Opinión Las olas de la violencia En plena bahía de Acapulco, con un atardecer lluvioso, los turistas caminaban indiferentes frente a la lona donde aparecía el rostro de Vicente Suastegui, con la leyenda, “defensor comunitario, desaparecido desde el 5 de agosto de 2021”. El ruido de las olas contrastaba con el clamor de justicia enarbolado por el líder del CECOP, Marco Antonio Suastegui y los cantos de protesta del compañero Balam. En pleno Malecón se han tenido que plantar las familias de personas desaparecidas, para mostrar el rostro de la violencia. En lugar de los anuncios luminosos ahora aparecen lonas y carteles pegados en los postes y en las paredes para denunciar, que Acapulco no es el lugar paradisiaco que difunden los promocionales del gobierno. El océano pacífico está teñido de sangre, por las desapariciones y asesinatos realizadas por el ejército, la marina y las corporaciones policiacas del Estado. Más de 600 desaparecidos durante la guerra sucia han documentado sus familiares. Los vuelos de la muerte que tiraban los cuerpos al mar, salían de pie de la cuesta, después de recibir varias sesiones de tortura. La represión ejercida contra 800 campesinos copreros, el 20 de agosto de 1967, por parte del ejército, junto con policías estatales y pistoleros del gobernador Raymundo Abarca, dejaron un saldo de 35 personas asesinadas y 150 heridas. Corrió la sangre desde la avenida Ejido y la calle 6 donde dispararon cobardemente contra los productores de coco. El gobierno represor se ha apertrechado con la base naval, la base aérea y la base militar para defender los intereses económicos de la clase política corrupta y encubrir los negocios de la economía criminal. Crearon las condiciones político-militares para transformar el puerto de Acapulco en el centro de operaciones del narcotráfico. Los gobiernos caciquiles pactaron con generales del ejército para tomar el control geoestratégico, con el pretexto de la guerrilla, utilizando su infraestructura para la entrada de la droga por mar y aire proveniente de Sudamérica. Los jefes de los principales carteles de la droga, sentaron sus reales en Acapulco. No fue casual la presencia del Chapo Guzmán, Arturo Beltrán Leyva y Edgar Valdez alias la “Barbie”, que contaron con la protección de las autoridades militares y civiles y les brindaron todas las facilidades para realizar sus transacciones económicas que urdieron desde Colombia hasta Estados Unidos. Desde la primera balacera que protagonizaron grupos antagónicos del narcotráfico en la colonia la Garita, el 27 de enero de 2006, la violencia escaló a niveles impredecibles por el involucramiento de miembros de las corporaciones policiacas y la complicidad de autoridades civiles y militares. El recrudecimiento de la violencia está marcado por las decapitaciones, los desmembramientos de cuerpos, las incineraciones, los asesinatos y desapariciones. Es una violencia que se incubó al interior de las fuerzas represivas del Estado. Los crímenes que cometieron son parte de la herencia sanguinaria que dejaron crecer impunemente para expandirse en la vida pública. La colusión que se institucionalizó entre los agentes estatales y la delincuencia organizada, transformó al puerto de Acapulco en uno de los lugares más violentos del mundo. La connivencia que se dio entre las cúpulas del poder político, económico y militar con los jefes del narcotráfico, fue para urdir negocios ilícitos y promover el lavado de dinero, creando emporios turísticos y desplazando violentamente a miles de familias a los terregales de la Sabana, para embellecer la bahía. La violencia caciquil y militar fue auspiciada por varios presidentes de la república, desde Miguel Alemán hasta Salinas de Gortari; resquebrajaron la economía de los acapulqueños, expropiaron las bellezas naturales que poseían los ejidatarios, además de expulsarlos de su hábitat, destruyeron los humedales y devastaron los manglares. La privatización de las playas y la creación de zonas exclusivas para el alto turismo, implicaron en todo momento protestas de los verdaderos dueños y acciones gansteriles por parte de las autoridades municipales y estatales. Desaparecieron a líderes sociales y asesinaron a ejidatarios y colonos, que resistieron al despojo y al desplazamiento forzado. La expropiación de las bellezas naturales y la concentración de la riqueza en la zona exclusiva de punta Diamante, detonó la implosión del Acapulco tradicional, que fue relegado por las autoridades municipales, perdiendo su encanto ante la falta de mantenimiento de los servicios públicos y la ocupación de espacios por parte de la delincuencia organizada. La expulsión violenta de los colonos ubicados en los cerros de la bahía, trasplantó a miles de familias a un territorio arisco: sin servicios públicos, sin ordenamiento urbano, sin programas de desarrollo, sin la presencia de autoridades y sin la aplicación de la ley. Es la mancha urbana más grande del estado, donde impera la pobreza y la violencia. Son los cinturones de la miseria comparables con los municipios más pobres de la Montaña. Las familias arrastran multiplicidad de problemas relacionadas con la regularización de sus terrenos, la precariedad de sus viviendas; la falta de servicios básicos como el agua y la luz; el desempleo masivo, la inseguridad, la falta de escuelas, de clínicas, de centros deportivos, culturales y