Opinión Entre las balas y los surcos El recuerdo de la infancia de Fabiola son las balas que libraron las familias de Tierra Blanca, municipio de Cochoapa el Grande, cuando salían al campo a preparar los terrenos para la siembra del maíz. Desde 1979 luchan a contracorriente para revertir la resolución presidencial que incorporó más de la mitad de su territorio ancestral y que los dejó en una situación sumamente desventajosa. Es un conflicto añejo que se remite a 1789, cuando los habitantes de San Juan Huexoapa, municipio de Metlatónoc, irrumpieron a la comunidad de Tierra Blanca para desalojar a las familias. Quemaron sus viviendas y sus precarias cosechas que guardan en costalillas y en sus casas de bajereques. Desde aquella declaración de guerra las hostilidades no han cesado. Cada año, antes de la temporada de lluvia, cuando realizan la tumba y quema de las hierbas, empieza la lluvia de balas, con el fin avieso de impedir la siembra y más bien de causar la muerte de quienes se atreven a trabajar las tierras. Daniel Cuellar, el padre de Fabiola, tiene muy presente la fecha del 23 de mayo de 1935, cuando de nueva cuenta los comuneros de San Juan Huexoapa llegaron armados para quemar las casas. En esa fecha varias familias optaron por vivir en los cerros, otras decidieron irse como jornaleros a los campos agrícolas de Sinaloa. La violencia siguió cobrando vidas como la de Felipe Cuellar y Juana de la Cruz, familiares de Daniel. Un matrimonio mayor que se negó a salir de su casa y por oponer resistencia les quitaron la vida. La noticia que Fabiola tiene más fresca es el asesinato de su abuelo, Vicente Cuellar, en 1972 lo asesinaron junto a otro principal, el señor Amado García, privándolos de la vida con piedras y palos. Fabiola con mucho dolor relata cómo despedazaron sus cuerpos de los abuelos. Para ella son almas errantes ya que a la fecha no se sabe dónde los enterraron. Estos hechos de violencia han sido de conocimiento del ministerio público, sin embargo, en ninguno de los casos se han ejecutado órdenes de aprehensión. Las autoridades dejan que las comunidades cobren venganza, sin que nadie los obligue a investigar a fondo los delitos para proteger el derecho a la vida. Los conflictos agrarios son ignorados por las autoridades federales, desde la reforma constitucional impuesta por Salinas de Gortari que impulsó la privatización de las tierras de uso colectivo. Dejó en desamparo a las comunidades indígenas para resolver sus conflictos agrarios por la vía institucional. La Procuraduría Agraria ha sido una instancia simuladora e inoperante para conciliar las partes en conflicto. Más bien, se ha erigido como una institución encargada de legalizar el desmantelamiento de la propiedad ejidal y de promover proyectos extractivistas. Se encargó de introducir el PROCEDE a la mayoría de los ejidos y trató de desactivar la organización comunitaria, promoviendo la explotación forestal y extracción de agua. Ha suplantado a las mismas autoridades agrarias al catalogarlas como simples representantes de núcleos agrarios, y en varios ejidos han metido las manos para realizar negocios truculentos que benefician a los empresarios. El 20 de septiembre de 2002, San Juan Huexoapa obtuvo una resolución favorable en el Tribunal Agrario de las 438 hectáreas de tierra que estaban en disputa. Esta determinación ha hondado la confrontación con el fin de ejecutar la sentencia. Al interior de la comunidad de San Juan Huexoapa ha ganado la postura de fuerza para desalojar con violencia a las familias de Tierra Blanca. El 2 de julio de 2020 más de 100 personas entraron al pueblo de Tierra Blanca para quemar sus viviendas y algunos vehículos que se encontraban en la calle principal. Sus pobladores habían ido a la cabecera municipal para recibir el fertilizante. Su ausencia la aprovecharon para destruir varias viviendas. El conflicto ha dejado en los últimos dos años el asesinato de cuatro personas mayores y un niño. Hasta la fecha existen cinco personas desaparecidas, sin contar las mujeres y hombres mayores que quedadon heridos. Ante la ausencia del estado de derecho en comunidades indígenas, las familias han abandonado sus casas para refugiarse en comunidades vecinas, otras más han optado por trabajar como jornaleras y jornaleros agrícolas, sin encontrar un lugar seguro donde vivir. Fabiola es una madre soltera que huyó de la violencia comunitaria y ahora como jornalera sufre la violencia de su esposo que regularmente la abandona después de tener a sus hijos. Forma parte de las generaciones de familias indígenas que han sufrido el desplazamiento interno causado por la violencia agraria y por la indolencia de las autoridades. El rol que asumen como jornaleras agrícolas es la única opción que les queda para sobrevivir dentro de los surcos. Su analfabetismo le impide encontrar un trabajo mejor remunerado. Lo único que aprendió es a trabajar en el tlacolol, actividad que le permite emplearse en el corte del jitomate y de chile jalapeño. En cada jornada gana 120 pesos, que no le alcanzan para comprarle ropa y huaraches a sus hijos. Es víctimas de abusos, de maltratos y de engaños. Mauricio se ha desentendido de la manutención de sus tres hijos, con el pretexto de que buscara cruzar la frontera con Estados Unido. La abandona constantemente, dejando a Fabiola con toda la carga económica, que le imposibilita financiar la educación de sus pequeños hijos. El caso de Fabiola condensa el drama de muchas madres indígenas que son desplazadas por la violencia que enfrentan en sus comunidades y que, sin ningún apoyo institucional, se desplazan a los campos agrícolas para ser presa de la violencia infligida por los patrones y capataces. Es imposible que las madres solteras puedan rehacer su vida en condiciones dignas debido a la explotación laboral, a la discriminación racial, al trato desigual por ser mujeres indígenas y la violencia sistemática por parte de sus esposos y los capataces. La mayoría de las mujeres jornaleras no son beneficiarias de los programas federales. No están inscritas como madres trabajadoras dentro del padrón de beneficiarias. Sus hijas e hijos tampoco tienen becas porque no hay escuelas en los campos agrícolas. Son víctimas de un destino funesto que reproducirán el ciclo de la pobreza, desempeñándose como jornaleros y jornaleras agrícolas, cargando el estigma de su indianidad, y llevando en su corazón una herida abierta, causada por la violencia agraria. Entre las balas y los surcos, las mujeres indígenas jornaleras libran las batallas contra el hambre y se aferran a la vida realizando jornadas extenuantes, para que por lo menos, una tortilla diaria no les falte a sus hijos. Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan Publicado originalmente en Pie de Página Share This Previous ArticleDiálogo ausente Next ArticleLa disputa por las casetas de cobro 11 febrero, 2022