Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (Ensu) realizada por el Instituto nacional de Estadística y Geografía (Inegi) durante la primera quincena de marzo, el 87.7% de la población de Acapulco se siente insegura, en Chilpancingo el 86.6% y en Zihuatanejo el 75.4. Es una muestra nacional que se aplicó en 67 ciudades del país. El promedio de esta percepción es de 74.6, encabezando la lista nacional Tapachula, Chiapas, con el 96%, seguida de Villahermosa, Tabasco con 95.2 y en tercer lugar Cancún, Quintana Roo con el 93.3 por ciento.
Acapulco se ubica en el noveno lugar nacional, Chilpancingo en el onceavo y Zihuatanejo, cerca de la media nacional. Esta percepción de la inseguridad no sólo se da en las principales ciudades, también permea en la opinión de la gente que vive en zonas periféricas, tanto de las ciudades como del campo. En nuestro estado, existen regiones peligrosas, como la Tierra Caliente, donde la gente ha optado por salir de sus localidades para refugiarse con familiares en la Ciudad de México. Muchas familias no tienen otra opción que padecer el viacrucis de la delincuencia, que les impone las cuotas y los condiciona para que compren sus productos con los proveedores afines a sus intereses. Es una zona silenciada, donde ocurren muchos asesinatos, pero que la población prefiere callar, porque ha dejado de confiar en las autoridades. Sabe que quienes imponen el orden con las balas son las bandas del crimen, y que las autoridades municipales, quedan como simples administradores de los recursos públicos, que en buena medida se los disputan estos grupos al exigir cuotas con la asignación de obras.
En la región Norte la confrontación por el control territorial también es de una intensidad muy alta, al grado que los mismos grupos empresariales han sucumbido ante el poder delincuencial. La ausencia de los tres niveles de gobierno, que han dejado de ser los garantes del orden, y la complicidad de varios agentes de seguridad con las organizaciones criminales, la clase empresarial no tiene otra alternativa que pactar y establecer acuerdos económicos con estas organizaciones que ejercen el control en varios giros de la economía regional. Se ha llegado al extremo que las mismas empresas mineras han integrado a miembros de la delincuencia como parte de los agentes que les proveen ciertos servicios. Es evidente la debilidad estructural de un gobierno que no es capaz de garantizar seguridad y de restablecer el orden. Lo más grave es que no existe un sistema de control interno para impedir que los integrantes del aparato gubernamental se coludan con las organizaciones criminales. No hay mecanismos eficaces que delimiten bien la frontera entre lo gubernamental y el espectro delincuencial. Es un umbral donde prevalecen los intereses económicos de la criminalidad, donde el ambiente está contaminado no sólo por los metales pesados de las mineras, sino por el plomo de la delincuencia.
Un porcentaje significativo de la población percibe que el gobierno es ya parte del orden criminal, porque su experiencia cotidiana, plagada de hechos graves y testimonios dolorosos, dan cuenta de que el aparato policial, los ministerios públicos y los jueces forman parte de un sistema que reproduce un modo de gobierno basado en la corrupción, la extorsión, el pago de favores y la protección de intereses ilícitos. Es un aparato colapsado, que ya no tiene credibilidad, y por lo mismo, no puede ser un muro protector que defienda los derechos de la población que se encuentra amenazada por los grupos delincuenciales. A causa de esta complicidad, se ha reproducido la violencia en el estado, que a lo largo de los años se ha revertido contra el mismo aparato gubernamental, que ahora es incapaz de mantenerse incólume y ser un bastión que proteja a la ciudadanía.
La región Centro, que abarca el macizo serrano, no sólo es la parte más escabrosa, sino la más explosiva, por la disputa férrea que se da entre varios grupos del crimen organizado que han transformado este enclave en una zona estratégica para la siembra, procesamiento y trasiego de la amapola a escala nacional e internacional. Impera no sólo la extrema desigualdad de una población rural que ha estado sometida a un modo de vida rudo y violento, por la siembra de los cultivos ilícitos, sino porque ante todo predominan intereses macroeconómicos vinculados al crimen trasnacional. Se han establecido redes delincuenciales que están entretejidas más allá del ámbito nacional y que trastocan intereses de grupos políticos y empresariales. Lo más grave es que estos conflictos se dirimen por la vía de las armas, por la conformación de grupos civiles armados que responden a los intereses del narcotráfico. En estos contextos, las autoridades locales quedan desdibujadas y no tienen otra alternativa que alinearse a los intereses de los grupos que a través de la violencia imponen su ley.
