En una reunión que hubo en la ciudad de Puebla, doña Rosario Ibarra de Piedra le preguntó a unos estudiantes de Chilpancingo, que si conocían a la señora Celia Piedra. Por fortuna algunos de los jóvenes le dijeron que yo vivía en San Jerónimo, pero que no tenían teléfono para que me localizaran. Rosario les pidió que me buscaran. Consiguieron el teléfono de la caseta del pueblo y ahí me llamó. Sentí que me hablaba con mucho cariño y mucha confianza. Me invitó a participar en la lucha y me dio su dirección para que la visitara en México.
En ese tiempo yo tenía como 30 años, había pasado más de un año la desaparición de mi esposo Jacob Nájera Hernández. Bien recuerdo que se lo llevaron el 2 de septiembre de 1974, cuando llegaron policías judiciales a la casa de mis papás, en San Jerónimo. Entraron violentamente y se llevaron por la fuerza a Jacob. Mi hija Melina, que tenía 8 años, fue testigo de su desaparición. Supe que Isidro Galeana Abarca iba al frente del operativo. Lo busqué para reclamarle por qué se había llevado a mi esposo Jacob. Pensó que le iba a tener miedo, pero me vio bien decidida. No sé de dónde saqué valor, le dije que yo sabía lo que habían hecho. Al principio negaba su participación, sin embargo, cuando le dije que mi hija lo había visto, no tuvo de otra que aceptar. Se justificó diciendo que solo cumplía las órdenes de sus superiores. Me confirmó que se lo habían llevado, pero la instrucción era que entregara a Jacob al ejército. Fue en la y griega, en la entrada de Atoyac, donde los policías judiciales bajaron a Jacob para subirlo a uno de los camiones del ejército.
El caso de mi esposo ya lo conocía doña Rosario, por eso quería platicar conmigo. Jacob fue egresado de la escuela normal de Ayotzinapa, donde conoció a Lucio Cabañas y a Inocencio Castro Arteaga. Llegó a dar clases a la única primaria de San Jerónimo y también cubría un interinato en la escuela secundaria. Ahí nos conocimos y procreamos a Melina, a Jacob, Daniel y Horacio. Bien recuerdo que mi hijo el más pequeño tenía tres meses. A pesar de estas responsabilidades que tenía como madre de 4 hijos me di a la tarea de buscar a Jacob. Gracias a mis padres logré dedicarme a esta lucha. Ellos cuidaron de mis hijos y, sobre todo, cuando conocí a Rosario entendí que no podía seguir encerrada en mi casa.
La primera vez que me encontré con Rosario iba acompañada con mi hija Melina. Me abrazó y me dijo que éramos de la misma familia. Cuando saludó a mi hija, espontáneamente le dijo tía. Rosario le contestó, no soy tu tía, pero de hoy en adelante sí lo seré, porque con tu mamá somos hermanas del mismo dolor. Desde aquel año del 76 establecimos una relación familiar con Rosario. Estuve con ella en los momentos más difíciles que vivimos como madres y esposas que buscábamos a nuestros seres queridos. Estuve siempre a su lado cuando hacía las marchas y los mítines, y también cuando hablaba con los presidentes de la república. Participé en la huelga de hambre que hicimos en la catedral metropolitana. Bien recuerdo cuando Rosario me dijo que yo me quedara adentro de la iglesia con las mujeres más grandes. Ella se instaló afuera con varias compañeras. Me pidió que estuviera pendiente por si algo malo pasaba. Esa misma tarde llegó una persona que iba en representación del cardenal, para decir que no podíamos quedarnos en el interior de la catedral. Quería sacarnos. Como madres le dijimos que la iglesia era del pueblo y que ninguna autoridad podía impedir que ahí permaneciéramos. Más bien yo le pedí al señor que nos dieran permiso para ir al baño y que nos dijeran dónde podíamos tomar agua. Él con voz autoritaria nos respondió que no teníamos permiso para estar en la catedral. Ahí fue donde nos enojamos y le dijimos, que si no nos apoyaban, en ese mismo lugar haríamos nuestras necesidades. Como nos vio bien decididas mejor se fue, y al final mandaron a una persona para que nos dijera dónde podíamos ir al baño y tomar agua.
