia el pueblo y otros simplemente buscaron protegerse, donde se encuentra una pequeña ermita de la virgen de Guadalupe. Imaginaron que habían asesinado al chofer y que se había llevado las cosas que dejaron en la cajuela. Temían de que regresaran y los balacearan, por eso pedían a las camionetas que los pudieran sacar del lugar. Nadie se atrevió a prestarles auxilio porque creyeron que podría pasarles algo.
La gente no daba crédito de lo que veía. Creía que la persona que venía del lugar donde fueron las detonaciones pertenecía al grupo de los armados. Temían que les hicieran algo. Conforme avanzaban ubicaron que se trataba del chofer del autobús. Corrió con suerte porque antes de que balacearan la unidad le dijeron que se acostara boca abajo y que ahí permaneciera. Al escuchar las detonaciones creyó que también lo matarían. Después de permanecer inmóvil por más de 15 minutos, abrió sus ojos para saber si había alguien a su alrededor. Al sentir que estaba fuera de peligro, caminó rumbo a Jilotepec para refugiarse con la gente que iba en el autobús. Con miedo lo recibieron y le preguntaron lo que había pasado. Les comentó que el autobús quedó como coladera y que los maleantes habían huido en una camioneta. Al valorar que el peligro había pasado, se organizaron para ir a rescatar sus cosas del autobús. Con el apoyo del chofer abrieron la cajuela, que también se encontraba perforada por las balas y bajaron sus petates y bolsas de ropa. Las familias pidieron el apoyo de los transportistas locales, sin embargo, fue difícil que los auxiliaran por temor a que fueran interceptados por las personas armadas. Después de varias horas, lograron que algunas camionetas los trasladaran en la casa del jornalero de Tlapa.
De inmediato las mujeres se organizaron para exigirle a la empresa “Costa de Oro” que consiguiera otro autobús o que les reintegraran los 2 mil 500 pesos que pagaron por el pasaje. Se trata de familias de los pueblos Me’phaa y Na Savi que pertenecen a 8 comunidades indígenas de los municipios de Tlapa, Malinaltepec, Copanatoyac y Cochoapa el Grande. Dejaron sus casas para irse al corte de chile, jitomate, berenjena, verduras chinas en las zonas agrícolas de Baja California, Sonora y Sinaloa. Algunos jóvenes pagaron su boleto hasta Tijuana para trabajar en la construcción.
Hasta la fecha, ninguna autoridad asume la responsabilidad de atender a la población jornalera que es víctima de atracos, no sólo por los grupos armados, sino por las mismas empresas transportistas y los grupos de contratistas que se coluden para trasladar a familias indígenas a los campos agrícolas en condiciones indignantes. Ante el reclamo que hicieron a la empresa transportista solo encontraron una respuesta para salir del paso: no podemos hacer nada porque quienes balacearon el autobús es gente de la delincuencia organizada. Ya saben que quieren y nosotros tenemos pérdidas con el autobús y nadie nos va a reponer esos daños.
El clamor de las mujeres jornaleras es la expresión más clara del estado de indefensión en que se encuentran: “no es la primera vez que nos paran. Nos han asaltado y nos han dejado en el camino con nuestras niñas y nuestros adultos mayores. Nos trasladamos con total inseguridad, no sabemos si los autobuses trabajan derecho. Las empresas no nos dan boletos y los mismos mayordomos nos engañan. En el camino nos maltratan y no nos dan el apoyo para comprar nuestra comida. Por eso llevamos nuestros totopos para no morir de hambre. Ser jornalera es caminar sola en el mundo en medio de lobos. Nadie ve por nosotras. Los empresarios solo quieren nuestros brazos para que les cortemos la cosecha y aseguremos su riqueza. Como mujeres solo ganamos para comer tortilla y poder curar a nuestros hijos que a cada rato se enferman. Ahora la delincuencia también se está metiendo en este negocio, por eso balacearon el autobús. De milagro nos escapamos, porque en otros lugares han muerto gentes que viajan en los camiones y que sin deberla, pagan con su vida lo que el empresario no quiere entregar como cuota.
Para Guadalupe, indígena Na Savi, de Alcozauca, la violencia persigue a las mujeres. En los cuatro años que ha ido a los campos agrícolas de Ensenada, Baja California, siempre las mujeres indígenas son víctimas de violaciones sexuales, y de explotación laboral. Vive todo el tiempo con miedo porque hay gente armada en los campos que las vigilan y las obligan a trabajar como si fueran esclavas. Por su parte, Araceli, mujer Me’phaa, del municipio de Malinaltepec, viajó la temporada pasada al estado de Sinaloa para trabajar en el corte de pepino. Además, de enfrentar los mismos peligros de Guadalupe, su situación se complicó con la pandemia, porque su papá se contagió de Covid en los campos agrícolas. En lugar de que el patrón la apoyara para ir al hospital, les quitó el trabajo. Con el poco dinero que ganaron se regresaron a Tlapa donde murió su papá. Ser jornalera agrícola de la Montaña, es nacer con la marca del desprecio, crecer sobre el lodo, trabajar desde niños y niñas como cuidadores de chivos y como peones en las cimas de los cerros. Se come tortilla con sal y chile para acumular fuerzas y estar listos desde los 14 años para ir a los surcos del capital donde serán exprimidos hasta la última gota de su sangre. Ahora no sólo el gobierno los mantiene en el olvido, sino que los empresarios agrícolas los tiene como acasillados para sobreexplotarlos y la delincuencia organizada asume el rol como guardianes del capital. Ante la ausencia de las instituciones gubernamentales y la indolencia de las autoridades, el crimen organizado ha tomado el control de las rutas de los jornaleros agrícolas y se ha posicionado dentro de este campo de trabajo para hacer de la migración jornalera un negocio.
Publicado originalmente en Desinformémonos