El pasado 12 de noviembre, los medios de comunicación cabeceaban la detención del capitán José Martínez Crespo, adscrito al 27 batallón de infantería con sede en Iguala. De acuerdo con las investigaciones de la Fiscalía General de la República (FGR), la noche del 26 de septiembre de 2014, el capitán habría estado implicado en la agresión que sufrieron los estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa.
De inmediato las autoridades informaron a las madres y padres de los 43 normalistas desaparecidos, así como a sus representantes. Valoramos esta noticia por todas sus implicaciones jurídicas y políticas. Lo desconcertante fue la declaración de Conrado López Hernández, abogado defensor de Martínez Crespo, quien revelaba al reportero de Proceso, Arturo Rodríguez, que la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), habría pactado con una parte de la jerarquía militar su entrega a las autoridades civiles, para enfrentar un proceso por delincuencia organizada. En el balance del defensor, quien también es militar, vaticinó un proceso sencillo, carente de pruebas que habrían de enfrentar y salir victoriosos en el plazo constitucional de 144 horas que vence el 18 de noviembre.
El abogado militar reveló que la condición de la entrega fue garantizar su seguridad, cumpliendo la medida cautelar de prisión preventiva en un penal militar, y que no se ejercite otra acción penal en su contra. En su arremetida final, el defensor fustigó a la FGR, diciendo que construye su propia verdad histórica por presiones del presidente de la república.
Si esta declaración tiene sustento, es sumamente grave, porque confirmaría que la jerarquía militar, mantiene un poder supremo, al grado que puede proteger a sus elementos que violan derechos humanos, particularmente en el caso de Ayotzinapa. Las implicaciones serían deplorables porque ningún militar podrá ser investigado en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos. En este supuesto escenario, la entrega de Martínez Crespo y su eventual liberación, quedaría demostrado que los militares nada tuvieron que ver en los hechos del 26 y 27 de septiembre, dejando intacto el pacto de impunidad. Con esta argucia se robustecería la imagen falaz, creada por las mismas autoridades civiles, sobre el carácter incorruptible de las fuerzas armadas.
La realidad de las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, esta marcada por el dolor y la sangre. No podemos hacer tabula rasa de las cruentas acciones que ha cometido el ejército en el estado de Guerrero. Aquí fue el laboratorio de la llamada “guerra sucia”. Un despliegue a gran escala del ejército para sofocar al movimiento social, que reclamaba mejores condiciones de vida. En ese contexto se consumaron más de 600 desapariciones; varios casos de ejecuciones arbitrarias y una práctica sistemática de la tortura como único método de investigación. En el 2000 se mantuvo este continuum de impunidad, el ejército ocupó los territorios comunitarios para cometer atrocidades. En el 2002, en su estrategia de guerra contrainsurgente, torturó sexualmente a dos indígenas Me’phaa en la región de Ayutla y de Acatepec. En esos mismos años, emprendió una embestida contra los campesinos ecologistas de la sierra de Petatlán, torturando a Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, por defender los bosques y denunciar los negocios turbios de los caciques con el narcotráfico. Los casos de Rosendo Radilla, desaparecido por el ejército en agosto de 1974; los de Inés Fernández y Valentina Rosendo, quienes fueron víctimas de tortura sexual en el 2002, y la tortura sufrida por los dos ecologistas en 1999, fueron presentados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), dictando las respectivas sentencias contra el Estado Mexicano. Estos fallos emblemáticos fueron determinantes para acotar el fuero militar.
En el caso Ayotzinapa, la participación del ejército es evidente, al igual que la del capitán José Martínez Crespo. De acuerdo a las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y de la FGR, el operativo para atacar a los estudiantes fue de gran envergadura, al grado que participaron todos los cuerpos de seguridad. El ejército hizo presencia en los diferentes lugares de la agresión, ya sea contactando a los estudiantes o recabando evidencia de los ataques. A pesar de este involucramiento, siempre se han negado ha aportar información que ellos documentaron. Más bien, negaron su participación, apostándole a que su fuero militar los blinda de toda responsabilidad. El mismo ejército desplegó agentes de inteligencia para dar seguimiento a los estudiantes y operaron el C4. Quien estuvo al mando de todas estas operaciones fue el capitán José Martínez Crespo. El GIEI concluyó en sus informes que la actuación del ejército y otras fuerzas de seguridad no fue para ayudar a las víctimas, sino a los perpetradores.