Fueron días y noches difíciles, porque a pesar de la solidaridad de mucha gente, Rosario me decía que el presidente estaba muy enojado. Tenía una posición firme, pero al mismo tiempo, presentía que nos fueran a desalojar. El gobierno nos mandaba decir con la gente de gobernación que iban atender nuestras demandas, pero nosotras ya sabíamos que no era cierto. En la última noche que dormimos en la catedral, Rosario me dijo que las autoridades habían tomado la decisión de desalojarnos, y que ella ubicaba la presencia de los halcones alrededor de la catedral. Valoramos que lo mejor era levantar la huelga de hambre. Recuerdo que había varias madres de la sierra de Atoyac, también de Guadalajara, de Sinaloa, de Chihuahua y de Oaxaca. Estábamos unidas, Rosario nos transmitía mucha fuerza, además de que siempre nos trató como sus hermanas. No hacía distinción de nadie. Es lo que más me gustó de ella, porque dejó todo para entregarse de tiempo completo a la lucha por nuestros familiares desaparecidos.
Mi esposo Jacob Nájera Hernández, nació en una pequeña comunidad conocida como Zopilostoc, municipio de Heliodoro Castillo. Sus padres enfrentaron una situación económica muy difícil. Trabajaban en el campo y por lo que me comentaba Jacob, lo que sembraban no les alcanzaba para comer todo el año. Se vino a la escuela normal de Ayotzinapa, gracias a que conoció algunos maestros que le animaron para que siguiera estudiando. Pronto se adaptó al ambiente de lucha que hay en la normal. Ahí conoció a Lucio Cabañas, quien iba tres años adelante. Desde que entró a la normal estableció una gran amistad con Lucio y en todo momento trató de acompañarlo. Pasó a formar parte del Partido de los Pobres y del Partido Comunista Mexicano. Como maestro se incorporó al Movimiento Revolucionario del Magisterio, donde también conoció al maestro Othón Salazar. Jacob siempre estuvo activo a pesar de que se encontraba lejos de la ciudad. En la misma sierra lograba organizar a los padres y madres de familia, y los invitaba a participar en la lucha, en el Partido de los Pobres. Recuerdo que primero trabajó en Yextla, municipio de Coyuca de Benítez, y después lo cambiaron para San Jerónimo, donde nos conocimos y nos casamos.
Jacob nunca se olvidó de su origen, más bien fue el motivo que le dio fuerza para luchar en favor de los pobres. Sus papás tuvieron muchas dificultades para participar en las reuniones en la Ciudad de México, porque no tenían dinero para el pasaje. Con mayor razón me sentí obligada a involucrarme en las acciones que organizaba Rosario, para exigir la presentación de nuestros familiares. Llevo 48 años buscando a Jacob y ninguno de los gobiernos nos han dado respuesta. Desde aquellos años nos organizamos primero, como comité pro defensa de presos, perseguidos, desaparecidos y exiliados políticos de México y después doña Rosario le puso el nombre de Eureka.
La amistad que tuve con Rosario me ayudó a mantenerme firme a pesar de las desgracias que padecimos en la familia. Siempre me sentí honrada porque formaba parte de sus principales amigas. Me quedaba en su departamento que rentaba en la Ciudad de México. Ahí llegábamos todas y aunque no había mucho espacio para descansar, ella nos decía, que de rincón a rincón, todo es colchón. Aprendimos a convivir a pesar de nuestras diferentes formas de ser y de pensar. Rosario nos enseñó a superar nuestras diferencias y a mantenernos unidas y fuertes para nunca doblegarnos.
Tuve la desgracia de perder a mi hija hace cinco años. Ella era como un ángel que me daba consuelo. Rosario supo transmitirme su ánimo para que no dejara de luchar. Tuve la dicha de estar en Monterrey en su cumpleaños. Dos veces fui a verla el 24 de febrero. A pesar de su enfermedad, me hablaba por teléfono y siempre nos transmitíamos los mejores deseos, para no decaer. Solo la muerte pudo vencer a Rosario, sin embargo, ahora está más presente en nuestros corazones, porque sabemos que fue una mujer autentica, que dejó su casa y todas sus comodidades para salir a las calles en busca de su hijo Jesús. Con ella aprendí a entregar todo por nuestros familiares desaparecidos. Tuve que dejar a mis hijos con mis padres para ir a todos los lugares donde el ejército tenía sus calabozos y escondía a nuestros familiares. Con Rosario le perdí el miedo a los torturadores y asesinos del gobierno. Con ella entendí que hay que entregar la vida para que haya un cambio en nuestro país, para que ya no continúen las desapariciones y se logre castigar a los responsables. Espero que la nueva Comisión de la Verdad nos haga justicia y que se honre la memoria de Rosario al esclarecer el paradero de todos los desaparecidos de la guerra sucia.
Foto: El Sur