No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

Tlachinollan: desde las entrañas de una región olvidada

En el principio estuvieron los rostros del dolor

Aún siguen grabados en nuestra mente los rostros enjutos de Antonio y Liborio, dos indígenas Na Savi, que, a punta de golpes y cachazos de pistola, fueron bajados de la Montaña por policías judiciales, allá por el año 1994. El recuerdo es estremecedor e indignante: como si hubieran llegado a un establo, los judiciales amarraron la reata con la que los arreaban en uno de los pilares de la cárcel municipal de Tlapa. Nadie se atrevía a abogar por ellos, mucho menos a detener tanto escarnio. A Liborio y Antonio los unía el presentimiento de una muerte violenta e inminente. La prueba más cruenta era la cuerda de ixtle que rasgaba sus cuerpos y que los tenía maniatados de pies, manos y cuello. Traían los rastros funestos de la tortura: temblaban de miedo y de dolor; sus ojos mostraban la brutalidad de la golpiza y sus pies sangrantes eran las huellas de la arrastrada que sufrieron cuando los judiciales los sacaron de sus humildes viviendas de adobe. Sus cuerpos diminutos mostraban las manchas de sangre seca que se confundía con el lodo de sus cotones de manta rasgados y raídos. Ante las miradas atónitas de los curiosos, el suplicio al aire libre se tornaba más cruento. Bajar a Tlapa amarrado, era quedar a merced de la fiereza de los leoninos de la justicia mestiza, que se enriquecen con el hambre de los pobres.

 Antonio y Liborio fueron llevado a la cárcel, en pleno corazón de la Montaña, donde también yacían más de 40 indígenas monolingües. Hacinados, hambrientos y con procesos penales plagados de irregularidades. Sobrevivían con la venta del sombrero de palma y el forrado de botellas. En el muro de la ignominia siempre permaneció escrita su denuncia: “en este lugar maldito, donde reina la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza”.

De estas injusticias nació la indignación, creció el arrojo y se anidó en nuestro corazón el sentido de hermandad que existe entre los pueblos indígenas para luchar contra el oprobio y pelear por la justicia al ras del suelo. No sabíamos cómo empezar, no atinábamos a dar con lo que podíamos hacer. Idealizábamos el mundo de la Montaña y le dábamos vuelo a nuestras visiones etnocéntricas. La efervescencia del movimiento indígena del 92 nos ayudó a sentar cabeza. El ejemplo de los pueblos de la Costa Montaña que se armaron de valor para desenmascarar la guerra de exterminio que se desencadenó en las décadas de los 70 y 80 con la Guerra Sucia, le fue dando forma a nuestras inquietudes y desvaríos. Fue a través de los proyectos aprobados anualmente por la Dirección de Procuración de Justicia de lo que entonces era el Instituto Nacional Indigenista (INI) sobre presos indígenas y los talleres de capacitación en derechos humanos, como empezamos a abrir nuestro camino. Picando piedra en los terrenos ariscos de la Montaña, aprendiendo a caminar por sus escarpados filos; labrando nuestra forma de ser con el modo de vivir sencillo y humilde de las familias del campo; aprendiendo los grandes valores comunitarios junto al fogón de las casas de adobe y pisos de tierra; compartiendo la tortilla y el café; entendiendo que sólo la fuerza de la comunidad puede enfrentar y vencer a los pode- rosos que se obstinan en desaparecer y destruir a los pueblos que preservan el patrimonio sagrado de las futuras generaciones. En estas hondonadas del olvido se fraguó el sueño de luchar por los derechos humanos para que algún día florezca la justicia en la Montaña.

  • Aprender a nacer en el seno de una iglesia renovada

El 4 de enero de 1992, el Papa Juan Pablo II emitió la bula Efflescentem mexici con la que erigió la diócesis de Tlapa. El 25 de marzo se realizó la ceremonia de consagración del primer obispo de Tlapa, monseñor Alejo Zavala Castro. Esta nueva circunscripción eclesiástica favoreció el trabajo pastoral que focalizó su atención en la población indígena extremadamente pobre, en la estela del Concilio Vaticano II y en línea con los bríos de la Iglesia que optó preferencialmente por los pobres en nuestra América. El impulso a los proyectos pastorales tendientes a recuperar la cosmovisión y las prácticas rituales de los pueblos Na Savi, Me Phaa y Nauas, ayudó a reivindicarlos como sujetos de su propia historia.

Las asambleas diocesanas fueron verdaderos puntos de encuentro entre el Obispo, religiosos, religiosas, sacerdotes y laicos, para analizar la realidad de la Montaña y diseñar las líneas de trabajo pastoral. El resultado fue la aprobación de un plan pastoral diocesano, documento rector que guía el trabajo de todas las parroquias. Para “luchar contra los mecanismos de muerte y lograr una sociedad justa en la Montaña”, como reza parte del objetivo del plan, la asamblea propuso cuatro líneas de trabajo: Evangelización Integral, Inculturación, Organización Comunitaria y Derechos Humanos. En la asamblea de febrero de 1994, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan recibió el encargo de promover y defender los derechos humanos de la población indígena de la Montaña.

Con este mandato eclesial y con el impulso de académicos como Sergio Sarmiento Silva, del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, Joaquín Flores Félix de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco y el apoyo incondicional de Ofelia Medina Torres, presidenta del Fideicomiso para la Salud de los Niños Indígenas, confluimos en la idea de crear la Asociación Civil Tlachinollan, Grupo de Apoyo a los Pueblos Indios de la Montaña, en febrero de 1993. Con el tiempo esta figura legal le daría sustento a la fundación del Centro de Derechos Humanos de la Montaña, en mayo de 1994, conformado por académicos, maestros y maestras indígenas, agentes de pastoral y autoridades comunitarias.

Fue en el segundo piso del hotel Dulce María, en la cabecera de Tlapa de Comonfort, donde adaptamos un cuarto para nuestra oficina. Un escritorio con una máquina de escribir, hojas blancas y sillas de plástico enmarcaron el inicio de un trabajo discreto, hecho con la mística y el compromiso que demandan los pueblos de la Montaña. Un antropólogo interesado en investigar los rituales prehispánicos de petición de lluvias, un sociólogo metido en el movimiento nacional de resistencia indígena y tres estudiantes de derecho de la jesuita Universidad Iberoamericana Plantel León, que llegaron en las vacaciones de verano para realizar su servicio social, conformamos un equipo de aprendices que abrió las puertas de lo que fue el cuarto 36 del hotel, para aventurarnos a un trabajo que desconocíamos, pero que al mismo tiempo nos cautivaba, porque intuíamos que poco a poco se nutriría de la sabiduría y la fuerza espiritual de los Xi’ña, los hombres y mujeres sabios de la palabra ardiente y fecunda en la Montaña.

  • Aprender a defender los derechos humanos en la montaña haciendo frente a las amenazas y los peligros

Frente a la venalidad de las autoridades guerrerenses y en medio del auge del cacicazgo figueroísta, la creación del Centro de Derechos Humanos de la Montaña, como un espacio propio de la sociedad civil, causó molestia entre los grupos de poder más retrógrados y violentos, que como entonces aún perviven dentro de las estructuras gubernamentales.

Un grupo de personas decidimos organizarnos en un proyecto civil para denunciar los abusos y sumar nuestros esfuerzos a quienes en ese entonces luchaban por generar en Guerrero un cambio social que en lógica democrática redundara en el beneficio de las mayorías excluidas. Queríamos dar respuesta a realidades que nos indignaban: realidades como la pobreza generalizada de la Montaña, donde los niños mueren por enfermedades fácilmente tratables en la ciudad; realidades como los abusos del sistema de justicia, cuyas deficiencias afectan especialmente a las personas más pobres y, entre éstas, a quienes no hablan español; realidades como los reiterados y cruentos abusos militares en las comunidades indígenas.

En medio de nuestra fragilidad institucional y con nuestras limitaciones personales, empezamos a documentar el sufrimiento: los casos de tortura, las detenciones arbitrarias, las masacres, las desapariciones y ejecuciones extrajudiciales; los numerosos casos de falta de acceso a la educación, a la salud, a la vivienda o a la alimentación. Pero también comenzamos a aprender que la impotente quietud de los resignados no tiene cabida en el corazón de las y los defensores de derechos humanos, al ver cómo personas y comunidades que habían vivido profundas experiencias de dolor, mantenían viva su exigencia de justicia en las más adversas condiciones. Fue así, de un modo más intuitivo que pensado, más desde las entrañas que desde la razón, con el corazón y no con la ley en la mano, que encaminamos nuestro esfuerzo bajo una denominación conformada por dos palabras que, para nosotros, evocaban la justicia: “derechos humanos”.

En nuestro trabajo invocábamos esas palabras con devoción. Pero corría el año de 1994 y hablarle de “derechos humanos” al alcalde y al gobernador; al ministerio público y al juez; a la policía preventiva y ministerial, generaba una respuesta que oscilaba entre la risa y el desdén.

Desde el primer día que atendimos a la población pobre de la Montaña, los agentes de seguridad se dedicaron a denostar nuestro trabajo. Dieron su propia versión sobre la verdadera intención de crear el Centro; así, sin entender el espacio propio de la sociedad civil o acaso comprendiendo su potencial transformador, nos tacharon de ser comparsas de los grupos armados. Con suma irresponsabilidad, los agentes de la “Seguridad Nacional” que pululaban a la sombra en Tlapa emitían informes diciendo que Tlachinollan buscaba reproducir lo que había ocurrido en Chiapas durante   el emblemático 1 de enero de 1994. Al tiempo que nos descalificaban, denigraban la trascendental labor del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, presidido en esos años por el ilustre Tatic Samuel Ruiz, cuya figura señera fue clave para el proceso de pacificación en el conflicto chiapaneco, así como para inspirar el trabajo que pretendíamos realizar en la Montaña. Los detractores decían que, en Tlapa, a través de la nueva diócesis, nos empeñábamos en impulsar una lucha parecida a la que emergió entre las comunidades indígenas de Chiapas.

En 1995 circuló un documento donde expresamente se hablaba sobre el quehacer de la Iglesia Católica entre los pueblos de la Montaña, señalando a sacerdotes y laicos que pregonaban la teología de la liberación y que, según el venenoso documento, alentaban la lucha armada. Fue un texto enviado como denuncia a Carlos Rojas, quien entonces se desempeñaba como Secretario de Desarrollo Social. A partir de falsas denuncias como esa, en aquellos años las dependencias federales se avocaron a pedir informes sobre el actuar de la Iglesia católica, y a ubicar el trabajo y la región donde focalizaban su trabajo las organizaciones sociales y civiles de la Montaña, como parte de la estrategia de guerra de baja intensidad, orientada a contener una escalada nacional del conflicto chiapaneco. Por ello, Tlachinollan nació con una identidad particular impuesta por los órganos de inteligencia del Estado; hasta el presente, así nos perciben y nos tratan los gobernantes en turno; siempre con el estigma de instigadores con agenda oculta y nunca como defensores y defensoras de derechos humanos.