El capitán Martínez Crespo tuvo comunicación con el militar de inteligencia que dio seguimiento a los estudiantes desde su arribo a Iguala. Así como con los dos que operaron el C4 y daban seguimiento en tiempo real los movimientos de los jóvenes. El capitán tiene muchas preguntas que responder: ¿Por qué no dio parte a las autoridades civiles para prevenir una agresión mayor? ¿Por qué no impidió que escalara esta violencia ejercida contra los estudiantes? ¿Por qué arremetieron contra los jóvenes cuando se encontraban en una clínica? ¿Por qué protegió al grupo delictivo guerreros unidos y permitió que la agresión continuara? Su deber constitucional era intervenir y detener a los agresores, sobre todo porque utilizaron armas de alto poder contra una población inerme. Nada de esto sucedió. Por el contrario, Martínez Crespo negó su participación en los hechos y destruyó evidencias que recabaron los patrullajes que realizaron en los diferentes escenarios de la agresión.
La FGR tiene datos de prueba sólidos que demuestran que Martínez Crespo tenía vínculos orgánicos con el grupo delictivo guerreros unidos. Además, su nombre apareció de manera recurrente en varias mantas que colocaron diversos grupos de la delincuencia organizada en Iguala. En esos mensajes lo señalan como parte del grupo delictivo guerreros unidos, de quienes recibía dinero y otras regalías.
El capitán José Martínez Crespo tiene mucho que explicar en este proceso. Debe rendir cuentas, explicando por qué estaba en la nómina de guerreros unidos; cuál fue el motivo de los patrullajes que realizaron la noche del 26 de septiembre; por qué se negaron a presentar las pruebas y evidencias recabadas en sus patrullajes; por qué omitieron prestar auxilio a los estudiantes y otras víctimas, si desde el arribo de los jóvenes a Iguala les dieron seguimiento, además los monitoreaban en tiempo real por el C4.
El presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador, ha sido muy claro con las madres y los padres en todos los encuentros que ha tenido en Palacio Nacional. Se ha comprometido a castigar a todo aquel funcionario, que tenga responsabilidad, sin importar su cargo o corporación policiaca y militar. En varias ocasiones ha reiterado que el ejército no se debilitara si se sancionan las violaciones a los derechos humanos cometidas por sus elementos. Por el contrario, se fortalece las instituciones. Contrario a la postura presidencial, está la que ha asumido la jerarquía militar, que en palabras del abogado defensor de Martínez Crespo, mantienen una postura inflexible, al encubrir a los militares que participaron en los hechos del 26 y 27 de septiembre.
Es grave saber que la alta jerarquía militar haya participado en la negociación, para la entrega voluntaria del capitán implicado en la desaparición de los 43, y que haya comparecido ante el juez de la causa con una sólida defensa por parte de la SEDENA. Esta situación pone en evidencia una postura contraria de los mandos del ejército, con la que el presidente de la república ha expresado reiteradamente a las madres y padres de los 43 normalistas.
El juez de la causa tiene que reivindicar su papel como una autoridad independiente e imparcial, que no debe ceder a ninguna presión y dicte el auto de formal prisión. Por su parte, la FGR deberá en lo inmediato, ejercitar otra acción penal por desaparición forzada contra el capitán.
Corremos el riesgo de que el juez de la causa no dimensione la gravedad del caso, ni tome en cuenta el contexto en el que sucedieron los hechos, así como los señalamientos que pesan contra Martínez Crespo, dictándole auto de libertad. Por otra parte, la Fiscalía tiene que actuar con todo el peso que le da la ley para evitar que el capitán evada la acción de la justicia. Si estos riesgos y amenazas que se corren no se previenen y contienen, el ejército seguirá gozando del fuero militar que en los hechos significa impunidad y corrupción. Estamos a tiempo de que la institución castrense se alinee a los preceptos constitucionales para que las autoridades civiles investiguen sus actuaciones y determinen sus responsabilidades. Es un momento propicio, para que puedan colaborar en el esclarecimiento de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas contra los estudiantes de Ayotzinapa.
Las madres y padres de los 43 enfrentan nuevamente otra prueba difícil. Su exigencia de justicia no admite fueros ni negociaciones políticas. Su lucha es para remover todos los obstáculos que han impedido llegar a la verdad. Han cimbrado el aparato de justicia por atreverse a fabricar mentiras y a criminalizar la lucha de sus hijos. Se han puesto al frente de un movimiento que aglutina multiplicidad de luchas que buscan la transformación de las instituciones para que florezca la verdad y la justicia. Para las madres y padres el derecho a la verdad, está por encima del fuero militar.
Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”