Abel Barrera Hernández
“En la orilla de la laguna” donde sembramos maíz y cultivamos jitomate y chile, ya no es el paisaje de las aguas tranquilas de la montaña baja de Guerrero. Es un sitio pesado y muy escabroso, donde abundan los vestigios de plomo, y el zumbido de las balas de los cuernos de chivo, son una amenaza constante. Hasta para arrear a los animales que van a tomar agua hay que ir acompañado, porque solo te pueden levantar o matar. El machete ya no sirve para enfrentar los peligros. La escopeta es un artículo de primera necesidad. Es para defender nuestra vida, porque en el cerro, y en cualquier paraje, nos pueden venadear.
Los módulos de seguridad que se construyeron en algunos caminos, son los monumentos a la corrupción y a la simulación de las autoridades. Ni para pintar grafitis o guarecerse de la lluvia, sirven. Son más efectivos los retenes que instala la delincuencia en el cruce de caminos y en las entradas a las comunidades. Obviamente que no están para brindar seguridad a la población, sino para causar terror. Son cercos para impedir la entrada de foráneos. La vigilancia es de día y de noche. Es para checar qué vehículos son locales y cuáles proceden de otros lugares. No solo revisan el equipaje, también interrogan al personal. Si ubican a personas como parte de otro grupo rival o que son desconocidas, de inmediato quedan detenidas. Por radio los jefes ordenan lo que procede. Solo con ellos hay que negociar su libertad. Es muy riesgoso pedir el apoyo a las autoridades, porque además de no actuar, de inmediato les reportan que están pidiendo su intervención. Suele salir más costosa la denuncia o la solicitud de auxilio, que buscar un contacto con los jefes inmediatos para resolver el entuerto.
El cerco del crimen funciona con otra lógica; se trata de impedir que agentes externos, sean del estado o particulares, ingresen a los territorios donde han sometido a la población. Los filtros son para monopolizar todas las actividades económicas que tienen auge en la región. Se resquebraja el poder comunitario y se impone la política clientelar de los partidos. Este esquema facilita la cooptación política y el corporativismo delincuencial. Se ha llegado a identificar la filiación política con el grupo delincuencial. Las personas que le apuestan a determinado partido y pierden, no solo serán excluidas de algún apoyo nimio, también corren el riesgo de padecer el amedrentamiento y la vendetta de quienes controlan la comunidad.
El halconeo es la actividad más redituable para los jóvenes de la región a quienes muy poco les atrae el programa federal jóvenes construyendo el futuro. En el primero, les proporcionan sus herramientas de trabajo: uniformes, botas, cuerno de chivo, balas y un sueldo semiprofesional con la garantía de escalar en la carrera delincuencial y con la oferta de agenciarse el botín en sus incursiones armadas. El negocio de la muerte en las hondonadas del olvido es sinónimo de prosperidad.
La creación de nuevas “cuadrillas” o asentamientos humanos por parte de la delincuencia, son para expandir su control territorial y ganar terreno más allá de los límites agrarios. La toma de las comisarías y la suplantación de las autoridades comunitarias y agrarias, es para propiciar el aniquilamiento del orden comunitario. Las asambleas quedan desarticuladas, ya no hay una mesa de autoridades que coordine. Son los jefes de la banda los que se posicionan de los espacios públicos donde se instalan para resguardar sus armas. Convocan a los jefes de familia y a los jóvenes para implantar la ley del gatillo. Ajustan cuentas con quienes consideran sus enemigos y provocan la huida y el desplazamiento de las familias que han perdido a sus padres o hermanos. El descabezamiento de la jerarquía cívico religiosa, abre paso al sicariato liderado por jóvenes que obligan a las mujeres a preparar los alimentos, padeciendo los tratos discriminatorios y las agresiones sexuales. Se alienta la conflictividad agraria con las comunidades vecinas para disputar los bosques, el agua, los terrenos fértiles y las rutas para el trasiego de armas y enervantes.
La geopolítica diseñada por centurias entre los pueblos indígenas para expandir su dominio, ahora la aplica el crimen organizado. Los jefes de las organizaciones criminales se han erigido en los caciques sanguinarios que tienen bajo su mando a grupos de sicarios que obligan a los pobladores a realizar actividades ilícitas. En las cabeceras municipales, la presidenta o el presidente actúan con bajo perfil. Están supeditados a los intereses macro delincuenciales que se disputan en la región. Los partidos políticos y los grupos de poder saben cuál es la ruta a seguir en los territorios donde existe el poder del narco. Tanto el presupuesto público tiene que ejercerse de común acuerdo con los jefes, como el cobro de cuotas, los giros comerciales, el halconeo y la seguridad, que queda en manos de quienes llegaron para imponer su ley, más allá de los candidatos o candidatas que ganen en las futuras elecciones.
La estructura delincuencial es el núcleo duro del poder local, que ninguna autoridad, corporación policiaca, ejército o guardia nacional se atreve a enfrentar, mucho menos a desmantelar. Tendrían que recibir órdenes superiores de la federación para que este sistema macro delincuencial deje de ser parte de un sistema de gobierno basado en la corrupción y la impunidad. Un aparato burocrático donde se han enquistado los partidos políticos, que funcionan como agencias de colocación, al vender las candidaturas al mejor postor y afianzar sus nexos con la delincuencia organizada.
La tragedia más grande es que los habitantes de las comunidades han quedado atrapados en las garras de la maña. Son parte del nudo ciego que nos asfixia, porque se ha trastocado el núcleo de la vida comunitaria. Esta situación desastrosa no le interesa conocer a las autoridades estatales ni federales. Solo observan a la distancia y con la pantalla enfrente, imágenes que hablan de una larga historia marcada por la discriminación y el oprobio. No les dan credibilidad a las trágicas historias de las viudas y los huérfanos; a las familias desplazadas y a los niños que no pueden ir a la escuela, ni cuidar sus chivos en el cerro, porque la lluvia de balas cae a cualquier hora.
Lo más grave de esta narrativa es que la parte oficial se ha quedado con la versión de las autoridades que viven en la ciudad, que estigmatizan y criminalizan a las comunidades indígenas. Emiten juicios con sus resabios racistas, utilizando el arquetipo del indígena bárbaro, del montañero remontado. Descontextualizan los hechos, ignoran los agravios y se rasgan las vestiduras al observar el desfile de los 34 niños armados de Ayahualtempa. Ellos no estudian, porque la secundaria está en territorio de la delincuencia. Para cuidar sus chivos tienen que repeler la agresión armada y para mantenerse en vela en las noches de balaceras, no pueden quedarse rezando en sus pisos de tierra. Por eso embrozaron sus armas.
Publicado en la sección de opinión en el diario La jornada