Pese a ello, el bautizo de los pueblos fue el que a la larga perduró. En mayo de 1994, en medio de un ambiente festivo al estilo de los pueblos de la Montaña; con danzas tradicionales, bandas de música, antojitos de la región y carrizos con mezcal, presentamos en el zócalo de Tlapa a los miembros del consejo consultivo del Centro Tlachinollan: el obispo Alejo Zavala Castro, la activista Ofelia Medina Torres, el maestro Mario Martínez Rescalvo, la doctora yólotl González Torres, el maestro Carlos Toledo Manzur, el doctor Sergio Sarmiento Silva, el presbítero Antolín Casarrubias Rivera, el doctor Joaquín Flores Félix, el antropólogo Abad Carrasco Zúñiga y los profesores Rito Betancourt Castrejón y Roberto Cabrera Solís.

Con este respaldo moral iniciamos un trabajo excelso pero muy agotador: atender de manera directa la diver- sidad de asuntos planteados por la población Na Savi, Me Phaa, Nauas, ñaancué ñomndaa y mestizos de la Montaña y Costa Chica de Guerrero, buscando en todo momento regirnos por los principios del respeto a la diversidad lingüística y cultural; de tomar en cuenta sus sistemas normativos; de verificar en campo los casos de violaciones a los derechos humanos; de privilegiar la conciliación entre las partes; de considerar la opinión de la población agraviada sobre la forma de resolver sus casos; de brindar apoyo a sus necesidades más apremiantes; de reivindicar los derechos de los pueblos y de las mujeres indígenas; y de cobijar en todo momento a las víctimas y a la población más vulnerable de la Montaña. 

  • Aprender a caminar con los pueblos

Fueron las autoridades comunitarias de Tenango Tepexi, municipio de Tlapa, las primeras que llegaron a nuestra oficina. No imaginábamos lo difícil que sería establecer una comunicación fluida con los primeros interlocutores cuya lengua materna es el Naua. Al saludarnos con el respeto y la solemnidad con la que acostumbran, notamos el esfuerzo que hacían para explicarnos en español el conflicto agrario que arrastran desde hace décadas con la comunidad vecina de Chiepetlán. No sólo era el problema del idioma sino nuestro desconocimiento de la conflictividad agraria, que es convulsa y de larga data. Fue toda una clase magistral sobre la cuestión agraria en la Montaña impartida por los defensores de la tierra, quienes con un sentido muy práctico nos explicaban desde su lógica comunitaria el modo de organizarse para preservar sus territorios ancestrales. Aún recordamos sus rostros y seguimos trabajando con ellos en las intensas luchas de Tenango Tepexi.

Desde esa primera experiencia, consta- tamos cómo los conocimientos jurídicos y antropológicos fueron insuficientes para identificar las dimensiones del problema y sobre todo para emitir una opinión ante un tema tan denso. Confiados en que no los defraudaríamos, los principales de Tenango Tepexi nos mostraron su carpeta básica que forma parte del patrimonio sagrado. Extendieron su plano definitivo y nos señalaron el área en conflicto. Como si se tratara de la palma de sus manos nos describieron con mucho detalle las mojoneras y los empalmes que hay entre los dos planos. Esta forma de leer e interpretar los mapas por parte de la misma comunidad que se siente agraviada, fue una gran oportunidad para acceder a los saberes que mantienen bajo reserva y que son parte de sus armas jurídicas, que no necesariamente se circunscriben a los parámetros del derecho positivo. Con sus lienzos, códices y mapas, así como el derecho primordial al que apelan como pueblos originarios portadores de un derecho propio, las comunidades de la Montaña, abanderan sus luchas frente al nuevo andamiaje institucional que busca minar los derechos territoriales de los pueblos originarios.

Después de ubicar toda esta gama de saberes y de adentrarnos al significado profundo de su territorio, entendimos que la  gente  de Tenango  había  llegado a la oficina con el encargo del Pueblo a pedirnos formalmente que asumiéramos la defensa de sus tierras. Daban por hecho que respetaríamos sus decisiones, que tomaríamos en cuenta sus propuestas y que en todo momento los consultaríamos, porque así les habíamos explicado en los talleres impartidos en su comunidad. Frente a esta alta responsabilidad, aprendimos que todo el apoyo jurídico brindado a los pueblos indígenas, siempre tiene que partir de lo que opinen y decidan los comuneros en sus asambleas. Nos tocaba ahora ser coherentes y atender su planteamiento.

Este caso nos hizo recordar que, en el último taller de febrero del 1994 sobre la Nueva Ley Agraria, que regulaba la reforma neoliberal impulsada por Carlos Salinas de Gortari en 1992 al artículo 27 de la Constitución, realizado en el auditorio del Instituto Nacional Indigenista de Tlapa, los representantes del comisariado de Tenango Tepexi mostraban su rechazo a los cambios planteados en esa ley, porque intuían que les iban a causar más problemas debido a que las mismas autoridades no se interesan o son incapaces de resolver los conflictos de tierras que tienen con sus vecinos. Desde aquella fecha advirtieron que pedirían la intervención de Tlachinollan para que pudiéramos atender sus asuntos. Solo esperaban que llegara el día en que se abriera la oficina, para que sin demora alguna llegaran puntuales a la cita. Cuarenta minutos bastaron para recibir nuestra primera lección y así enfrentar un desafío que se repetiría cotidiana- mente a lo largo de estos años: ¿Cómo apoyar a los pueblos de la Montaña que cargan sobre sus hombros y por centurias, conflictos agrarios que se siguen profundizando a causa de las reformas al campo que amenazan con arrebatarles el patrimonio sagrado que heredaron de sus abuelos?

  • Aprender que con el arma sobre el escritorio habla el estado en la montaña

Una vez abierta la oficina, inmediatamente comenzaron a llegar hombres y mujeres indígenas que habían sido víctimas de las tropelías de las policías que tienen presencia en la Montaña. Sus rostros dolidos por el oprobio de unas instituciones de seguridad que lejos de garantizar derechos los vulneran, continúan en nuestra memoria.

En febrero de 1994, por ejemplo, en medio de un fastuoso operativo de la Policía Federal fue una niña Na Savi de 12 años junto con su tía que sólo hablaba la lengua materna, acusadas de haber cometido “delitos contra la salud”. Un sábado por la noche se instaló un retén de la Policía Federal en el puente de “El Jale”, la barranca que cruza la ciudad de Tlapa. El “pitazo” alguien lo había dado, seguramente porque no estaban respetando las reglas no escritas de la delincuencia organizada. Tenían la información que unas personas saldrían con varios kilos de “goma” hacia el puerto de Acapulco. El objetivo de quienes filtraron la información a la Policía Federal era, sin duda, dar con el paradero de las o los que iban a transportar la droga y así recuperar el control de este negocio ilícito.

Después de revisar varios vehículos particulares y de pedir las identificaciones de quienes iban a bordo, los policías se arremolinaron sobre el autobús que salía a las 9 de la noche con destino al puerto de Acapulco. Más de 6 policías se subieron para identificar a las personas que viajaban y otros más revisaban las maletas que venían en las cajuelas. El operativo rebasó la hora. Al final las mujeres policías, después de interrogar y hacer una revisión minuciosa de lo que llevaban entre sus ropas las señoras, jóvenes y niñas, bajaron a una niña de 12 años junto con su tía, para trasladarlas a la comandancia de la Policía Judicial de Tlapa. Al día siguiente, por el anuncio estruendoso de los periódicos locales, que ponían en primera plana las fotos de las dos mujeres indígenas originarias de una comunidad del municipio de Metlatónoc, nos enteramos de la nota principal que decía: “Desarticulan al cártel de la Montaña”. La Policía decía que a la niña y a su tía les habían encontrado droga. Esas dos mujeres era el cártel del que hablaban los periódicos locales, replicando la información oficial.

Esa misma mañana llegaron a Tlachinollan los familiares de la niña y de la tía, para pedir nuestra intervención. Nos relataron que habían ido a la comandancia para hablar con el jefe de la policía. Él con un trato despótico las amenazó: “A ustedes también las vamos a detener porque andan de metiches”. Una de las hermanas tuvo el valor de responderle: “Nosotras no sabemos por qué detuvieron a mi herma- nita y a mi tía, por eso venimos a preguntar si aquí están y quién las está acusando”. El comandante, acostumbrado a intimidar a los familiares de los detenidos, volvió a la carga: “¡y todavía se hacen las que no saben nada! Sus familiares son narcotraficantes y nos las vamos a llevar a Chilpancingo ante el Ministerio Público Federal para que allá se pudran en la cárcel”. Atemorizadas de que las detuvieran y de que ya no pudieran verlas, suplicaron al comandante que les ayudara. Éste al notar que había doblegado la voluntad de los familiares, les pidió 20 mil pesos para dejar libres a la niña y a su tía. Las hermanas junto con sus tíos fueron en busca del dinero. Con la red de familiares y amigos lograron conseguir prestados los veinte mil. De inmediato fueron con la Policía Judicial para hablar con el comandante. Él pidió que pasara una sola persona a su despacho. Ahí la hermana le contó y entregó el dinero. Acostumbrado a extorsionar y amedrentar a la gente, el policía le ordenó: “Espera allá afuera en la esquina, por ahí van a salir, para que se las lleven”.

Después de media hora, salieron dos camionetas con policías armados. Alcanzaron a ver que en medio de la camioneta de adelante iban su hermana y su tía, atadas de las manos. Creyeron que se las entregarían, pero fue en vano, porque pasaron de largo. Ellas, con desesperación, les gritaban a los policías en Tu’un Savi y español, que bajaran a su hermana y a su tía. Nadie les hizo caso, sólo el polvo las cubrió de tierra y las embargó de tristeza e impotencia.

Cuando llegaron a Tlachinollan, más que una intervención por la vía jurídica, los familiares de las dos detenidas, pedían que les ayudáramos a recuperar el dinero que le entregaron al comandante o a lograr que la negociación alcanzada con él se cumpliera. Estaban temerosas, preocupadas y urgidas de apoyo. Requerían que alguien hablara por ellas para que su reclamo fuera más efectivo. Ante esta petición tan clara e insistente, no tuvimos otra opción que ir con ellas a la comandancia, uno de esos “separos” oscuros de la Policía Judicial aptos para la tortura y la extorsión. Al presentarnos como miembros de un organismo civil de derechos humanos, los agentes de la judicial nos dijeron con desprecio que el comandante no estaba y al mismo tiempo nos cuestionaron “¿Para qué lo quieren?”. Sus formas retadoras y amenazantes buscaban atemorizar. Con respeto y también con nerviosismo, pero con mucha contundencia, les manifestamos a los policías que estábamos ahí por una queja que habían inter- puesto la personas que nos acompañaban contra el comandante. Nos regresamos a la oficina para registrar los hechos.

No imaginábamos que hora y media después, el propio comandante con tres agentes subirían armados hasta nuestra oficina, pidiendo hablar con “el Encargado del Despacho”. No esperó que lo invitaran a pasar, se sentó y lo primero que hizo fue colocar su pistola sobre el escritorio. En cuanto lo saludamos nos desafió “Aquí estoy, para qué soy bueno”. ¿En lo que tratábamos de explicarle el caso, nos espetó “Ustedes creen que nada más los narcotraficantes tienen derechos humanos?

