En los albores de la lucha por la independencia, el pueblo de Tixtla albergaba más de 4 mil habitantes, en su mayoría descendientes del pueblo nahua y algunas familias afromexicanas, dedicadas a la arriería. Su famosa laguna plagada de historias encantadoras, es el manantial que le da vida al valle rodeado de imponentes montañas. El paisaje tapizado de cempasúchil y flores de terciopelo anuncian la llegada de los difuntos y la retirada de los tigres que, con el fin de la temporada de lluvias, se despiden para retornar a la montaña.
Con el ritmo del tamborcillo y los acordes de una flauta de carrizo, los tigres recorren las calles tronando su chirrión, rememorando a la deidad del trueno que también emprende su retirada con las nubes. La fiesta de los elotes que celebran con San Miguel y San Francisco culmina a finales de octubre, con los altares adornados con arcos de carrizo y flores amarillas, donde se presenta la ofrenda a los antepasados. El imperativo de la costumbre es compartir los nuevos frutos de la tierra dentro de los espacios sagrados. Los elotes, los ejotes, las flores de calabaza, los panes de maíz (xatos), tamales, atole, mole y frutas de la temporada, forman parte del manjar mesoamericano, que “mata” el hambre del pueblo.
En esta tierra sureña, José María Morelos y Pavón ocupó en 1811 este enclave estratégico para la causa independentista. Su presencia fue determinante para que se sumaran Vicente Guerrero, Antonia Nava de Catalán y Margarito Damián Vargas. La incorporación de quien sería el caudillo del sur, le dio nuevos bríos al movimiento independentista. Su vasto conocimiento de la abrupta geografía sureña y su amplia experiencia como arriero de las escarpadas montañas, forjaron su espíritu guerrero, que logró la gran hazaña de resistir en la montaña para salir avante ante el ejército conservador.
En los municipios de Chilapa, Quechultenango y Zitlala se dio una revuelta indígena enarbolada por Pitzotzin con el fin de recuperar las tierras comunales arrebatadas por los terratenientes. Juan N Álvarez asumió su causa e impulsó un manifiesto que defendía los derechos de los indígenas sobre sus tierras y exigían la dotación de mayor superficie, para las familias que habían sido desalojadas por los guardias de los terratenientes. Estas luchas emblemáticas lograron que en 1851 la ciudad de Tixtla fuera declarada capital del estado de Guerrero y que el 6 de junio se proclamara la primera constitución política del estado, a dos años de que fuera expedido el decreto de creación de la entidad, por parte del presidente de la república José Joaquín de Herrera.
El 12 de marzo de 1914, el general Emiliano Zapata tomó la ciudad de Tixtla con más de 2 mil campesinos e indígenas para instalar un cuartel transitorio en el barrio de San Lucas y en el paraje conocido como el Tajón, donde atendió las denuncias de los campesinos. Al poco tiempo tomó la capital del estado, emprendiendo la retirada a los estados de Puebla y Morelos. La ciudad de Tixtla fue el lugar idóneo para hacer público el manifiesto al pueblo de México contra la dictadura de Victoriano Huerta.
En 1922, la hacienda de Ayotzinapa pasó a manos de campesinos pobres, que con el tiempo se constituyeron en núcleo ejidal para asegurar la propiedad colectiva, como parte de las tierras fértiles del valle de Tixtla. En el casco de la hacienda se creó la escuela normal rural de Ayotzinapa en 1932. Originalmente tuvo el nombre de Conrado Abundes y durante 6 años se ubicó dentro de la ciudad de Tixtla. Fue el insigne maestro Raúl Isidro Burgos, director de la normal de Ayotzinapa de 1930 a 1935, quien promovió su reubicación e impulsó su construcción en los terrenos de la ex hacienda de Ayotzinapa.
En sus barrios han librado muchas guerras y se han mantenido firmes en la lucha. En el Fortín viven familias artesanas que se han dedicado a la elaboración de utensilios de barro, como ollas y comales. En San Lucas, el lugar histórico donde instaló su cuartel Emiliano Zapata, hay varias madres y padres de los 43 que son agricultores. Algunos se especializaron como floricultores. Sus testimonios nos muestran el acero de su lucha:
“Yo siempre anduve con mi padre en estas labores del campo; cortábamos leña, acarreábamos majada de vaca y en las tardes con mi familia cocíamos las ollas de barro. Aprendí de mi padre a sembrar maíz, frijol y calabaza. Siempre me gustó el campo y disfrutaba mucho cuando íbamos a cortar elotes y la flor de calabaza. Desde que despareció mi hijo Adán dejé de sembrar, pasé mucho tiempo sin visitar la parcela. Ya no le veía sentido arar la tierra, mucho menos cultivar el maíz, porque ya no había motivo para comer elotes ni ejotes por la ausencia de mi hijo. Apenas me animé a sembrar un poco de flor, para ir sacando los gastos para los demás hijos. Algunos amigos y amigas de México me han apoyado para vender las flores en Santo Domingo, Coyoacán. Aun así, siento un gran abismo, porque no sé qué decirles a mis nietos dónde está su papá. Con mi esposa la enfermedad del Covid nos tiró. Nos ha costado mucho levantarnos. Siento que las flores me reaniman, me despejan tantito la mente. Además, de juntar algo de dinero, encuentro las palabras para hablar con mis nietos y llenar la ausencia de mi hijo”.
Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
Texto publicado en La Jornada del Campo. 20/11/21