espacios recreativos. Es un páramo donde no hay instituciones públicas ni autoridades que velen por sus derechos. Es la lucha cotidiana por la sobrevivencia, donde delinquir forma parte de las opciones para no morirse de hambre. En esta zona olvidada se ha instalado la delincuencia organizada, varios lugares han sido utilizados para tirar cuerpos y excavar fosas clandestinas. En medio de esta precariedad, existen casas de seguridad y puntos de venta de droga. Los jóvenes, ante la imposibilidad de estudiar y contar un trabajo seguro, se ven obligados a involucrarse en actividades ilícitas, y son presa fácil para el consumo del alcohol y las drogas. La fragmentación de los grupos criminales los ha orillado a pelear colonias y calles para ejercer la extorsión, pago de cuota y cualquier negocio ilícito. Los taxis de servicio colectivo, los camiones del transporte público son parte de la disputa que libran los grupos de la delincuencia para el pago de cuota, el trasiego de droga y armas. Esta radiografía no es desconocida por las autoridades municipales y estatales, la gravedad de esta situación radica en su inacción y complicidad. Han dejado expandir las actividades ilícitas y no hay acciones orientadas a prevenir y contener la violencia. En la práctica no vemos que exista un plan interinstitucional para garantizar seguridad a la población y desmantelar la red delincuencial que se urdido a lo largo y ancho del puerto. Se mantiene en el abandono a decenas de colonias que no cuentan con los servicios básicos y que tienen que resolver a su manera la alimentación diaria de la familia. Se les ha criminalizado y estigmatizado sin atender las causas de la delincuencia común y sin atacar desde dentro del aparato gubernamental la corrupción y la impunidad. Ante esta avalancha delincuencial, desde el 2016, varias madres y padres de familia decidieron organizarse para crear el Colectivo de familias de Acapulco en busca de sus desaparecidos, conformado por más de 270 familias que han decidido salir de sus hogares para ir en busca de sus seres queridos. Durante este tiempo han tenido que luchar contra la indiferencia de las autoridades. Se han visto obligados a capacitarse para realizar las búsquedas y tener conocimiento legales y forenses ante una realidad que los lacera, como es la desaparición de uno de sus familiares. Han vencido el temor para levantar la voz y denunciar ante la opinión pública esta terrible tragedia que acontece en el puerto de Acapulco. Luchan para dar con el paradero de sus hijos, hijas, esposos, padres o madres y para que ya no siga esta espiral de violencia, ni se incremente el número de personas desaparecidas. En esta batalla sin cuartel varios miembros de la familia han perdido su trabajo, por dedicarse a la búsqueda de sus hijos. La violencia es tan fuerte que varias personas temen de sufrir otra desaparición y por eso se han visto obligados a salir de la ciudad para ponerse a salvo. Con la pandemia la situación los pone en mayor riesgo, porque no pueden confinarse y quedarse encerrados en casa, sabiendo que tienen que buscar a sus seres queridos. Económicamente están en una situación crítica porque la desaparición de un familiar, merma la situación económica, al grado de que no hay garantías para enfrentar los gastos diarios de la familia. Lo inaudito es la indiferencia de las autoridades, su distanciamiento de las víctimas, su corta visión para entender este problema y prejuzgar sin conocer las causas de un fenómeno creciente como la desaparición de las personas. No hay cobijo ni apoyo a estas familias, por el contrario, se les estigmatiza como parte de la delincuencia. Buscan como culpabilizarlos de su desaparición y de deslindarse de la responsabilidad de acompañarlos y apoyarlos. Es el valor que nace desde su interior y que está nutrido de amor, lo que lleva a las familias a salir a las calles para encarar al poder y al crimen organizado, denunciando estas atrocidades. Las olas de punta Diamante no son las mismas olas de la bahía de Acapulco. A pesar del remanso que parece anunciar un mar de aguas tranquilas, para las familias acapulqueñas y la mayoría de habitantes asentados en los arrabales del puerto, estas playas no se disfrutan, sino que se sufren porque saben que este mar aguarda centenas de personas desaparecidas y que sus olas arrastran la inmundicia de un poder decrépito, son las olas del Acapulco violento. En medio del atardecer, en la bahía de Acapulco, Marco Antonio Suastegui condensaba el sufrimiento de las familias que buscan a sus desaparecidos: “estamos llenos de dolor y de rabia. Hemos caminado lugares tenebrosos y muy peligrosos. Hemos recorrido los poblados de La Venta, Arroyo Seco, Ciudad Renacimiento, Las Plazuelas, La Testaruda, Tuncingo, La Sabana, Puente Roto, en el parque de El Veladero, la colonia Zapata y Arroyo de Simón Bolívar. Hemos encontrado montículos de tierra removida, pozos, fosas clandestinas, barrancas donde se percibe el olor a muerte, en los lugares de nadie. Sin rastros de Vicente. Tenemos que sacar a mi hermano de las tinieblas para traerlo a la luz, en estas olas de sangre”. Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan Share This Previous Article“Vicente vive, pero tenemos que sacarlo de las tinieblas” Next ArticleBOLETÍN DE PRENSA | TRÁGICO ACCIDENTE DE JORNALEROS AGRÍCOLAS DE LA MONTAÑA DE GUERRERO. 23 agosto, 2021