¿Creen que yo no tengo derechos humanos? ¿Por qué defienden a los delincuentes?”. Después se dirigió a la hermana, que recién llegaba a la oficina “Oye muchacha, fíjate bien lo que andas diciendo, porque te puedes arrepentir”. La joven no se arredró y por el contrario lo encaró con su precario español, envalentonada por nuestra presencia: “Tú me dijiste que si te daba 20 mil pesos ibas a soltar a mi hermana y a mi tía”. Ante este señalamiento el comandante alzó la voz: “No seas mentirosa, a mí no me diste nada”. La agraviada le dio detalles de cómo entró a su despacho y cómo contó el dinero, señalándole incluso cómo lo había puesto en su escritorio. La respuesta del jefe policiaco fue virulenta: “A mí me lo vas a comprobar porque si no, yo mismo me encargo de que te metan a la cárcel”. Ante las amenazas vertidas por el comandante nos vimos obligados a alzar la voz, pidiendo respeto por la agraviada. Él nos reviró “Hagan lo que quieran, pero eso sí les digo que las cosas no se van a quedar así”. Se levantó, tomó la pistola y se la fajó. Al salir nos advirtió “Para cualquier cosa ya sabe dónde me encuentra”.

En medio del silencio sólo atinamos a cruzar miradas con la familia de las detenidas. Nos invadía el miedo, el coraje y la impotencia ante tanta arrogancia y palabras amenazantes del comandante. Pasado el trago amargo procedimos a explicar a los familiares otros recursos jurídicos para emplazar al jefe policíaco a pagar el monto de la extorsión. Fue un domingo muy triste, no sólo por lo rudo del encuentro sino por la extrema vulnerabilidad de la gente y de uno mismo. Entre él y nosotros mediaba una pistola en el escritorio.

Finalmente, con el apoyo de Tlachinollan la niña y su tía recuperaron su libertad. Para Tlachinollan, esas primeras intervenciones, esos primeros rostros que llegaron a nuestras oficinas con su dolor a cuestas, dejaron en el equipo un profundo aprendizaje. Por un lado, corroboramos lo que ya se rumoraba en la región: que la población más vulnerable de la Montaña estaba siendo utilizada para la siembra y el trasiego de drogas. Pero por otro, aprendimos en carne propia cómo en la Montaña la justicia del Estado era una mercancía al alcance del mejor postor; experimentamos también los riesgos de enfrentarnos a autoridades cuya única ley era la de la fuerza de las armas; constatamos, en fin, la vulnerabilidad de la población indígena, que, ante la amenaza de enfrentar en la lejanía de Chilpancingo a instituciones incomprensibles para ellos, era un blanco propicio para la extorsión. La lección más duradera, sin embargo, nos la dieron los familiares de la niña y su tía: su miedo inicial se convirtió en valentía al encontrar respaldo en una instancia que creyó su palabra, que los escuchó en su lengua y que estuvo a su lado para hacer frente a la violencia policial pese a las amenazas del comandante. La enseñanza era prístina: en una región de la Montaña los derechos humanos, entendidos como situarse cotidianamente del lado de la parte vulnerable para que sean los propios agraviados quienes defiendan sus derechos desde su identidad étnica, podían ser una herramienta para desafiar a los poderosos.

  • Aprender a alzar la voz contra los Abusos del ejército

Otro rostro que viene a nuestra memoria es el del Profesor Magencio. Corría el año de 1996 y tres días después de la noche de navidad, el maestro Magencio escuchó que unas personas tocaban fuertemente su puerta. Eran como las 12:40 de la madrugada del día 27 de diciembre. Él ya descansaba con su esposa y sus dos hijos, así que los ladridos de los perros lo pusieron en alerta. Intuía que quienes pedían que los atendiera no eran de Olinalá, así que desde su cama les preguntó: “¿Qué quieren?”. De inmediato le respondieron: “Queremos un viaje urgente a Tlapa, porque traemos un enfermo”. A Magencio se le hizo extraño que alguien le pidiera un viaje especial en su carro destartalado, por lo que les contestó enfadado: “Vengan mañana, porque ahorita ya es muy tarde y mi carro está descompuesto”. Los interesados se alejaron del domicilio. No pasaron más de 15 minutos, cuando de nueva cuenta tocaron con más fuerza. Magencio les gritó otra vez “¿Qué quieren? ya les dije que mañana platicamos”. Pero ya no obtuvo respuesta; más bien, escuchó que por la fuerza trataban de abrir la puerta de fierro. Escuchó dos balazos y enseguida vio luces. Sintió pasos dentro de su casa. Los maleantes lo deslumbraron con sus lámparas, lo jalaron de la cama y semidesnudo se lo llevaron casi cargando. De inmediato le vendaron los ojos. Lo mismo hicieron con su hijo, en ese entonces menor de edad. A los dos los tiraron en el piso del asiento trasero de una camioneta cerrada. Sentían sobre sus cuerpos las botas de sus verdugos. Varias veces los amenazaron con matarlos, sintiendo en su espalda el cañón de los fusiles. Por los topes y las curvas del camino, Magencio dedujo que los llevaban a Tlapa. Después de tres horas de viaje los bajaron y los encerraron en cuartos separados. No supo nada de su hijo. La venda de los ojos y las manos atadas, le impedían ubicar el lugar e identificar a los autores de su secuestro. El frío era lo menos que le acongojaba, más bien su tormento era no saber dónde tenían a su hijo y sobre la situación de su esposa y de su pequeño hijo.

Pasaron varias horas sin que nadie se acercara. Escuchó el crujir de la puerta de fierro; percibió que eran varias personas que entraban y se colocaban a su alrededor. Lo empezaron a interrogar. Las preguntas lo llevaron a deducir que quienes lo tenían encerrado eran los militares: “¿Quiénes son los que pertenecen al Ejército Popular Revolucionario? ¿Quién es el que se encarga de trasladar las armas? ¿En qué lugares entrenan? ¿Tú eres del EPR?”, tales eran los cuestionamientos formulados por sus captores. En la medida que sus respuestas no aportaban datos relevantes, empezó el suplicio: los puños y patadas de los torturadores lo dejaron inconsciente. Más tarde lo amarraron a una tabla, lo empaparon de agua y empezaron a darle toques eléctricos. Fueron varias sesiones de tortura que le hicieron perder el conocimiento. Por la tarde lo subieron a un vehículo militar y lo llevaron a la Zona Militar de Chilpancingo. Allá el tormento fue mayor; además de las descargas eléctricas le introdujeron agujas en los dedos de los pies. Con sarcasmo le decían que su hijo estaba en otro cuarto “disfrutando” de lo mismo. Entendió que lo mejor era aceptar las imputaciones que le hacían. Sólo así amainó el tormento. Logró escuchar que su caso había salido en el periódico y que los de derechos humanos lo andaban buscando. Por la madrugada, después de escuchar el clarín le dijeron “Vámonos cabrón, ahora por rajón los vamos a tirar al mar”. Vencido por la tortura pudo reanimarse al deducir que se lo llevarían con su hijo. Lo treparon al camión y después de 40 minutos lo bajaron, le quitaron la venda y le dijeron que no se moviera, porque iba a estar vigilado. Con tal de salvarse, obedeció al pie de la letra las órdenes. El paso de unos leñadores lo hizo reaccionar. Magencio trató de levantarse, pero el miedo y el dolor lo inmovilizaron. Vio que a unos metros estaba su hijo boca abajo. Con el auxilio de los labriegos pudo acercarse a su hijo que temblaba de miedo y de frío. Éste trató de sobreponerse, pero en su intento se privó. Era un gran consuelo para Magencio saber que su hijo estaba vivo y sentir la mano amiga de los leñadores. Como acostumbran solidarizarse los pueblos de la Montaña, la gente que llevaba su itacate se lo dejó a Magencio para que pudieran comer algo. En medio de su desvanecimiento Magencio extendió su mano para agradecer tan noble gesto. Pudo escuchar bien lo que le decían; que estaba en la curva del peral, a 20 minutos de Chilapa.

Magencio no sabía que desde el mismo día 27 de diciembre, como a las 11 de la mañana, su esposa había llegado a la oficina con su pequeño hijo. Nunca supimos quién le había informado de nuestra dirección ni sobre el trabajo que hacíamos. Ella nos pidió el apoyo para que buscáramos a Magencio. Nos relató lo sucedido y sólo nos pudo decir que eran como 6 personas, que iban encapuchadas, con botas y ropas de color oscuro. Nos dijo que la camioneta en la que se habían llevado a su esposo era grande como las que usaban los políticos. No supo más.

Para el equipo de Tlachinollan era el primer caso que registrábamos en el que había indicios de la participación de agentes mili- tares para allanar un domicilio y detener de manera arbitraria a personas señaladas de pertenecer a la guerrilla. Valoramos que era muy importante interponer la denuncia ante el ministerio público, pero sabíamos que eso no bastaría. Consultamos a la esposa si estaba dispuesta a hacerlo y si quería que se informara a los periódicos de Chilpancingo. Ella estaba decidida a todo pues presentía que su esposo y su hijo estaban siendo víctimas de tortura. Nosotros no dimensionábamos que con este caso iniciaba una embestida del Ejército Mexicano contra varios miembros de organizaciones sociales de la Montaña que insidiosamente estaban fichados como integrantes de grupos armados. Entonces, se desató una persecución encarnizada contra maestros adscritos a la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (CETEG), líderes de organizaciones sociales pertenecientes a la Unión de Obreros y Campesinos Emiliano Zapata (UOCEZ) y la Unión de Comunidades Indígenas de la Montaña (UCIM), entre otras, que fueron víctimas de detenciones arbitrarias, allanamientos de morada, desapariciones forzadas y torturas, con el fin de arrancarles información sobre quiénes formaban parte de las filas del EPR.

El contexto estatal impactaba directamente esta persecución. El 28 de junio de 1996 apareció el Ejército Popular Revolucionario (EPR) en Aguas Blancas, municipio de Coyuca de Benítez, con motivo del primer aniversario de la matanza de 17 campesinos a manos de la policía motorizada. En la Montaña, durante el segundo semestre del 96 se dieron varios enfrentamientos entre el EPR y el Ejército. En todos estos meses documentamos los testimonios de indígenas Nauas y Na Savi, sobre la persecución que ejercía el Ejército y las corporaciones policiacas del estado contra líderes de organizaciones sociales, cuyos nombres aparecían en las libretas de los mandos militares bajo el estigma de ser miembros del EPR. Para la SEDENA, todo esfuerzo organizativo de los pueblos indígenas en la Montaña olía a guerrilla; la lucha social pacífica no era percibida como legítima.

La crisis fue de tales dimensiones que, en 1997, la siempre calculadora Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitió la recomendación 100/97 donde agrupó 16 casos documentados en el estado de Guerrero: 10 de ellos estaban relacionados con detenciones arbitrarias, lesiones y torturas; 4 sobre allana- miento de morada, amenazas e intimidación y 2 casos de desaparición forzada e involuntaria de personas. Todos llevaban la marca funesta del Ejército Mexicano.

A través de las historias que contaban rostros como los del Maestro Magencio, Tlachinollan conoció la crueldad a la que podían llegar los abusos militares, así como los laberintos oscuros de la soterrada estrategia de contención social desplegada por el Ejército en las indómitas regiones indígenas. También aprendimos que alzar la voz contra la impunidad militar conllevaba riesgos insospechados. Pero nuestro posicionamiento desde entonces ha sido irreductible y claro: los abusos militares no pueden justificarse bajo ningún pretexto de seguridad nacional y deben ser investigados en instancias civiles.

  • Aprender a caminar con las víctimas de la violencia institucional castrense

La primera década del trabajo de Tlachinollan, que inició en el mismo año en que se dio el levantamiento armado de las comunidades zapatista de Chiapas; a dos años de la aparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR); y a cuatro de la conformación de una nueva organización guerrillera autodenominada Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), se caracterizó por un proceso de militarización creciente en las regiones indígenas de Guerrero que trastocó la vida comunitaria, violentó sus formas de convivencia intracomunal y fracturó la red de relaciones históricas que mantenían los pueblos de la Montaña Alta con la Costa Chica.

