No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

Lo único que queremos es vivir

Las mujeres indígenas de la Montaña de Guerrero han tenido que enrolarse como trabajadoras agrícolas en las empresas agroindustriales de Sinaloa para poder sobrevivir. Las posibilidades de contar con un trabajo asalariado en sus comunidades son nulas. Las raquíticas cosechas de maíz, frijol y calabaza no alcanzan para alimentar a 7 integrantes de la familia. La erosión de la tierra y las sequías ha generado hambruna en las comunidades de la región. Además, muchas madres solteras han tenido que padecer los estragos de la pobreza porque ni siquiera tienen un pedazo de tierra para la siembra de su milpa, muchas veces tienen que pedir prestado o se auxilian de sus padres para irla pasando. “Aquí la vida es bien pesada porque no hay dinero para comprar aceite, sal o arroz para comer, y por eso viajamos a los campos agrícolas”.

Como muchas mujeres de la Montaña, Felícitas Martínez Catalán de la comunidad de Francisco I Madero, municipio de Metlatónoc, ha tenido que migrar a los campos agrícolas desde que era una niña.  Sus padres han migrado desde muy jóvenes a los campos de Morelos. La primera vez que Felícitas migró a los campos agrícolas fue a los 14 años con su papá Juan Carlos porque no había para comer. Los 100 pesos que ganaban de peón en las parcelas de los vecinos alcanzaba para una comida para 6 integrantes de la familia y cuando alguien se enfermaba no se podía pagar las medicinas que recetaban los médicos.

El testimonio de Felícitas representa lo que viven muchas mujeres indígenas que trabajan en los campos agrícolas: “la segunda vez que migré fue porque una familia de la comunidad nos invitó a Mazatlán, Sinaloa, al corte de chile y jitomate. Los trabajos empezaban a las 7 de la mañana y terminaban a las 6 de la tarde. Llevo migrando 14 años a los campos agrícolas. A mis 28 años tengo pensado seguir migrando a pesar de que es muy difícil para las mujeres. A veces cada quien tiene que sacar las arpillas, pero como madres solteras batallamos más porque tenemos que cortar el chile o el jitomate y luego trasladarlos a los torton. Mientras que para los hombres es más fácil porque se encargan de cargar las arpillas y sus esposas cortan. Pasamos horas trabajando, pero nos pagan 30 o 35 cada arpilla que contiene tres cubetas y media de 20 litros. No hay ganancia para nadie”.

“Mis hijos he tenido que dejarlos en la guardería para que los cuiden porque no quiero llevarlos a los surcos. Me cobran cien pesos por cada niño, con el de 10 años me cobran 50 pesos, el de 7 años son 70 pesos y el de 5 años 100 pesos. En las guarderías particulares me cobran más, pero es muy lejos y termino gastando 100 pesos para el pasaje. Aunque trato de ahorrar a la semana gasto más de 500 pesos para comer porque el aceite, el frijol y el arroz es muy caro. Antes de que mi esposo me dejara le decía que me ayudara porque me dolía el estómago, pero se negaba. Nunca me quiso ayudar y menos cuando estaba embarazada de mis hijos. Con los dolores en los surcos tenía que cargar tres o cuatro cubetas de tomates. Nada más agarré tristezas en esos inmensos campos. Quería llorar, pero me aguantaba por mis hijos. El parto del más pequeño de mis hijos fue complicado por el esfuerzo que hice, lo bueno es que nació. Los doctores dijeron que como había tardado mucho iba a quedar con secuelas. Ya no quedó bien mi hijo porque a veces queda como perdido o le duele la cabeza”.

“En muchas ocasiones mi esposo me golpeó. Siempre me maltrataba diciéndome que no servía para nada. No le importaba si estaba embarazada. En una ocasión le dije que lo dejaría, pero respondió que iba a cambiar. Tuve esperanza, pero sólo me engañó porque seguía igual. Hace tres años se fue a Nueva York con la promesa de mandar un poco de dinero para sus hijos, pero nunca tuvimos noticia alguna. Ante la falta de recursos económicos tuve la necesidad de viajar a los campos agrícolas porque no tenía para un litro de maíz y menos para comprar útiles escolares a mis hijos que dejaron la escuela. A finales de 2022 me enteré que había regresado con otra mujer en la comunidad de Puerto de la Montaña, a una hora de Francisco I Madero. A mi celular empezaron a llegar sus amenazas de que me quitaría a mis hijos y de atentar contra mi persona. La violencia ha ido escalando porque me ha estado cobrando 150 mil pesos de la dote que dieron sus padres cuando nos casamos. Siempre me dice que no valgo nada y que soy la peor mujer. En los últimos días el tono de las amenazas subió al decirme que a donde quiera que me vea me va golpear porque quiere que le devuelva la dote, de lo contrario, demandará con el comisario municipal. Tengo miedo”.

“Sin esperanzas el 20 de junio sembré en un terreno que me prestó mi papá, aunque sea para los elotes. Quise sembrar luego porque queríamos migrar, pero ha sido difícil porque el calor está secando muy rápido la milpa. A finales de junio tenía que estar en los campos agrícolas, pero también fue la clausura del menor de mis hijos. Es hasta el 20 de julio que estaremos viajando a los campos de Mazatlán al corte de jitomate”.

“Nos sentimos tristes cuando salimos a los campos agrícolas porque nos maltratan y no nos pagan bien, pero tenemos que salir porque en la comunidad no hay manera para ganarnos la vida. En nuestras tierras sembramos para comer unos elotes, retoño de calabaza o frijoles, pero nadie nos regaña como lo hacen los capataces en los surcos de las empresas agroindustriales. Aquí el trabajo es de la familia, pero en los campos todo es para el patrón que lo exporta a Estados Unidos”.

“En los campos si te va bien ahorras unos pesitos, si no regresas a la comunidad para cosechar la mazorca y el frijol. Es muy difícil vivir porque no hay dinero para comprar alguna ropita para mis hijos. Todo el dinero que se gana se ocupa para pagar algunas deudas, cubrir las cooperaciones en la comisaria municipal, comprar los útiles escolares, las mochilas y los uniformes de los niños”.

“Para nosotros es importante agradecer a la tierra porque nos da de comer. Le llevamos una ofrenda a finales de abril en los cerros más altos. En los campos agrícolas mi papá también agradece por las cosechas y para que nos vaya bien en el trabajo, y le pide a la lumbre para que nadie se enferme en el mundo”.

“La esperanza es que algún día las cosas cambien, que valoren a las personas, sobre todo a las mujeres jornaleras, las niñas y niños porque el día de mañana son quienes trabajarán en los campos agrícolas para que a los ricos les llegue el chile, el jitomate, las verduras a sus mesas. Las mujeres jornaleras somos las más invisibles, pero trabajamos de sol a sol. Somos la mano de obra barata.  Somos las que aguantamos el calor, nos desmayamos, pero los rayos de sol, frío, lluvia y viento no detiene nuestros pasos en los surcos de la explotación porque lo único que queremos es vivir”.

 

Publicado originalmente en Pie de Pagina

 

Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

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