El puerto de Acapulco no sólo fue transformado en un centro de diversión para la clase pudiente, sino que los gobiernos permitieron que se erigiera en un centro de negocios lícitos e ilícitos. Nunca dimensionaron las consecuencias devastadoras de sus acciones, al expulsar a la población nativa asentada alrededor de la vía y en los ejidos de las playas más hermosas del estado. Pusieron en bandeja de plata las bellezas del puerto a los políticos corruptos, coludidos con empresarios voraces que sin ningún rubor blanqueron dinero dentro del ramo inmobiliario para hacer los grandes emporios turísticos, depredando los santuarios protegidos por los colonos y ejidatarios. Hicieron de Acapulco el centro neurálgico para los negocios ilícitos y el centro estratégico para el trasiego de la droga de Sudamérica hacia Estados Unidos. Permitieron el asentamiento de los principales cárteles del narcotráfico que lograron enquistarse en varios giros de la economía criminal para sembrar de cruces las avenidas y las playas. La juventud acapulqueña no sólo se ha alejado del estudio y del deporte, sino que ha truncado su futuro al enrolarse a las filas del sicariato.
Lo que pudiera ser un corredor turístico con gran proyección internacional, la Costa Grande no sólo se ha estancado económicamente, sino que las cabeceras municipales y comunidades han quedado atrapadas por los intereses delincuenciales. Por ser una zona fronteriza con el estado de Michoacán, la pelea entre cárteles de la droga es muy sanguinaria. Las organizaciones criminales de Michoacán han querido extender su dominio lo mismo en Zihuatanejo que en municipios estratégicos como Petatlán, Tecpan de Galeana y San Jerónimo. Tanto las playas como la región serrana son enclaves importantes para el trasiego de la droga y las armas. La disputa territorial la dirimen ahora la diversidad de grupos de civiles armados y ya no tanto los ejidatarios, que han sido relegados como los verdaderos dueños de este litoral sureño.
A pesar de que en la Costa Chica y en la Montaña alta se ha logrado consolidar el sistema de la Policía Comunitaria basado en los sistemas normativos de los pueblos indígenas, las organizaciones criminales no cejan en su empeño de incrustarse en las estructuras del poder municipal y de incursionar en los giros de la producción, procesamiento y trasiego de droga. Por diferentes frentes y con diversos actores políticos han ensayado formas para debilitar la organización comunitaria. Buscan dividir e infiltrarse dentro de los grupos de la Policía Comunitaria. Las mismas autoridades del estado se han encargado de desacreditar su trabajo y de promover la división.
Un caso grave sucedió el 7 de enero de 2018 en la comunidad de La Concepción, municipio de Acapulco, donde se suscitaron hechos de sangre entre el grupo de la comisaría afín a la construcción de la presa La Parota y miembros de la Policía Comunitaria que se coordina con el Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la presa la Parota (Cecop). Murieron seis personas del grupo del comisario y dos personas del grupo de la Policía Comunitaria. Lo más grave fue que después de siete horas de consumados estos hechos, en un aparatoso operativo la Policía Ministerial y la Policía del Estado arremetieron contra miembros de la Policía Comunitaria y del CECOP, ejecutando arbitrariamente a tres personas, realizando la detención ilegal de 34 campesinos, sometiendo a tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes a ocho miembros del CECOP y dejando en incomunicación a 25 de los detenidos así como la demora en la puesta a disposición ante la autoridad competente.
Recientemente fue asesinado el coordinador de la CRAC de San Luis Acatlán, Julián Cortés, a unos metros de las oficinas ubicadas en el barrio de San Isidro. Esta acción violenta forma parte de este ambiente de permisividad que prolifera en Guerrero y de la complicidad que se ha ido tejiendo en varias regiones entre agentes del Estado y miembros del crimen organizado, para golpear a las organizaciones de base que velan por los derechos de los pueblos. Se pretende socavar a las instituciones comunitarias en aras de robustecer a los grupos de la delincuencia, que en este contexto donde los intereses políticos se entrecruzan con los intereses económicos lícitos e ilícitos, los grupos del crimen organizado vienen a formar parte de este engranaje gubernamental que está construido para defender intereses macroeconómicos en detrimento de los derechos de la población que ha logrado preservar nuestras riquezas naturales. A pesar de este viacrucis impuesto por la delincuencia, los pueblos han sabido sortear estas amenaza y agresiones asumiendo la defensa colectiva de sus derechos.