La ocupación militar en los territorios indígenas se afianzó, no sólo con el estable- cimiento de sus instalaciones y con mayor equipamiento bélico, sino por su marcada presencia e influencia dentro del gobierno del Estado en la toma de decisiones sobre temas de seguridad pública y nacional. Su expansión y dominio marcó un mayor grado de beligerancia que se ha traducido, a lo largo de dos décadas en graves violaciones a los derechos humanos que han sido documentadas tanto por organismos públicos como civiles de derechos humanos.

Para Tlachinollan, la valerosa denuncia de los abusos castrenses se encarna en rostros como los de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, a quienes hemos acompañado a lo largo de más de doce años. Mujeres indígenas Me’phaa, oriundas de comunidades que se ubican dentro del municipio de Ayutla y Acatepec, en la Montaña de Guerrero, que, en diferentes momentos durante el 2002, fueron violadas sexualmente y torturadas por elementos del Ejército mexicano que formaban parte del despliegue militar en la región.

Tanto Inés como Valentina iniciaron un difícil proceso. Desde el principio, buscar justicia implicó literalmente andar un sendero adverso: Inés y Valentina tuvieron que caminar por cerca de 8 horas, a través de caminos deteriorados y maltrechos hasta Ayutla, para enfrentarse a funcionarios inca- paces de reaccionar adecuadamente ante las particulares necesidades de las mujeres indígenas víctimas de violencia.

En el ámbito de la justicia, las investigaciones fueron parciales y poco diligentes; su palabra como víctimas fue cuestionada y, en el caso de Inés, el ministerio público llegó al extremo de perder prueba forense fundamental como los dictámenes de espermatobioscopia y de fosfata ácida. Aunado a ello, en ambos casos las autoridades civiles permitieron que las indagatorias abiertas fueran derivadas hacia el fuero militar, a pesar de que ambas mujeres impugnaron infructuosamente esa decisión a través del juicio de amparo. En el fuero militar, la falta de independencia e imparcialidad característica de las instancias que lo conforman propició que la impunidad prevaleciera.

Además de todo lo anterior, para Inés y Valentina atreverse a denunciar lo ocurrido ha implicado enfrentar los riesgos que corren en México quienes alzan la voz contra el Ejército. Después de que denunciaron en 2002 las amenazas han sido una constante. A partir del año 2005, éstas se intensificaron en contra de Obtilia Eugenio Manuel, una de las dirigentes de la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (OPIM) que desde el principio acompañó la denuncia. Ante la indiferencia de las autoridades nacionales, en ese momento se acudió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para solicitar medidas cautelares. Más tarde, el encarcelamiento de 5 dirigentes de la OPIM, el homicidio de uno de los hermanos de Inés, y la desaparición y ejecución de dos dirigentes Na Savi de una organización cercana a la OPIM motivaron la solicitud de medidas provisionales en la Corte Interamericana, mismas que fueron concedidas a 107 defensores y defensoras de derechos humanos de Guerrero. En todo este proceso, tanto Inés Fernández Ortega como Valentina Rosendo Cantú han enfrentado represalias. En el caso de Inés sus hijas han sido directamente amenazadas por sujetos que han hecho alusión a la demanda de su madre. En el caso de Valentina, su hija sufrió un intento de secuestro y ella misma, al ser reiteradamente seguida y vigilada, debió salir de su comunidad y mudar su residencia.

Pese a ello, ambas mujeres nunca cejaron en su búsqueda de justicia. Después de que fueron agotados todos los recursos nacionales sin que los responsables fueran sancionados, no sabíamos a donde acudir ni que alternativas de justicia presentarles a ellas; desde nuestro pequeño proyecto de defensa de los derechos humanos en la Montaña, la tarea nos parecía que rebasaba nuestras posibilidades. Pero para impedir la impunidad y obligados por las circunstancias, impulsados por la determinación de ambas mujeres, las demandas de Inés y Valentina fueron presentadas ante la Comisión Interamericana durante el año 2003. Más adelante, esta instancia determinó someter los casos a la jurisdicción de la Corte Interamericana, tribunal que, tras escuchar su voz, emitió sus sentencias el 30 y el 31 de agosto del 2010. Ahí, consideró plenamente probado que Inés y Valentina fueron violadas sexualmente por soldados mexicanos, en un contexto marcado por la pobreza, la discriminación y lo que el Tribunal denominó “violencia institucional castrense”.

El cumplimiento de dichas sentencias no fue fácil y nos supuso nuevos desafíos. Entre 2010 y 2013 se alcanzaron importantes avances. Así, por ejemplo, durante el 2011 y el 2012 se realizaron los Actos de Reconocimiento Estatal de Responsabilidad Internacional, mediante sendos eventos en los que Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú tuvieron una participación central. Más recientemente, ya en este 2014, se registraron avances importantes en cuanto al diseño de un mecanismo transexenal para garantizar las indemnizaciones y becas educativas ordenadas por la Corte a favor de las hijas y los hijos de ambas mujeres; y, sobre todo, el procesa- miento de los responsables. Estos, amén de ser un resultado más de la incansable lucha de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, son avances inéditos en el cumplimiento de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y, más ampliamente, en el acceso a la justicia para quienes en México son víctimas de violaciones graves a derechos humanos, como lo analizamos en el capítulo respectivo de este Informe.

Los rostros de Inés y de Valentina evocan aprendizajes imperecederos para Tlachinollan. Con ellas aprendimos la relevancia de integrar herramientas interdisciplinarias en los procesos de búsqueda de justicia, sobre todo en lo concerniente al desafío del acompañamiento. La relación entre las personas víctimas y sus representantes es sumamente compleja cuando se enfrentan largos procesos judiciales. A menudo, las y los abogados atienden a las necesidades procesales antes que a las de las víctimas a quienes representan, lo que en algunas concepciones del litigio estratégico en derechos humanos hoy en boga corren el riesgo de desembocar en una peligrosa instrumentalización de las personas; cuando eso ocurre, las personas y las comunidades se convierten en casos: no tienen ya rostro y las organizaciones o sus abogados/as expropian para sí los conflictos, protagonizándolos, independientemente de que su intención sea la contraria. Por ello, adquiere una indudable relevancia lo que en el ámbito de la defensa de los derechos humanos se ha llamado “acompañamiento”. Es decir, el cuidado de la relación entre la víctima y quienes por ella trabajan para garantizar que durante el proceso sean sus necesidades las que se prioricen en todo momento; para que la propia búsqueda de justicia conlleve un fortalecimiento de la víctima que le permita reconstruir su proyecto de vida.

Con Inés y Valentina también experimentamos el reto de estar a la altura de las personas a las que acompañamos en términos de persistir en la exigencia de justicia a través del tiempo. Esto es especialmente relevante cuando la búsqueda de justicia se traslada a la arena internacional, donde los procesos pueden demorar hasta diez años. Obviamente, desde la vivencia de las personas que buscan justicia el desgaste personal asociado a esta duración es inevitable y a hacerse cargo de ello debería contribuir el acompañamiento, esa es la dimensión primordial. En un nivel mucho más secundario, la larga duración de los procesos también puede acarrear consecuencias respecto de las organizaciones acompañantes. Basta con señalar que para una organización local como Tlachinollan acompañar a lo largo de doce años a Inés y a Valentina ha exigido una constante dedicación al seguimiento de sus procesos. Estas implicaciones, por cierto, se agudizan cuando los procesos judiciales llegan a su punto álgido, exigiendo una dedicación de tiempo completo a los procesos, difícil de satisfacer para organizaciones que atienden diariamente a las personas y comunidades que acuden a pedir asesoría jurídica y que acompañan otros casos emblemáticos de violaciones individuales y colectivas a derechos humanos.

Finalmente, también enfrentamos el reto de la implementación de las sentencias. Suele asumirse que estas luchas culminan una vez que se dicta una sentencia judicial; sin embargo, la experiencia muestra que tras la emisión de las resoluciones inicia el arduo proceso de buscar que éstas se cumplan. En México, una vez que las sentencias han sido emitidas, son las propias víctimas y sus representantes quienes deben impulsar la cabal implementación de los fallos, ante la displicencia gubernamental.

La responsabilidad que surge de estos desafíos no es menor. En Tlachinollan lo aprendimos a golpes, pues en muchas ocasiones al acompañar a Inés y a Valentina, pero también en otros procesos, nos hemos sentido rebasados y nos hemos dado cuenta de que no hemos estado a la altura de lo exigido. Sin embargo, entender que las protagonistas de estas luchas no son las organizaciones sino la gente como Inés y Valentina, de modo que sean ellas quienes tomen las riendas de sus procesos, contribuye a que madure el fin más preciado al que podemos aspirar las organizaciones: constatar que al cabo del proceso las personas y comunidades a la que acompañamos han salido más fuertes y convencidas de seguir luchando.

 Los frutos están ahí. Hoy, cuatro militares enfrentan procesos penales por los delitos cometidos contra Inés y Valentina; el Estado reconoció su responsabilidad por lo ocurrido; el Código de Justicia Militar ha sido reformado; y ambas mujeres han comenzado a ser reparadas. Inés y Valentina siguen adelante, relanzando a partir de la raíz comunitaria su proyecto de vida.

Valentina e Inés nacieron y crecieron en lo más recóndito de la Montaña. Ahí, en el tlacolol y al lado de sus padres labraron sus vidas como mujeres valientes. Fueron educadas en los valores comunitarios, con la palabra verdadera de los sabios y sabias y fogueadas al calor de las luchas de su pueblo. En 12 arduos años de lucha forjaron su nueva identidad como defensoras de los derechos de las mujeres. Tuvieron la osadía para asumir en condiciones sumamente adversas, todos los riesgos y enfrentar todos los peligros, con tal de alcanzar la justicia y lograr el castigo de los responsables. Su legado ha quedado impregnado en los corazones de las mujeres y hombres que entregan diariamente su vida por la defensa de los derechos humanos. Ellas bajaron a la ciudad y acudieron a los tribunales nacionales e internacionales para evidenciar que en nuestro país la justicia es una falacia; que sigue incólume un sistema de justicia corrupto e impune que protege a quienes violentan los derechos de las mujeres. Bajaron para decirnos que son más bien las mujeres, quienes pagan con su vida y su propia seguridad, las que verdaderamente defienden a las mujeres. Bajaron para enseñarnos cómo las mujeres que luchan desde la base comunitaria, que entregan todo por causa de la justicia, que viven en condiciones suma- mente precarias pero que tienen un espíritu inquebrantable y que resisten cualquier vendaval, son las que realmente pueden hacer que la justicia se asiente en la Montaña. Sus rostros, sin duda, se encuentran entrelazados con la historia de Tlachinollan.

Pero lo que Inés y Valentina nos han enseñado perdura en nuestro quehacer cotidiano. Lo que con ellas aprendimos ha sido desplegado, por ejemplo, en la defensa de Bonfilio Rubio Villegas, indígena Naua de la Montaña de Guerrero que en 2009 fue ejecutado extrajudicialmente por soldados del 91 Batallón de Infantería, cuando dormitaba en la parte trasera del autobús que habría de llevarlo hacia la ciudad de México para iniciar su travesía a los Estados Unidos. Sus familiares, entonces, iniciaron una lucha que llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación y que contribuyó a que se declarara inconstitucional el Código de Justicia Militar. Como Inés y Valentina, la familia de Bonfilio buscó justicia por años y alzó la voz contra la impunidad castrense; hoy siguen buscando justicia, luchando para que la ejecución de Bonfilio sea sancionada adecuadamente. Sus rostros son también parte de nuestra historia.

