En las comunidades indígenas, la maternidad llega a muy temprana edad, no por decisión propia sino por la costumbre añeja de los padres que logran concertar las alianzas de sus hijos con las hijas. Normalmente hay pago de la dote, que en un principio se le conocía como el ritual de petición de la novia. Con el tiempo esta práctica se ha perdido y mercantilizado. La gravedad de estos acuerdos es que no permiten que las mujeres decidan, sobre todo, porque lo hacen antes de que cumplan los 18 años. No hay forma de revertir la decisión paterna. Las mamás y las abuelas se supeditan a lo que determinan los padres. Las hijas no tienen voz ni voto, simplemente tienen que acatar el acuerdo de los mayores.
Esta situación reproduce un sistema de dominación regido por los hombres que impiden que las mujeres mayores salgan en defensa de sus hijas o nietas. Los matrimonios se realizan de los 12 años en adelante. A veces hay dificultades entre los padres de la novia y del novio. Las razones son diversas: el padre no ve con agrado al futuro esposo de su hija, ya sea por su comportamiento, por la forma de ser de su familia o porque no llegan al acuerdo sobre el pago de la dote. En algunas comunidades acuden con los sabios, que son especialistas para pedir la novia. Cuando se logra la concertación, vienen los preparativos de la boda, cuyos gastos corresponden a la familia del novio.
Regularmente la nueva esposa se va a vivir a la casa de los suegros, donde se transforma en la criada de la familia del esposo. Tiene que levantarse temprano para limpiar el bracero y prender el fogón. Lava el nixtamal y lo martaja en el metate o en el molino de mano. Pone el café, limpia el comal y elabora las tortillas. Antes de que salga el sol ya debe de tener listo el itacate (los tacos) que se llevará el esposo al campo. Cuando es temporada de siembra, la esposa se levanta a las 3 de la mañana para llevar tortillas suficientes durante el almuerzo y la comida. En esas semanas también se va la esposa a la parcela. Es muy común que en todos estos menesteres la esposa cargue con el niño o la niña más pequeña sobre su espalda. Solo así puede avanzar en su trabajo y al mismo tiempo cuidar a su bebé. Carga con el almuerzo y con su hijo o hija para ir a la parcela donde siembran. Caminan descalzas una o dos horas en terrenos agrestes. Se las ingenian para servir el almuerzo y atender a su pequeño. Por parte del esposo no hay un detalle o una expresión de agradecimiento por el almuerzo que preparó su esposa, más bien, puede haber algún reclamo o regaño si algo no le gustó.
Después de recoger los trastes, la esposa se dispone a trabajar como cualquier peón. Muchas veces lo hace con su bebé sobre la espalda, si no hay un hijo o hija mayor que lo pueda cuidar. Busca una sombra y tiende su reboso para recostar a su bebé. La fajina en el campo es extenuante, porque se trabaja cuesta arriba y con el sol a plomo. Es una actividad no remunerada pero indispensable, porque de aquí depende su alimentación durante algunos meses. En la temporada de lluvias varias familias prefieren comer en el cerro, porque el hambre arrecia. La esposa tiene que estar prevenida para prender el fogón, calentar lo que quedó del almuerzo y las tortillas. Complementan su dieta con las hierbas comestibles que recolectan en el camino. Otras familias prefieren regresar a su casa para comer y cenar a las 5 de la tarde. Nuevamente la maniobra de la comida recae en la esposa. No hay respiro para un descanso, porque hay que dejar listo el nixtamal para el siguiente día. Tiene que acarrear agua, rajar la leña y lavar la ropa de la familia.
A pesar de que terminan rendidas por la jornada larga, están pendientes de sus pequeños hijos hasta que se duermen. Cuando se enferman, la situación se complica porque tienen que improvisar algún remedio casero en condiciones sumamente precarias. Son las abuelas las que auxilian a las mamás, para sobrellevar estas penas de los males físicos.
