Opinión Memoria indómita Abel Barrera Hernández Evaristo Castañón Flores tenía 34 años cuando los militares se lo llevaron junto con 86 jefes de familia y Adelina Morales, madre embarazada. En la madrugada del 8 de septiembre varias personas despertaron por los ladridos de los perros. Escucharon automotores. Antes de que amaneciera los guachos sitiaron la comunidad e irrumpieron en las precarias viviendas de El Quemado. Levantaron a todas las familias. A punta de fusil, agredían a los hombres y tiraban todo en busca de armas. Les ordenaron concentrarse en la comisaría. Dispusieron que los hombres y niños estuvieran al frente. Las madres forcejearon con los soldados y permanecieron a su lado. Exigieron a los padres de familia su nombre completo. Gritaron que guardaran silencio. El capitán les exigió: “¿Quiénes están con Lucio? Sabemos que varios andan con él”. El barullo de los pobladores generó más enojo. Interpretaron que había complicidad. El militar al mando los increpó: “¿Con que no saben nada?, ¿tampoco saben quiénes participaron en las emboscadas? ¡Llévenselos! –ordenó a la tropa–. ¡Vamos a ver si no hablan!” Los soldados golpearon a los hombres. Los maniataron, les vendaron los ojos y los llevaron a un viejo caserón. Evaristo recuerda que Ignacio Sánchez, el principal del pueblo, fue de los más golpeados. Se lo llevaron a rastras. Las madres trataban de rescatar a sus hijos, sin que los golpes las doblegaran. Optaron por encerrarse en casa con sus niñas. La resistencia de los pobladores obligó al capitán a pedir refuerzos, que llegaron en helicópteros para evitar otra emboscada guerrillera en las estribaciones de la sierra. Les ordenaron que trasladaran a los detenidos por aire. Los rostros de varios campesinos eran irreconocibles. Los mayores, como don Ignacio, no podían levantarse. Las lesiones ensangrentadas en costillas y piernas les impedían caminar. El suplicio era parte de la venganza de los militares, que no dejaban de patearlos. “Los vamos aventar al mar”, amenazaron los guachos en el aire. Los señalaban de haber participado en la segunda emboscada que la guerrilla tendió al Ejército en la Sierra de Atoyac. “Todo el gobierno subió al pueblo porque decía que aquí había estado el maestro Lucio y que nosotros éramos de su grupo. La verdad aquí no vino. Estuvo en el Refugio y en otras rancherías de aquí cerca.” Evaristo, a sus 84 años, rememora que 15 días antes, en el camino hacia Paraíso, la gente de Lucio emboscó al Ejército. “Fue en Arroyo Oscuro, por el río Santiago. Dicen que hubo como 18 muertos, 20 soldados capturados y varios heridos. No sabemos por qué creyeron que habíamos sido nosotros. Un maestro nos explicó que los militares reportaron a sus jefes que aquí en El Quemado habían encontrado cosas personales de los soldados que mataron. Nos torturaron, desaparecieron a tres compañeros y don Ignacio murió en la cárcel de Atoyac.” Los tuvieron amontonados en un calabozo de 6×6 metros. Los detenidos permanecieron de pie, no había espacio para que se sentaran. “Nos torturaron como 10 días. Me amarraban en una tabla, me echaban agua y me daban toques eléctricos. Siempre me desmayaba. Así estuve sin comer ni beber agua. No recuerdo que me llevaron al juzgado. Iba con la cara ensangrentada, con la clavícula quebrada y los pies hinchados. El juez tuvo miedo a los militares, porque no dijo nada de la tortura. En lugar de liberarnos, nos sentenció a 30 años.” En la cancha de cemento, donde 86 hombres, algunos menores de edad y una madre embarazada fueron detenidos por el Ejército, el pasado 13 de julio, sus hijos e hijas hicieron el recuento de las atrocidades del Ejército: cinco familiares desaparecidos, tres muertos en la cárcel; 20 asesinados y más de 40 detenidos. De los 24 encarcelados, 12 son sobrevivientes de tortura. Don Evaristo sigue lúcido, de buen humor y con la frente en alto. Como los guerrerenses que no saben rajarse. La pregunta retumba en su mente: “¿quiénes anduvieron con Lucio? Nadie dijo nada. Por eso nos querían matar a golpes. Mi garganta se tapó por tanto golpe. Tardé para que pudiera pasar agua. En los cuatro años que estuve preso nunca me brindaron atención médica. Me compuse por voluntad de Dios y por el amor de mi familia.” Aparte de llevarse a hombres y niños como botín de guerra, como potenciales guerrilleros, los militares tendieron cercos a las comunidades pobres y les impidieron el libre tránsito. Las madres y las niñas no podían salir a trabajar en sus huertos y milpas. Más bien les exigían comida para alimentar a la tropa. Tenían prohibido llevar alimentos fuera de su vivienda. Decían que era para Lucio y su gente. En los precarios changarros sólo les permitían comprar un kilo de Minsa, uno de frijol y otro de azúcar. Matar de hambre fue parte de la estrategia bélica contra la población insumisa. El 8 de septiembre se cumplirán 50 años de la irrupción militar en El Quemado, parte de la Operación Telaraña que causó estragos en comunidades pobres de la Sierra y Costa Grande, como Cacalutla y El Refugio. La gente mantiene viva la memoria de sus familiares desaparecidos. Septiembre, para el pueblo pobre de Guerrero es funesto, está abierta la herida de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa. Los crímenes de la guerra sucia en Guerrero forman parte de la cadena de impunidad que se mantiene incólume hoy, con las acciones criminales de policías, Ejército y Marina. Todos, coludidos con el crimen organizado. El aparato de justicia del Estado mantiene intocados los intereses de los perpetradores. La impunidad tiene más poder que el clamor de justicia de las víctimas. La memoria indómita de un pueblo combativo resiste con el puño en alto. Las palabras sabias de Evaristo son iluminadoras: “La Cuarta Transformación no se va a dar si no llega la justicia a El Quemado. Sólo espero ver que el Presidente cumpla.” Foto: El Sur/Rosendo Betancourt Texto publicado originalmente en La Jornada Share This Previous ArticleLas niñas indígenas: un tesoro maltratado Next ArticleLa 4T no tiene respuestas sobre el paradero de los 43: madres y padres 25 julio, 2022