  • Aprender a defender a los presos y las presas de conciencia del sistema guerrerense de injusticia y a acompañar el surgimiento de alternativas comunitarias de verdadera justicia

En 20 años de caminar con los pueblos de la Montaña, no sólo hemos denunciado los abusos militares. Una parte sustantiva de nuestro trabajo se ha volcado a denunciar los abusos cometidos al amparo de un sistema de justicia profundamente corrupto y racista, donde el etnocidio jurídico es la realidad cotidiana.

Día a día, durante estas dos décadas, han llegado a Tlachinollan personas y comunidades que padecen el sistema de justicia. Policías judiciales, ministerios públicos y jueces, fungen como eslabones de una cadena de abusos y tropelías, donde los derechos humanos brillan por su ausencia.

Esta realidad cotidiana ha encontrado su más grave expresión en los casos de presos y presas de conciencia que Tlachinollan ha defendido, a quienes se ha acusado falsamente de delitos para inhibir sus actividades como defensores de derechos humanos, aprovechando los vicios enraizados en la Procuraduría de Justicia del Estado, así como la venalidad los jueces y las juezas del Poder Judicial del Estado.

Para retratar el uso desviado del sistema de justicia guerrerense, basta con recordar, entre muchos otros, los rostros de compañeros como Felipe Arriaga, defensor del medio ambiente liberado en septiembre de 2005, cuyo pronto fallecimiento aún sigue doliendo en la Sierra de Petaltán; Romualdo Santiago, Natalio Ortega, Orlando Manzanares y Manuel Cruz, integrantes de la OPIM y defensores Me’phaa de los derechos humanos que fueron liberados en marzo de 2009; Raúl Hernández, también defensor de los derechos humanos del Pueblo Me’phaa liberado el 27 de agosto de 2010, tras permanecer más de dos años en prisión; o Maximino García Catarino, defensor del Pueblo Na Savi liberado el 20 de marzo de 2012. En todos estos casos, organizaciones internacionales como Amnistía Internacional retomaron los argumentos de la defensa ejercida por Tlachinollan y reivindicaron a los acusados como prisioneros de conciencia; es decir, quedó demostrado el uso del derecho penal y de procesos judiciales injustos en contra de personas defensoras de derechos humanos en represalia por su legítima labor.

La lista podría continuar añadiendo a los compañeros ñaancué ñomndaa injusta- mente acusados para socavar sus empeños de autonomía, a los cientos de luchadores sociales criminalizados injustamente durante el sexenio zeferinista, a los combativos maestros de la CETEG que tras sus movilizaciones debieron aguantar el embate de la Procuraduría, o a los estudiantes de Ayotzinapa contra quienes se presentan cargos penales falsos. Lamentablemente, en Guerrero, esta lista oprobiosa no cesa de crecer y el número de casos del uso indebido del sistema de justicia crece año tras año; hoy el Gobierno de Ángel Aguirre Rivero mantiene en penales federales con acusaciones irregulares a Nestora Salgado, Arturo Campos, Gonzalo Molina y Marco Antonio Suástegui.

En la defensa de presos y presas de conciencia, aprendimos sobre los absurdos que genera el sistema de justicia imperante. Por ello, no dejamos de señalar la urgente necesidad de que la justicia guerrerense sea reformada a fondo. En nuestro estado, dicha reforma no pasa sólo por las modificaciones legislativas, sino que debe ir a la par de otros cambios, comenzando por la depuración de instituciones que, como la Policía Ministerial, sirven en el presente para incubar mayor delincuencia. No sólo son necesarios nuevos edificios sino nuevas instituciones y nuevos servidores públicos; en suma, un nuevo entendimiento de la justicia que busque acercar a sus operadores a la ciudadanía y revertir esa pareja lesiva que conforman la corrupción y la impunidad.

Habiendo documentado de primera mano la venalidad del sistema de justicia desde que Tlachinollan nació, no fue para nosotros una sorpresa el surgimiento de alternativas comunitarias frente a las putrefactas instituciones de seguridad y justicia. El proyecto primigenio del sistema de justicia y seguridad comunitaria surgió hace 19 años, en plena efervescencia del movimiento indígena. Nació a contrapelo del gobierno, con la amenaza permanente del Ejército de desarmar y detener a los grupos de la policía comunitaria. Se expandió en las comunidades que sufrían el flagelo de la delincuencia común, a pesar de las detenciones de sus comisarios, acusados de privación ilegal de la libertad. Se fortaleció con la amplia participación de las comunidades indígenas en las asambleas micro regionales y regionales y de la convergencia de organizaciones de diverso cuño: eclesiales, cafetaleras, magisteriales, organismos no gubernamentales de derechos humanos y del movimiento indígena de Guerrero. Se nutrió de la sabiduría milenaria de los sabios y sabias de los pueblos; los consejeros y consejeras que conocen los principios y valores que rigen la vida comunitaria.

 El éxito alcanzado en pocos años, no se debió al tipo y número de armas que manejaban ni al dinero que recibían del gobierno, sino al respaldo y apoyo que obtenían de los pueblos, que tenían bajo control y mando a la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC). Su reglamento interno fue la culminación de un esfuerzo aún inconcluso que plasma ejemplarmente cómo los pueblos tienen la capacidad de autorregular su vida desde sus sistemas normativos. En pocos años, el sistema comunitario demostró que las investigaciones de los delitos no están supeditadas a lo que hagan, digan o inventen los policías, sino a la información que ha sido procesada por la comunidad; al conocimiento profundo que se tiene de la realidad concreta y al mapa delincuencial que cada población tiene de su entorno.

A diferencia de las policías del estado, la Policía Comunitaria tiene que cumplir con lo que ordene la asamblea microregional o regional y debe estar siempre bajo el mando de las autoridades comunitarias. Nunca por encima de ellas. Hay controles internos muy claros: la comunidad es la primera instancia que nombra y conoce a sus policías; posteriormente es el comité ejecutivo de la Policía Comunitaria que es la segunda instancia de control interno y el poder máximo que los llama a cuentas, es el de las asambleas.

 Un aspecto fundamental del sistema de justicia comunitaria es la reeducación de los detenidos. El trabajo comunitario, entendido como el servicio que todo ciudadano o ciudadana tiene que brindar a la comunidad como contraprestación a los bienes y servicios que obtiene de la misma, se transforma en el método más eficaz para garantizar la reeducación de los detenidos. El consejo de los sabios es parte fundamental en este trabajo de integración comunitaria, que ayuda a crear conciencia en los detenidos sobre los daños que causan a la comunidad y las afectaciones que generan a las víctimas y a sus mismas familias.

La celebración de los aniversarios de la Policía Comunitaria fueron momentos densos por los aprendizajes que se compartían y porque de manera contundente se demostraba la fuerza de un movimiento cimentado en las raíces comunitarias. Sobre todo, por ejercer de manera autónoma sus derechos colectivos, cimentados en su cosmovisión y ethos cultural.

Fue de gran inspiración para varias comunidades de la región y de otros estados ver cómo la Policía Comunitaria fue ganando legitimidad entre la población y fue conquistando espacios ante la inoperancia de las instituciones de seguridad y justicia del estado.

Los rostros de los presos y las presas de conciencia defendidos por Tlachinollan son parte de nuestra historia; también lo son los rostros bravos y comprometidos de los policías comunitarios del sistema conformado por la CRAC, que es la otra cara de la misma moneda.

  • Aprender a defender los derechos colectivos

Con los nuevos gobiernos proclives a la apertura comercial y a la entrada de las multinacionales, los enclaves étnicos dejaron de ser el traspatio de las elites políticas y empresariales. Las regiones de refugio ya no solo fueron objeto de atención asistencial para sus pobladores por encargo de las instituciones indigenistas, sino que pasaron a ser parte del paquete de las grandes inversiones de las dependencias de gobierno que manejan los proyectos que más interesan al ejecutivo federal. Estos grandes reservorios conforman el tesoro más preciado para la clase empresarial, sus vetas y yacimientos son los más codiciados por las empresas extractivistas. Lo contrastante sigue siendo la devastación de la vida comunitaria por la pobreza extrema, la expansión de la siembra de enervantes y la violencia atizada por los grupos de la delincuencia organizada, así como la corrupción de las autoridades. La destrucción de la base productiva que depende fundamentalmente de la siembra del tlacolol y el hundimiento económico de las familias indígenas por las catástrofes naturales que han obligado a los pueblos a reorganizarse y a buscar nuevas formas de lucha para enfrentar la hambruna, la destrucción de su hábitat y la voracidad del gobierno han dejado a estas poblaciones en total indefensión y sin mecanismos de diálogo e interlocución con las autoridades de los tres niveles de gobierno.

Los territorios indígenas y campesinos de Guerrero empezaron a ser codiciados. Para hacer frente a esta amenaza, Tlachinollan tuvo que reconvertirse. El trabajo del área educativa, que inicialmente surgió para dar talleres sobre derechos humanos desde la perspectiva de la educación popular, poco a poco fue evolucionando hasta convertirse en un área especializada en acompañar la defensa del territorio y el ejercicio de los derechos en el ámbito comunitario. La planeación territorial participativa y la construcción de mejores condiciones de vida bajo modelos autogestivos, comenzaron a ser los aportes más importantes del área educativa de Tlachinollan.

  • Promover los derechos humanos: del enunciado al trabajo colectivo

Trabajar en la promoción de los Derechos Humanos en un ambiente de aislamiento social, nos ha llevado a acumular una serie de experiencias que nos permiten comprender mejor la compleja tarea que intentamos desarrollar para construir una cultura de respeto a los derechos humanos. Nos enfrentamos a una realidad muy compleja en el que la palabra “derechos humanos”, no le significaba nada a la población, eran palabras ajenas, sin embargo, si existía la inquietud por encontrar en las autoridades la debida atención para la solución de sus múltiples problemas.

 Al mencionar en nuestra misión que “promovemos los derechos humanos” pareciera que nos referimos a una labor sencilla, que se limita en proporcionar información sobre cuáles son los derechos humanos, sin embargo con el paso de los años nos dimos cuenta que eso no es suficiente en un contexto como la Montaña de Guerrero, se trata de una labor que Tlachinollan ha ofrecido a la población con diferentes matices.

En los primeros años de existencia del Centro Tlachinollan, los derechos humanos se promovían a través de la realización de diversos talleres con distintas temáticas como derechos de los Pueblos Indígenas, Derechos Civiles y Políticos, Resolución de Conflictos, Derechos de la mujer, entre otros. Para esos años las personas que asistían a estos espacios lo veían suma- mente importante y necesario, porque se trataba de un esfuerzo por darles a conocer sus derechos para que pudieran “defenderse”, sobre todo respecto a sus derechos civiles y políticos, para contrarrestar los abusos de poder que realizaban las corporaciones policíacas y el Ejército Mexicano en su contra. Nos enfrentábamos a un escenario difícil en el que a la población se le podía detener sin ninguna orden judicial, se le torturaba para que informara sobre la existencia de grupos subversivos o incluso comunidades enteras eran sitiadas bajo el argumento de buscar armas y gente armada.