Parecería que esta cotidianidad tan pesada por la carga de trabajo, sería lo que más afecta a las esposas o madres que cargan con el yugo del esposo y su familia. La realidad es más trágica por la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres. El sometimiento comunitario que persiste por parte de los hombres quienes ejercen la autoridad en la casa y la comisaría se manifiesta con golpes, lesiones y asesinatos. Cuando hay problemas como pareja y llevan su caso ante la autoridad, lo normal es que se le de la razón al esposo. No hay alguna mujer que la defienda, porque son espacios propios que se han adjudicado los hombres. Si hay un señalamiento del esposo y su familia de que la esposa no está cumpliendo con los deberes de la casa, se le reprende y se le encarcela. Citan a sus papás y les llaman la atención porque no enseñaron a su hija a trabajar como es costumbre que lo hagan las mujeres. El mismo papá en lugar de salir en defensa de su hija, se alinea al reclamo y públicamente le llama la atención, porque según su visión, lo hace quedar mal. Con estas actuaciones la violencia se comunitariza contra las mujeres, que no tienen algún recurso interno para ser escuchadas y defender sus derechos.
Si esta situación es calamitosa para las esposas y madres indígenas, es mucho más grave lo que enfrentan cuando logra vencer las ataduras comunitarias, y acuden ante las autoridades municipales o ante el ministerio público. Es una experiencia muy cruda, traumática, porque ahí no existen como personas con derechos. Constatan el racismo y el trato discriminatorio que cualquier funcionario lo expresa con su indiferencia, despotismo, regaño y burlas. Esas ofensas son una agresión a su dignidad como personas, porque las tratan como seres inferiores, ignorantes e ingenuas. Se topan con un sistema machista que las aplasta y las excluye de cualquier atención.
A pesar de tanta infamia, se han armado de valor y se han atrevido a denunciar a sus esposos. Por desgracia las autoridades encargadas de investigar los delitos están muy lejos de desempeñar sus funciones como lo mandata la ley. Han aprendido a maltratar a la gente, a sobrellevar los asuntos y atender a quienes ofrecen dinero. La misma unidad de investigación de la fiscalía especializada en delitos sexuales y violencia familiar, protege a los agresores y se encarga más bien de obstaculizar las investigaciones, o de persuadir a las víctimas para que negocien con sus
victimarios. No hay forma de romper con este sistema de justicia patriarcal que se ha empeñado en difamar a las mujeres, de hacer escarnio público de la violencia que padecen, de difundir como principal nota, en los medios locales, fotografías de la agresión física o el asesinato de alguna mujer. Son las noticias que requieren los candidatos para publicitarse en las paginas centrales como los benefactores de los pobres.
La violencia contra las mujeres en la Montaña se ha exacerbado, a pesar de estos hechos tan execrables las instituciones encargadas de velar por sus derechos continúan reproduciendo los mismos vicios y revictimizando a las mujeres que han vencido este cerco comunitario. No vemos resultados tangibles en las investigaciones de feminicidios que en el 2020 registramos 20 casos en la región de la Montaña. Haciendo un recuento de madres asesinadas tenemos un registro de 3 mujeres en el 2014, una en el 2015, una en el 2016, dos madres en el 2017, dos más en el 2018, 5 mujeres en el 2019 y 7 madres de familia en el 2020. En los primeros días de mayo se han consumado dos asesinatos de madres de familia, uno en la ciudad de Tlapa y otro en el municipio de Acatepec. Las dos madres pertenecían al pueblo Me phaa. La mayor desdicha es que aparte de que no hay quien levante la voz y exija que se investiguen estos hechos, para dar con los responsables, dejan en total desamparo a hijos e hijas pequeñas. Estos hechos son la peor evaluación para gobiernos que han dejado crecer la delincuencia, que no velan por los derechos de las mujeres, que se coluden con los perpetradores y se han desentendido de su responsabilidad de privilegiar la atención a las familias desamparadas, sobre todo cuando se trata de la niñez y de las madres indígenas.
En la Montaña vemos cómo los candidatos y candidatas siguen tratando a las madres de familia como seres que se conforman con una despensa o con la promesa de algún apoyo. Hay una gran distancia entre la clase política voraz de la Montaña que se ha aglutinado en torno a los partidos políticos para pelear por los huesos, y la población indígena, principalmente las mujeres indígenas que en cada jornada de trabajo entregan todo su esfuerzo para que sus hijas e hijos se liberen algún día de este yugo patriarcal, y de este sistema de partidos que solo las utilizan como clientela cautiva. Las madres de la Montaña son un ejemplo de tenacidad y dignidad, forjadoras de una cultura resiliente que esta rompiendo las cadenas de un sistema patriarcal y que están uniéndose al grito de las mujeres de la ciudad ¡Nos queremos vivas!
Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan