De acuerdo con información de la Red por los derechos de la infancia en México (REDIM) la mitad de la población infantil y adolescente no indígena en México es pobre, sin embargo, entre las niñas, niños y adolescentes indígenas del país, 9 de cada 10 son pobres. Mientras que cada una de 6 niñas, niños y adolescentes de 3 a 17 años no asisten a la escuela, entre la población indígena la proporción de quienes no tienen acceso a la escuela se eleva a casi uno de cada 4 infantes.
Por otra parte, una de cada 13 mujeres indígenas de 12 a 17 años están casadas o unidas y más de una de cada 26 son madres, esta situación se remarca más en los municipios más pobres del país. En el caso de la Montaña de Guerrero hay varios municipios, como Cochoapa El Grande, Metlatónoc, Alcozauca, Xalpatláhuac, Atlamajalcingo del Monte y Tlapa, donde la práctica de los matrimonios forzados de niñas de 12 años es generalizada en las comunidades del pueblo Na savi. A su corta edad se embarazan y a los 13 años muchas de ellas ya son madres. Ante la falta de atención médica los casos de muertes maternas de niñas son altos por las condiciones adversas en que viven y por la ausencia de personal médico especializado en la región. Como madres, las niñas, además de cuidar a sus bebés tienen que trabajar arduamente en los campos agrícolas para que el suegro cobre su sueldo, por el dinero que pagó a su papá por ella. Las condiciones de las niñas-madres son extremadamente precarias y deshumanizantes. Trabajan en los campos agrícolas y también en las galeras donde viven hacinadas; son víctimas de violencia por parte del marido, padecen el maltrato de los suegros y arrastran los estragos de la desnutrición desde su infancia. Resisten en situaciones sumamente adversas y en espacios insalubres. Sus pequeños niños y niñas crecen sobre sus espaldas y entre los surcos.
De acuerdo con el censo del 2020 del INEGI el 90.2% de la población indígena de 3 a 17 años vivía en situación de pobreza, que equivalía a 1.2 millones de niñas, niños y adolescentes indígenas. En lugar de ir a la escuela se desplazan con sus papás y mamás a los campos agrícolas donde no existen albergues ni espacios de recreación. Forman parte de los contingentes de trabajadores agrícolas que desde las 5 horas viajan en camionetas de redilas para iniciar sus labores a las 7 de la mañana. Las niñas y niños lactantes están bajo el cuidado de sus mamás que los llevan sobre sus espaldas, las hermanitas mayores de 5 años se encargan de cuidar a los más pequeños que juegan entre los surcos.
La presencia de niños y niñas en los campos agrícolas es común, porque no tienen lugares seguros para dejarlos en las galeras o en las casas derruidas que rentan. Implica muchos riesgos su permanencia en los surcos por las maniobras de los camiones y tractores que no toman las precauciones debidas para evitar algún accidente. En el 2022 el consejo de jornaleros agrícolas de la Montaña registró 12 accidentes dentro de los campos y 4 niños perdieron la vida. Dos de ellos no pudieron ser trasladados a sus comunidades de origen por falta de apoyo de los empresarios y la negativa de las mismas instituciones gubernamentales. Los pequeños fueron sepultados en los panteones municipales, dejados a su suerte, porque sus padres no tendrán la posibilidad de visitarlos, debido a que su trabajo es itinerante y no es tan fácil que regresan a los mismos campos.
En el mes de junio de este año la niña de 8 meses Olea Gálvez, originaria de Santa María Tonaya, municipio de Tlapa, viajó con su papá y sus hermanitos mayores a un campo agrícola del municipio de Delicias Chihuahua, al corte de chile. Después de dos semanas la situación familiar empeoró porque no había suficiente trabajo. La complicación se agravó porque la menor empezó a tener problemas respiratorios. Le dieron algunos medicamentos para sobrellevar los síntomas. La hermanita mayor se encargó de cuidarla, porque 6 meses antes su mamá había fallecido en un campo de Sinaloa. La cuidaban bajo alguna sombra que había en los chilares y ahí la acostaban sobre algunos cartones. Su situación empeoró y su papá Miguel no tuvo otra alternativa que llevarla a un médico particular, porque en los campos no garantizan este servicio. Al ausentarse del trabajo los mayordomos descuentan el día a los jornaleros y les advierten que si vuelve a faltar los pueden despedir.
Con los medicamentos que le dieron, la salud de la pequeña parecía mejorar, sin embargo, el día sábado cuando su papá cobró por los días trabajados, la niña empeoró. No hubo otra alternativa que trasladarla al hospital de Delicias. Ya iba grave, de inmediato entró a urgencias y la internaron. Su papá tuvo que dejar el trabajar porque tenía que estar al pendiente de su hija y atender los requerimientos de lo médicos para la compra de medicina. Fue en vano su sacrificio porque a los 4 días murió de neumonía.
Por su corta edad y ante la muerte inesperada de la mamá, la niña Olea no fue registrada en su comunidad. Las autoridades de salud turnaron el cuerpo de la niña al servicio médico forense donde la realizaron la necropsia. Fue una experiencia traumática que no pudieron evitar. En este estado de indefensión, lo único que pudieron hacer fue reclamar la devolución del cuerpo de su niña. Aún así no se lo entregaron. Tenía que acudir a la oficialía del registro civil de Delicias para registrar a su hija y cumplir con los trámites correspondientes.
Su papá habló con sus hermanos y parientes para ver la posibilidad de trasladar a la pequeña Olea hasta santa María Tonaya. Sus planes se truncaron cuando una de las funerarias les pidió 45 mil pesos por el servicio del traslado de su cuerpo. Abandonado a su suerte, Miguel no tuvo otra alternativa que buscar la forma de que su hija fuera sepultada en Delicias. También fue un calvario para hacerlo, porque también la sepultura cuesta sobre todo cuando se está lejos de su comunidad. No hay lugar para las lágrimas ante tanto avasallamiento de la gente insensible, que actúa con despotismo y tratos racistas.
Miguel no solo retornó a su comunidad sin su pequeña hija, sino sin algún peso en el bolsillo para sostener a sus 6 hijos. En menos de un año perdió a su esposa y a su niña. En su comunidad, donde está su parcela deslavada será imposible sobrevivir porque ya no sale el maíz ni el frijol. Nuevamente pedirá dinero prestado para regresar con sus niños y niñas a los campos agrícolas, pidiéndole a Dios que le de fuerzas y salud para que pueda ganar 250 pesos diarios de sol a sol y con ese precario ingreso sostener a sus hijos.
En los campos agrícolas es donde las familias indígenas dejan su vida, no solo porque se mueren sus hijas y sus esposas, sino porque son sobre explotados, expoliados, exprimidos. Dejan los retazos de sus músculos, de su fuerza de trabajo, de su capacidad transformadora y de la riqueza que generan y que es despojada por los patrones. Las muertes de los peones acasillados y de sus pequeños hijos e hijas que sobreviven en la semi esclavitud, son las que le dan vida al capital depredador que chupa la sangre de los trabajadores para amasar riquezas mal habidas y zanjar más desigualdades sociales y la reproducción de un sistema deshumanizado.