Por otra parte, se procuraba acompañar las iniciativas de las comunidades en su búsqueda por organizarse, sin tener mucha claridad de cómo tendría que ser esa organización, pero siempre procurando la defensa de sus derechos humanos, bajo esta lógica se impulsó el acompañamiento a las iniciativas de grupos de mujeres, mediante la implementación de pequeños proyectos productivos, que buscaban generarles condiciones para el fortalecimiento de  sus derechos como mujeres indígenas y buscarles alternativas a su situación ancestral de exclusión económica. La forma en que se desarrolló este acompañamiento y los resultados que se iban dando, representaron un gran aprendizaje, que nos permitieron darnos cuenta que intentar desarrollar esfuerzos con grupos, no era lo más adecuado porque eso generaba mayores conflictos por la existencia ya de por sí de muchos problemas comunitarios de diversa índole. Finalmente, al no obtener los resultados deseados, dejamos de acompañar estas iniciativas, no por considerarlos irrelevantes, sino porque entendimos que aún no teníamos la metodología apropiada para acompañar este tipo de iniciativas.

Aún con estos altibajos, nos entusiasmaba la idea de que los derechos humanos formaran parte de la vida cotidiana de las personas y de las comunidades para que pudieran defenderse y exigir sus derechos, por ello quienes se capacitaban en derechos humanos los consideramos promotores. Conformamos un comité de promotores y promotoras de derechos humanos, cada uno de ellos desde su propia comunidad empezó a desempeñar una función importante ya que eran la referencia antes de acudir a Tlachinollan a plantear una problemática ya sea individual o colectiva, fungían como acompañantes de quienes acudían para exponer un problema.

Es verdad que no en todas las comunidades de la Montaña hubo personas que se interesaron en asistir a los talleres de capacitación, sin embargo, quienes sí lo hicieron nos han compartido su gran satisfacción porque eso les ha permitido apoyar a las personas   y sus propias comunidades a buscarle solución a las problemáticas que día a día enfrentan y el conocimiento que adquirieron sobre sus derechos les ha permitido defenderlos y exigir su respeto en distintos espacios. Los promotores han sido el vínculo de Tlachinollan con las comunidades.

La formación de promotores era necesaria, pero no suficiente porque la capacitación brindada no dotó de las herramientas necesarias a los promotores para que junto con sus comunidades pudieran ejercer sus derechos humanos. Al darnos cuenta de esto, en reflexión conjunta con los propios promotores nos dimos a la tarea de buscar nuevas formas de trabajo, que finalmente nos llevó a entender que para hacer realidad el ejercicio de los derechos humanos la figura del promotor por si solo ya no era suficiente, sino que se requería de un equipo de promotores en las comunidades, que acompañen el proceso de reflexión para la búsqueda de solución a sus problemáticas.

Con la capacitación que veníamos realizando no podíamos mejorar las condiciones de vida en las comunidades, mucho menos en una zona donde el problema central es la falta de acceso de la población a los derechos económicos y sociales, por la falta de voluntad del Estado para garantizar estos derechos.

Bajo esta lógica, en los últimos años desde el área educativa se ha buscado fortalecer a las comunidades para que en ejercicio de sus derechos decidan el tipo de desarrollo que deseen y transformen sus condiciones de vida. Para ello se ha implementado una metodología que complementa los saberes locales con los externos, mediante la planeación comunitaria y la educación popular. Las comunidades nombran equipos de trabajo, que son los promotores, quienes adquieren la responsabilidad de analizar los problemas que tiene la comunidad, para que, con base en la información que obtienen mediante las encuestas y otras fuentes de documentación, proponen posibles soluciones para que la comunidad en asamblea las apruebe o rechace. El papel de quienes acompañamos este proceso ha sido capacitar a los equipos (promotores) y fortalecer sus capacidades para que cuenten con las herramientas necesarias para desempeñar la función que la comunidad les encomienda.

La promoción de los derechos humanos es una tarea permanente, sin embargo, ha estado sujeta a los escenarios que se nos presentan, hemos tratado de dar respuesta a las necesidades que la propia población va requiriendo. En los últimos cuatro años, se ha acompañado a comunidades agrarias y ejidos en la defensa de su territorio ante amenazas como las diversas concesiones mineras que el estado mexicano ha otorgado para su exploración y explotación.

  • Trabajo colectivo y acciones legales para la defensa del territorio

Fue con la conjunción de los procesos de planeación comunitaria y el acompaña- miento jurídico que logramos caminar con los pueblos de la ribera de El Papagayo que resistieron la imposición de la hidroeléctrica La Parota. Desde 2003 la Comisión Federal de Electricidad (CFE), comenzó impulsar la construcción de una planta hidroeléctrica en Guerrero, en la cuenca del Río Papagayo. Ésta, de un costo de entre 850 y mil millones de dólares, implicaría una seria afectación a varias decenas de comunidades repartidas en 3 municipios: Juan R. Escudero (Tierra Colorada), San Marcos y Acapulco. Se calcula que alrededor de 25.000 personas de las comunidades ribereñas tendrían que ser desplazadas y cerca de 75.000 personas serían afectadas por el desvío del río.

En el año 2005 la CFE, a través de comisariados ejidales y de bienes comunales   a los que había corrompido y con apoyo del gobierno estatal, fomentó la realización de asambleas agrarias con el objeto de obtener la anuencia para iniciar el proceso expropiatorio y celebrar el convenio de ocupación previa con los comisariados ejidales y/o de bienes comunales de los respectivos núcleos agrarios. Las asambleas se llevaron a cabo entre agosto y diciembre de 2005 en los bienes comunales de Cacahuatepec y los ejidos de Dos Arroyos, los Huajes y La Palma. En esos cuatro núcleos, que representan el 63% de las tierras afectadas por el proyecto, existe una fuerte oposición campesina en contra de la Parota, articulado en torno al Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la Presa la Parota (CECOP). Poco a poco, el CECOP creció y se consolidó como un movimiento social emblemático en México y toda América Latina de la oposición de los campesinos a los grandes proyectos que se deciden sin consulta y que carecen de sustentabilidad ambiental.

Frente a esa situación, los opositores impugnaron las asambleas a través de juicios agrarios que durante 2007 fueron resueltos, todos, a su favor. Paralelamente, en un signo inequívoco del talante propositivo del movimiento de opositores, fue realizada con la participación de CFE una genuina consulta libre e informada con los pobladores de la zona el 12 de agosto de 2007, en la que el proyecto fue rechazado por la mayoría de los dueños de la tierra. En aquellos años, la terca insistencia con que Zeferino Torreblanca pretendió imponer un proyecto, sirvió para develar los nulos alcances de la supuesta transición guerrerense a la democracia. La confrontación entre Zeferino, por un lado, y el CECOP, por otro, fue proverbial.

Durante el 2011, luego de que en el 2010 se intentara relanzar el proyecto, los opositores ganaron un nuevo juicio, con lo que se sumaron cinco resoluciones judiciales a favor del CECOP, lo que llevó a iniciar la campaña “Punto Final” a La Parota, a la que con falsedad se sumó Ángel Aguirre Rivero, quien incluso portó una camiseta con esa leyenda en su visita a Cacahuatepec durante el 2012, y firmó los Acuerdos propuestos en esa localidad, sólo para traicionar la palabra empeñada unos años después. Efectivamente, hoy observamos con preocupación que éste pretende ser reimpulsado. La detención y el injusto encarcelamiento de Marco Antonio Suástegui deben verse en este contexto, pues la inclusión en el Programa Nacional de Infraestructura del Proyecto Hidroeléctrico sobre El Papagayo, ahora denominado Nuevo Guerrero, da cuenta de esta tozudez gubernamental.

Pero no sólo los ríos guerrerenses se encuentran bajo la mira de las ambiciones de los poderes económicos. En los últimos años, el auge de la minería a cielo abierto nos colocó frente a nuevos desafíos. En 2005 existían en el Estado de Guerrero 417 títulos de concesión minera; sin embargo, en años recientes prácticamente se llegó a 600 títulos.

La dignidad campesina frente a estos proyectos la aprendimos con las y los ejidatarios de Carrizalillo, en la región Centro un pueblo campesino de 2 mil habitantes, que históricamente se ha mantenido de la producción del mezcal y del cultivo del maíz. ya con la minera trasnacional Goldcorp metida en su territorio con base en un convenio ilegal y leonino, en 2007 el pueblo de Carrizalillo se organizó en Asamblea Permanente de Ejidatarios y Trabajadores del Carrizalillo e inició un heroico plantón a la entrada de los Tajos Los Filos y el Bermejal. Tras un intento de desalojo, despliegues militares y amenazas de criminalización, el 1 de abril de 2007 los ejidatarios le arrancaron a la trasnacional un acuerdo integral que dé inicio es beneficioso para la comunidad del Carrizalillo, pero que sobre todo sienta las bases para ir construyendo una relación más equitativa entre la empresa y los ejidatarios como dueños de la tierra. Carrizalillo fue una experiencia aleccionadora sobre la recuperación de derechos para transitar hacia una relación menos inequitativa entre las mineras y las comunidades. Sin embargo, también fue una experiencia para aprender que el mejor medio para que los pueblos se defiendan de la minería radica en desplegar medidas preventivas.

Precisamente, estas medidas fueron las que se vieron obligados a desplegar los pueblos de la Montaña. En los últimos años el territorio de los pueblos indígenas de la Montaña y Costa Chica de Guerrero ha despertado el interés del sector minero debido a los 42 yacimientos mineros que en ella se encuentran. En respuesta, se ha constituido un Consejo de Comunidades Agrarias en defensa del territorio de la Montaña.

De este proceso, es de destacar la lucha emprendida por la Comunidad Me’phaa de San Miguel Del Progreso. Para verificar los rumores sobre la existencia de concesiones mineras en la Montaña de Guerrero, en 2013 las autoridades de San Miguel Del Progreso – Juba Wajiín presentaron diversas solicitudes de información a la Secretaría de Economía y confirmaron la existencia de dos concesiones dentro de su territorio, abarcando casi el 84% del mismo, otorgadas por 50 años a una minera trasnacional. Luego de comprobar que su territorio se encontraba en riesgo, la Asamblea Comunitaria determinó impugnar legalmente las concesiones, considerando que la comunidad ya había acordado en una Asamblea Agraria no dar su anuencia a la realización de actividades de exploración y explotación minera, registrando dicho acuerdo en un Acta que fue debidamente inscrita ante el Registro Agrario Nacional. Posteriormente, el 15 de julio de 2013 la Comunidad San Miguel Del Progreso – Júba Wajiín inter- puso una demanda de amparo contra la entrega de esas concesiones. El miércoles 12 de febrero de 2014 fue notificada una sentencia histórica a su favor. No obstante, el Gobierno Federal impugnó la decisión judicial, que hoy podría ser resuelta definitivamente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación para analizar, por primera vez, la Ley Minera que tanto lastima en la actualidad a los pueblos originarios. En paralelo a esta lucha jurídica, las autoridades de San Miguel Del Progreso, como el resto de los dignos pueblos de la Montaña, son conscientes de que la mejor defensa del territorio es la organización comunitaria, en la que perseverarán independientemente del resultado del amparo.

