Derechos civiles y políticos OPINIÓN | Balaceras al amanecer Abel Barrera Hernández El viernes 27 de diciembre, cuando varias familias desplazadas sepultaban a doña Lucia Trujillo Guzmán en Chichihualco, Guerrero, un grupo del cartel de la sierra incursionaba en el Carrizal. Al amanecer del día 28 otro grupo armado, apostado en el cerro, iniciaba la balacera contra los habitantes de El Naranjo, la comunidad más cercana a Chichihualco. Más de 8 horas duró la refriega, dejando como saldo varios heridos y el asesinato del menor Isair López Salgado, quien fue alcanzado por las balas cuando huía con varias niñas y señoras. Estas acciones delincuenciales son recurrentes en la mayoría de los municipios serranos, que se ubican en las regiones de la Tierra Caliente, Costa Grande, Norte y Centro del Estado. El caso más conocido de desplazamiento interno forzado masivo lo registró el centro de derechos humanos José María Morelos, de Chilapa. Ellas y ellos han tenido el valor de acompañarlos desde el 11 de noviembre de 2018, cuando alrededor de 1,600 familias de los Morros, Campo de Aviación, Isotepec, Corralitos, El Carrizal, La Escalera y Filo de Caballos, emprendieron la huida hacia Chichihualco, ante la toma armada que hicieron los grupos de la delincuencia de sus territorios. En sus incursiones violentas, se meten a las casas, toman como rehenes a los hombres para incorporarlos a sus filas y las mujeres, son ultrajadas y obligadas a elaborar alimentos para todos. La disputa territorial en el macizo de la sierra sureña ha sido sórdida. Al ser una región inextricable, la ley se dirime en las refriegas cotidianas que se dan entre las organizaciones criminales que se asientan en los nichos estratégicos para mantener su dominio. Los presidentes municipales y los policías están supeditados al poder real impuesto por los jefes de la sierra. La férrea disputa por la siembra, el trasiego y la comercialización de las drogas se mezclan con los intereses económicos de las empresas mineras. Carrizalillo y Media Luna nos muestran el tamaño de la catástrofe ambiental y comunitaria que conlleva un alto costo de vidas humanas, desplazamientos forzosos masivos y un grave riesgo para sobrevivir bajo la metralla. Este modelo depredador ha urdido los intereses macroeconómicos de las transnacionales con los intereses funestos de la delincuencia organizada. Los grupos armados son ungidos como los guardianes del gran capital, los que cuentan con licencia para matar y tomar por asalto a las poblaciones que se niegan a enrolarse en actividades ilícitas. Se da una connivencia perversa empeñada en despojar a las comunidades de sus territorios sagrados, en desplazarlas a punta de bala y en imponer la ley de fuego. Existe un gran número de familias desplazadas de los municipios de San Miguel Totolapan, Apaxtla de Castrejón, Arcelia, Coyuca de Catalán, General Heliodoro Castillo (Tlacotepec), Eduardo Neri, Pungarabato (Ciudad Altamirano) y Leonardo Bravo, que se han refugiado en las ciudades de Chilpancingo, Cuernavaca, Zihuatanejo y Acapulco. Las familias desplazadas de Chichihualco cobraron notoriedad por el plantón de 40 días que realizaron en la entrada del Palacio Nacional. Después de varias reuniones con autoridades de la secretaria de gobernación se acordó el retorno temporal a la cabecera municipal de Leonardo Bravo. Su estancia ha tenido que enfrentar múltiples obstáculos, no solo por la falta de apoyo para la compra de la canasta básica y la renta de sus viviendas, sino por la estigmatización que sufren, por parte de unos funcionarios del estado, quienes han señalado que son del crimen organizado, como los sierreños que también están armados. El plan que se diseñó con las autoridades federales y estatales para el retorno de las familias ha fracasado. Se ha postergado dos veces, y hasta la fecha no se vislumbra la posibilidad de regresar, ante la alta conflictividad que se expresa en las incursiones armadas. Las balaceras al amanecer son las que invaden de miedo a las familias desplazadas, no sólo porque les han informado de que algunas de sus viviendas ya están ocupadas por otras personas, sino porque varias fueron quemadas. A pesar de tantas adversidades y de los signos ominosos de la violencia que cada mañana anuncian la muerte, las familias campesinas se aferran a su terruño, pelean por el derecho a retornar a sus hogares, a trabajar en sus parcelas y a reencontrarse con los familiares dispersos. En muchas comunidades serranas están aún lejos de alcanzar la paz. No hay posibilidades de que los actores armados se replieguen y mucho menos que dejen las armas. Han proliferado los grupos armados y existe una recomposición al interior de las mismas organizaciones criminales, que por un lado, se han dividido y por la otra parte, han establecido alianzas, dejando a la población en medio de la metralla. El día 28 de diciembre, al filo de las tres de la tarde, subió un convoy con elementos de la Guardia Nacional, del ejército mexicano y la Unidad de Fuerzas Especiales de la policía del estado, a la comunidad de El Naranjo. Su presencia ostentosa generó expectativas entre las familias desplazadas. Creyeron que su llegada sería para establecerse en los tres puntos estratégicos acordados con el gobierno federal. Todo quedó trunco porque solo subieron para replegar a los armados. Esta situación generó fricciones entre las personas desplazadas con los mandos de la policía del estado. Pedían que no se retiraran, porque su presencia efímera, solo alentaría la confrontación. Era como picar al avispero. No hubo entendimiento, por el contrario, usaron la fuerza y las armas para amedrentar a la población. No solo agredieron algunas personas mayores sino también a compañeras defensoras de derechos humanos y a periodistas. El director del Centro Morelos, Manuel Olivares, por abanderar los reclamos de las personas desplazadas fue retenido, despojándolo de su celular, del equipo de cómputo y de documentos relacionados con el caso. Su vehículo fue dañado. La defensora Teodomira Rosales fue sometida a golpes y encañonada por una mujer policía. Se abalanzaron contra los periodistas para impedir que registraran sus fechorías. La lucha de las familias desplazadas se tornó más peligrosa porque saben con los grupos de la delincuencia seguirán incursionando en sus comunidades. El peligro es mayor porque las autoridades han sido incapaces de contener la violencia y garantizar un retorno seguro. Mientras tanto, las balaceras continúan. La llegada del nuevo año, fue recibida con metralla en lo alto de los cerros. Es un mal augurio para este 2020. Publicado originalmente en el periódico La Jornada Share This Previous ArticleOPINIÓN | Una luz en la oscuridad Next ArticleOPINIÓN | Cómo pinta el nuevo año 4 enero, 2020