En La Parota y en Carrizalillo, lo mismo que frente a la amenaza minera en la Montaña, aprendimos a defender derechos colectivos. Un desafío no menor, pues ante estas situaciones las definiciones de la defensa deben construirse comunitariamente, de modo que los organismos de derechos humanos caminamos en este proceso siempre un paso atrás de los movimientos sociales y las comunidades, que son quienes en todo momento dirigen la lucha, frente a las agresivas estrategias de los actores económicos, cuyos modos de proceder son en ocasiones más virulentas que las del Estado, en los casos tradicionales de violaciones a derechos humanos.

Desde Tlachinollan, esta experiencia en la defensa de los derechos colectivos nos ha servido para impulsar, todavía de manera eficiente, procesos de exigibilidad y justiciabilidad de los derechos sociales. En luchas como la protagonizada por la comunidad Na Savi de Mini Numa para acceder a la salud o como la protagonizada por la comunidad Me’phaa de Buena Vista para acceder a la educación, aprendimos a caminar con los pueblos que buscan mejores condiciones de vida empleando todas las herramientas al alcance, a partir de las definiciones comunitarias, con las definiciones del sujeto colectivo.

Pero incluso en estos casos colectivos hemos aprendido que también hay siempre rostros concretos. Estos procesos de reivindicación y defensa de los derechos no sólo los impulsan las comunidades en lo colectivo, sino que también desempeñan una labor determinante personas que en lo individual no se arredran ante la responsabilidad que les demanda, en un momento histórico preciso, la situación de su pueblo. Ellos y ellas han marcado la historia de Tlachinollan, y en estos primeros veinte años les rendimos tributo, lo mismo que a sus comunidades, por cuya subsistencia digna han luchado.

  • Aprender a trabajar con los más invisibilizados

Los rostros de las familias migrantes de la Montaña son también parte de nuestra historia. Se estima que en México más de 400 mil familias están en permanente movimiento entre sus lugares de origen y las zonas a las que migran. Alrededor del 26% de la población mexicana es migrante y de ellos, nueve de cada diez son migrantes internos. Pero la situación de las y los jornaleros agrícolas no forma parte de la agenda pública en materia de migración. Cuando se discute en México la situación de los migrantes, ésta inmediatamente se asocia a las oprobiosas condiciones que enfrentan las personas centroamericanas que atraviesan México, o bien a las luchas de los compatriotas en Estados Unidos. La sistemática violación de los derechos humanos de las miles de familias indígenas que año con año migran a los grandes campos agrícolas de los estados norteños para subsistir, oscila entre la invisibilidad y la indiferencia.

En Guerrero, durante los últimos 13 años han migrado cerca de 400 mil jornaleros y jornaleras agrícolas. La región de la Montaña se caracteriza por expulsar mano de obra a 16 entidades federativas del país. En un contexto de marginación y pobreza, la migración hacia los campos agrícolas se ha convertido en una estrategia de sobrevivencia a la que recurren poblados enteros: el dilema es entre migrar o morir. Para atender esta problemática, en el Centro de Derechos Humanos de la Montaña, abrimos hace algunos años un área específica de atención para la población jornalera.

A partir del registro de la migración de miles de familias jornaleras de la Montaña de Guerrero a los campos agrícolas del norte de México, Tlachinollan ha documentado la sistemática violación de los derechos humanos de este olvidado sector. Estos abusos deben enmarcarse en patrones más amplios de violaciones a derechos humanos, como las siguientes: ausencia de contratos; nulo acceso a la seguridad social; condiciones de estancia indignas; trabajo infantil, entre otros.

En las visitas de documentación realizadas por el equipo de Tlachinollan a los campos, hemos constatado que la población jornalera no tiene información sobre los programas sociales; que servicios elementales como las estancias infantiles no son gratuitos; que la cobertura de los programas es limitada; que la promoción social se ha reducido a la transferencia de recursos; que los trámites que las familias deben de cubrir para ser beneficiarios de los programas son en exceso complejos; que el acceso a servicios gratuitos de asesoría y representación en materia laboral es sumamente limitada; y, sobre todo, que la política social está condicionada a las necesidades de las empresas agrícolas. Ante la retirada del Estado como garante de derechos en el ámbito de las relaciones laborales que se dan en los campos agrícolas, la política social termina siendo el paliativo que asegura que la mano de obra barata siga fluyendo. Las instituciones estatales terminan siendo, en este esquema, poco más que agencias de colocación.

Hoy, los programas sociales diseñados para la atención de la población jornalera están hechos para reproducir el esquema de explotación laboral. No podemos ser ingenuamente optimistas: el tránsito hacia el pleno respeto de los derechos de las y los jornaleros exige cambios profundos en el modelo económico instalado en México desde hace más de veinte años y modificaciones sustantivas en la política social.

Al margen de lo anterior, la sabiduría ancestral de los pueblos de la Montaña y el aprendizaje respecto de la indiferencia gubernamental, obligan a las y los jornaleros a tomar en sus manos la defensa de sus derechos. y en esa senda se avanza incesantemente, pese a toda la adversidad. Ahí están los esfuerzos incipientes por formar un Consejo de Jornaleros de la Montaña. Desde Tlachinollan, en ello ciframos nuestra esperanza, en medio de la abrumadora desazón que genera la situación de las y los jornaleros en el presente.

El aprendizaje que nos ha dejado caminar con las y los jornaleros durante estos años ha sido el de la dignidad inquebrantable de quienes año con año salen a buscar las oportunidades que en Guerrero se les niegan. El reto no ha sido sencillo: acompañar a un sector de la población inmerso en los ciclos de la movilidad humana es en sí mismo un desafío. Pero rostros como los de Hermelinda, migrante Me’phaa de Francisco I. Madero, que ante el Senado de la República dio su testimonio de vida y exigió mejores condiciones de vida para las y los jornaleros, nos impulsan a seguir adelante.

 

  • Aprender a defender los derechos humanos en el imperio de la delincuencia organizada encubierta por las autoridades estatales

En la medida en que Tlachinollan escudriñó las complicidades que se urden dentro de los aparatos de seguridad y de justicia del estado con los grupos del crimen organizado, fuimos constatando el resquebrajamiento de las instituciones de gobierno y el hundimiento de un sistema corroído por la corrupción. Esta crítica realidad nos obligó a sopesar nuestras formas de intervención ante determinados casos con los diferentes actores estatales. ya no sólo se trataba de lidiar con los policías ministeriales por sus prácticas sistemáticas de detener arbitrariamente a personas que se encuentran dentro de su base de datos desactualizada de órdenes de aprehensión, sino tener que confrontarse con grupos caciquiles que controlan los hilos del poder económico y político a nivel regional y que tienen alianzas tanto con las corporaciones policiacas y el Ejército, como con la delincuencia organizada. En Guerrero, la sociedad civil queda inerme en medio del violento fuego cruzado del Estado y la delincuencia, con la agravante de que en la mayoría de las ocasiones la línea entre ambos es tenue o inexistente.

 Para hacer frente a la violencia policial, conformamos con Insyde y Fundar el Monitor Civil de la Policía y de los Cuerpos de Seguridad Pública en La Montaña de Guerrero, cuya capacidad de sistematización nos dejó grandes aprendizajes. Pero frente a las otras violencias, la mejor estrategia ha sido sobrevivir.

La segunda década del trabajo de Tlachinollan ha estado marcada por la persecución encarnizada de líderes de organizaciones sociales; por los asesinatos de periodistas, de defensores de derechos humanos, de líderes sociales y de políticos connotados. La ola de violencia ha sido apabullante y se profundizó durante las administraciones de Felipe Calderón y Ángel Aguirre Rivero. El elevado número de asesinatos ha colocado a Guerrero como uno de los estados más violentos del mundo.

La descomposición ha sido profunda y vertiginosa. Cuando la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán (OCESP), decidió detener los camiones de las empresas madereras, se topó con el poder caciquil de Rogaciano Alba y Bernardino Bautista, quienes tenían en el ejército y la policía ministerial a sus mejores aliados. Fue en 1998. Por aquellos años el ejército se encargó de detener y torturar a los ecologistas Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera. Más adelante, los caciques encarcelaron con falsedades al ecologista Felipe Arriaga. y el 19 de mayo de 2005, Albertano Peñaloza Domínguez, miembro de la OCESP, fue víctima de un atentado en el que perdieron la vida dos de sus hijos. Esta acometida inició el éxodo de decenas de familias de la Sierra.

En los albores del nuevo milenio, la Costa Grande se convirtió en el campo de batalla entre los cárteles de la droga. Los viejos cacicazgos perdieron su hegemonía y los presidentes municipales en turno optaron por plegarse a los dictados de los nuevos jefes de las plazas. En el Guerrero de la alternancia todo cambió para mal: las autoridades sucumbieron ante la embestida delincuencial y dejaron inerme a la población. Con los años, ese modelo se extendió a toda la entidad y es el que priva hoy. En la simbiosis entre narcotraficantes, judiciales, policías, militares, funcionarios y alcaldes se incubó la calamitosa violencia que hoy azota al pueblo guerrerense.

Para las organizaciones sociales, el realineamiento de amplias franjas del aparato estatal de justicia y seguridad con los intereses del crimen organizado ha multiplicado los riesgos de la lucha. La mezcla de los intereses polí- ticos con los delincuenciales gestó una alianza perversa para enfrentar a los movimientos sociales.

Desde 2009, cuando en Ayutla fueron desaparecidos y después ejecutados los líderes Na Savi Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas, la descomposición ha sido vertiginosa. El 13 de febrero de 2009 Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas, presidente y secretario de la OFPM, fueron desaparecidos, cuando se encontraban en un acto público. Siete días después, el 20 de febrero de 2009, los cuerpos de los dirigentes indígenas fueron encontrados sin vida y con visibles huellas de tortura, hecho que hoy continúa impune. Tras los atentados en contra de ambos defensores del pueblo Na Savi, y ante la evidente y grave situación de riesgo de las y los defensores indígenas en Ayutla, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) solicitó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorIDH), Máximo Tribunal Regional en la materia, el otorgamiento de medidas provisionales a favor los familiares de Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas; de varios integrantes de la OFPM como Alicio Ponce Rosas, Victoriano Ponce Rosas, Toribio Santos Flores, Jorge Luis García Catarino, Aurelio García de los Santos, Santiago Ponce Rosas y Maximino García Catarino; así como de las y los integrantes de la OPIM y de Tlachinollan. Las medidas fueron otorgadas por la CoIDH el 9 de abril de 2009 a favor de un total de 107 defensores y defensoras de derechos humanos de Guerrero en el caso Inés Fernández y Otros. Dichas medidas aún continúan vigentes, aunque han sido cumplidas con negligencia por el Estado mexicano.

Pese a ello, la falta de garantías de seguridad para las y los defensores en Ayutla, obligó a que el 25 de marzo de 2009, a través de una conferencia de prensa en el Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS) en la ciudad de México, Tlachinollan hiciera pública su decisión de cerrar temporalmente sus oficinas en Ayutla ante la falta de condiciones para continuar desempeñando su labor.

Fue hasta el 16 de junio de 2011 cuando, dada la necesidad de documentar las graves violaciones a los derechos humanos que persisten en la actualidad en la región de la Costa Chica de Guerrero, Tlachinollan reabrió sus oficinas en Ayutla. Como se dijo durante el acto, esta decisión no significó que la situación de riesgo hubiese sido superada o que el Estado mexicano hubiese llevado a cabo las acciones necesarias para dar cumplimiento a las medidas provisionales otorgadas por la Corte Interamericana. Por el contrario, en la reapertura se insistió en responsabilizar a los gobiernos estatal y federal de las represalias que pudieran presentarse tras la apertura.

Pero la descomposición no paró ahí. Las desapariciones forzadas de los ecolo- gistas Eva Alarcón y Marcial Bautista en diciembre de 2011 lo evidenciaron. Esto lo aceptan las propias autoridades, pues ha responsabilizado de la autoría material de los hechos a un comandante de la corrupta Policía Ministerial estatal. Por esos días, hay que recordar, la misma Procuraduría a la que pertenece esa policía se vio exhibida en su intento de sembrar un arma a un joven para atribuirle la ejecución extra- judicial de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús.

En Guerrero la muerte tiene permiso para segar de un tajo las vidas de defensores de derechos humanos, luchadores sociales y activistas. y en una entidad que durante los últimos años se ha convertido en el estado más violento del país, con municipios que se encuentran entre los más peligrosos de México, hoy le es fácil a los poderosos deshacerse de las voces incómodas y atribuir las ejecuciones al río revuelto de la crisis de seguridad.

Esta situación no cambiará mientras el estado procure impunidad. Al no esclarecerse las ejecuciones y al no sancionarse a los responsables, el mensaje es claro: la muerte de estudiantes, defensoras y activistas es aceptable. Cuando se analiza la acción de la justicia guerrerense, el contraste es brutal: mientras que ninguna persona se encuentra en prisión por los crímenes cometidos contra los estudiantes de Ayotzinapa, activistas de la policía comunitaria se encuentran encarcelados enfrentando acusaciones por delitos tan graves como el terrorismo.

En el campo de la lucha social guerrerense, la pregunta que angustia hoy es: ¿Quién sigue? La reacción de la sociedad es aún incierta. Como lo ha señalado con su característica precisión Adolfo Gilly: la “violencia cotidiana pesa como una fuerza de desorganización para intimidar, desmoralizar, paralizar y disolver resistencias y respuestas”. Pero el pueblo guerrerense no se arredra.

 En la segunda década del siglo XXI, Tlachinollan ha conocido el rostro del miedo, como muchas y muchos defensores en México. La labor de las defensoras y los defensores de derechos humanos se ha dificultado. En los últimos años, hemos tenido que adoptar medidas de autoprotección que nunca pensamos adoptar. Vidulfo Rosales Sierra, abogado de Tlachinollan, tuvo que dejar temporalmente el país debido a que recibió diversas amenazas de muerte; mensajes similares fueron recibidos por el mismo defensor unos meses después. Más recientemente dos integrantes de la organización fueron víctimas de un violento delito al que venturosa- mente sobrevivieron, cuya denuncia en vez de motivar una respuesta de seguridad generó nuevos riesgos al filtrarse a la prensa los pormenores de lo ocurrido.

Año con año, Tlachinollan ha denunciado el creciente deterioro de las condiciones para defender los derechos humanos en el Estado de Guerrero. Hemos solicitado medidas cautelares y provisionales; hemos cerrado temporalmente una de nuestras oficinas; hemos circulado acciones urgentes; hemos exiliado por un lapso de tiempo a alguno de nuestros compañeros; hemos impulsado con muchas organizaciones una Ley en la materia y un Mecanismo de Protección a nivel federal, así como un protocolo de investigación a nivel estatal. Sin embargo, los riesgos persisten en un contexto donde la violencia es cotidiana y donde cualquiera puede ser víctima de los más violentos crímenes.

Así, frente al rostro del miedo, hemos aprendido a no claudicar, inspirándonos en los rostros firmes de las personas y comunidades a las que acompañamos, que en condiciones aún más adversas perseveran en sus luchas por la justicia.

  • Aprender a forjar una identidad propia

Como Centro de Derechos Humanos ha sido determinante para Tlachinollan establecer una relación directa con la población, escuchar de viva voz los problemas que más aquejan a quienes acuden a nuestras oficinas en Tlapa y Ayutla. Como organización de puertas abiertas, hemos querido ser garantes de un espacio donde la gente se sienta en confianza y donde pueda ser escuchada y se sienta respetada.

Para Tlachinollan, es muy importante que las personas estén acompañadas y sepan que podemos asumir su representación. Ha sido de suma valía la conformación de un equipo pluricultural y multilingüe, porque facilita el diálogo con las personas de la región y hace más fructífero el intercambio de saberes con la población que se siente agraviada. Esta ventana que da a la Montaña y por donde peregrinan todos los pueblos nos ha obligado a replantear nuestras formas de trabajo y nuestras visiones sobre determinadas problemáticas. El trabajo interdisciplinario combinado con la sabiduría comunitaria ha sido un crisol de saberes y visiones que debemos de tomar en cuenta a la hora de intervenir en algún caso o de construir una estrategia de defensa.

Las herramientas jurídicas son indispensables porque se tienen que aplicar y utilizar en la defensa de los casos, para plantarse ante las autoridades con conocimiento de la materia y exigir que actúen conforme lo pres- criben las leyes. Es importante que las autoridades sepan que el terreno que pisamos lo conocemos igual o mejor que ellos. El reto es saber encontrar y combinar la diversidad de recursos jurídicos para ponerlos al servicio de la gente que está ávida de que la ley la proteja y le haga justicia. Más que elucubrar sobre la eficacia o conveniencia de utilizar el derecho positivo en contextos indígenas, lo que nos planteamos en la práctica es cómo hacer que los deficientes recursos existentes serán útiles a la población agraviada, si les pueden servir para defender sus derechos.

Las herramientas de denuncia internacional también son fundamentales. A lo largo de 20 años de trabajo, Tlachinollan ha podido consolidar una amplia red de contactos en la comunidad internacional, que permanecen atentos y solidarios a la situación de los derechos humanos en México. Sus llamados urgentes y pronunciamientos oportunos, nos han brindado una cobertura que sin duda ha contribuido a mantener abierto el espacio en el que realizamos nuestro trabajo.

Las herramientas de comunicación social son también de vital importancia. La palabra de las víctimas individuales y colectivas, así como el punto de vista de las y los defensores de derechos humanos, ha podido difundirse a través de un área de comunicación que ha sabido allegar la información a periodistas que honran su profesión contando las historias y las luchas de los de abajo.

Las herramientas de organización comunitaria resultan asimismo esenciales. Contar con un equipo que pase la mayor parte del tiempo en comunidad participando en procesos de ordenamiento territorial participativo, ha permitido a Tlachinollan dar un salto cualitativo en la cercanía con los pueblos y, sobre todo, en el ejercicio concreto de sus derechos.

La articulación, por otra parte, es para Tlachinollan de la más alta importancia. Con nuestras organizaciones hermanas de la Red Guerrerense de Organismos Civiles de Derechos Humanos y de la Red Nacional Todos los Derechos para Todos y Todas compartimos un vínculo al cual nos aferramos en los momentos más difíciles. También hemos encontrado cobijo en compañeros y compañeras de organizaciones como PBI, Fundar, el Centro Prodh, WOLA, LAWG, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Coordinadora Alemana, el Centro Robert F. Kennedy, CEJIL, JASS, entre muchas otras. Su abrazo solidario no lo hemos dejado de sentir nunca en nuestra agreste Montaña; sus correcciones oportunas y fraternas, nos ayudan a ser humildes y a no vivir del pasado.

Finalmente, las herramientas de desarrollo institucional y administración son de primera relevancia. Gracias al aporte silencioso pero diligente de muchos compa- ñeros y, sobre todo, compañeras, de Tlachinollan ha podido consolidarse como una organización sostenible que se proyecta en su servicio hacia el futuro. Su trabajo ha sido vital para que contrapartes tan relevantes como la Fundación MacArthur, la Fundación Ford, Misereror, Pan Para el Mundo, MMM, IAF, AJWS, Global Fund for Human Rights, la Fundación Böell, Mission México, entre otras, confíen en Tlachinollan y nos apoyen para poder realizar nuestro trabajo. Que hayan creído en nuestro sueño nos impulsa a seguir luchando para hacerlo realidad.

Estos son algunos de los rasgos de Tlachinollan hacia el interior. Hacia el exterior, una marca de identidad que nos define es reconocer que el empuje y la vehemencia de los pueblos es la piedra de toque que le da consistencia y proyección a las luchas. La organización comunitaria es la plataforma para cualquier estrategia, jurídica, política o mediática. Las asambleas son como el borbollón de agua que refresca y da fuerzas para salir con gallardía a pelear palmo a palmo en las oficinas y en las calles contra los que intentan despojar el patrimonio. En los casos de La Parota, Mini Numa, Buena Vista y San Miguel El Progreso, por nombrar sólo algunos ejemplos, quienes marcaron la pauta y nos empujaron a dar el salto jurídico para armar la estrategia, fueron los mismos pobladores. Todos ellos en diferentes momentos y circunstancias llegaron a Tlachinollan para explicarnos el asunto, pero sobre todo para decirnos que venían en nombre   de la comunidad. Es tan solemne el acuerdo que la comunidad o la organización toman para defender un derecho colectivo, que levantan un acta y la firman las autoridades y todos los asambleístas. 

Son decisiones precedidas por consultas previas donde la apuesta es total y es que los pueblos se ven obligados a salir de la comunidad para ir en busca de un organismo que esté dispuesto a luchar con ellos. No importan las horas de camino; las vueltas a la capital del estado; los gastos que implican sus desplazamientos; lo lento y lo largo del proceso; la presencia de una representación amplia de la comunidad y la necesidad de alzar la voz, de protestar y de tomar el micrófono para hablar con los medios. Todo ello lleva a un hermanamiento, a tratarnos como grandes amigos, a establecer lazos muy fuertes con las comunidades y a compartir momentos festivos para celebrar las luchas y los triunfos.

Sin el pulso de la realidad que en todo momento nos interpela; sin pisar bien el terreno donde acontecen las agresiones y abusos; sin la atención diaria y continua, y sin la documentación básica de los casos, para Tlachinollan hubiera sido imposible echar raíz en la región y ser un baluarte en la defensa de los derechos humanos. El arraigo a nuestra región, en contraposición de la defensa de los derechos humanos a distancia que hoy parece en boga, ha sido un sello distintivo de Tlachinollan.

Otro rasgo de nuestra identidad ha sido dar preeminencia a la atención de las víctimas y otorgarles valor y credibilidad a sus palabras. Éste ha sido un imperativo ético que pone a prueba nuestra identidad como defensores y defensoras, aunque nos exponga a acechanzas que van desde campañas de desprestigio, acusaciones dolosas, denuestos, persecuciones y amenazas de muerte.

A lo largo de esta travesía, hemos tenido la bendición de aprender que esa casa que es Tlachinollan la construimos, a mano vuelta, entre muchos y muchas. La historia del Centro de Derechos Humanos de la Montaña la han escrito innumerables rostros de compañeros y compañeras que han dejado su corazón en Tlachi: desde las decenas de personas que día a día llegan con sus problemas a cuestas a la oficina, hasta las contrapartes sin cuyo generoso apoyo no podríamos realizar nuestro trabajo; desde las comunidades y personas con quienes hemos buscado justicia, hasta los jóvenes voluntarios que nos han regalado algunos meses de voluntariado. Para todos y todas los que han llenado con su indignación y sus sueños de justicia esa casa de puertas abiertas que es Tlachinollan, nuestro profundo agradecimiento, por ayudarnos a sembrar la milpa comunitaria de los derechos humanos.