Para las autoridades de Guerrero la actividad turística está por encima de la misma vida de la población pobre de Acapulco: “Acapulco está llenísimo y Guerrero está bien”, declaró este primero de enero el gobernador Héctor Astudillo. Guerrero está bien porque este fin de año cerró con el 97.5% de ocupación hotelera en Acapulco y dejó una gran derrama económica para el empresariado acapulqueño y las empresas extranjeras. Aprovechando estas cifras alegres, las estadísticas de la violencia fueron relegadas del discurso oficial. El ambiente de disipación y de estridencia creado por los vacacionistas fue propicio para que las autoridades emitieran mensajes melosos con motivo del año nuevo, para borrar de tajo la situación de violencia y pobreza que nos desquicia. La muerte que nos acecha a diario y que ha colocado a Acapulco en la tercera ciudad más insegura del mundo es la que tiene al pueblo de Guerrero al borde de la exasperación.
Para las autoridades los hechos de sangre que acontecen fuera del circuito privilegiado del alto turismo no tienen relevancia, porque son datos que no ayudan a recuperar la buena imagen de Guerrero y opacan el éxito obtenido en la recepción del año en la bahía. Las vidas humanas que se perdieron en el mes diciembre, no fueron más que cifras al margen de la ocupación hotelera. La tragedia es parte de la normalidad democrática. Ninguna autoridad se siente interpelada por los asesinatos, secuestros y extorsiones que a diario suceden. La vida perdió valor y hasta precio. Simplemente pasamos a ser materia inerte, desechable y carne destinada al matadero.
Las autoridades se empecinan en convencer a la gente de que “Guerrero vive la mejor temporada turística en los últimos años” y por lo mismo, debe festinarlo dándole vuelta a la página de la violencia. Debe compartir el optimismo del gobierno porque las elites disfrutaron sus vacaciones sin sobresaltos al tener a su disposición policías, militares y marinos. Mientras tanto, el Acapulco del valle de la Sabana, donde se asientan las familias depauperadas que fueron desalojadas del anfiteatro en la década de los ochenta por el entonces gobernador Rubén Figueroa Figueroa, libran una feroz batalla contra el hambre, el desempleo y la delincuencia.
La decrepitud de los gobiernos priistas y perredistas de Acapulco, que ejercen su poder confabulados con el crimen organizado, han dejado en total indefensión a miles de familias pobres, que ahora son rehenes de este poder destructor. En las colonias de la periferia el poder real es el de la maña, que cobra cuota a todos los que ahí habitan para que puedan sobrevivir bajo el yugo del sicariato. En Acapulco el mar y la diversión han sido y siguen siendo privilegios exclusivos de la clase acaudalada, en cambio, la estela de sangre derramada en las periferias del puerto; la desolación que permea en este valle de lágrimas y la muerte que galopa cada noche, es el destino funesto para las hijas e hijos de los acapulqueños de piel morena.
Los estragos causados por políticos bárbaros, que a punta de pistola bajaron de los cerros a las familias que se aferraban a vivir frente a la bahía, hizo trisas el futuro de los acapulqueños que le apostaron a la modernización del puerto desde los años del alemanismo, al permitir su reubicación en las tierras pantanosas de la Sabana y al ceder ante las promesas falsas de líderes y autoridades corruptas que promovieron el despojo de las tierras ejidales de los cultivadores de maíz y de los dueños de las hermosas huertas de coco, cuyas palmeras se erguían junto a los humedales.
La periferia de las ciudades desquiciada por el crimen es ahora el infierno terrenal. A diario se asesina en promedio a 10 personas. Se acribilla tanto en el centro de Acapulco como en las colonias pobres de Iguala. Se asesina a funcionarios del gobierno, empresarios, ganaderos, policías comunitarios, comerciantes, amas de casa, comisarios y estudiantes. Se secuestra y extorsiona a presidentes municipales, vendedores ambulantes, taxistas, campesinos e indígenas. Se atenta contra el mismo gobernador en plena costera de Acapulco. La muerte manda porque no hay gobernante capaz que controle a la delincuencia, ni ponga orden al interior de las corporaciones policíacas. Tampoco hay visos de querer arrancar de tajo toda la red de corrupción que existe al interior de las instituciones públicas y sus ligas con el crimen organizado. No hay indicio alguno que los gobernantes tengan voluntad política para combatir desde dentro a quienes han cometido crímenes contra los estudiantes, maestros, maestras y luchadores y luchadores sociales.
No hay interés por atender las recomendaciones hechas por la comisión de la verdad en torno a los crímenes cometidos en el período de la guerra sucia. Tampoco se atienden las recomendaciones de los organismos internacionales ni de la comisión nacional de derechos humanos. Por el contrario, existe una gran muralla que protege a todos los perpetradores y que son parte de esta criminalidad enquistada dentro del estado.
En Guerrero la impunidad es una forma de gobierno que se parapeta para impedir que se depuren las instituciones y se castigue a los que atentan contra la vida, la integridad física y la seguridad de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa y de las familias que han sido víctimas de la violencia impuesta por un gobierno depredador coludido con los grupos de la delincuencia organizada.
El gobierno en lugar de respetar las luchas de los ciudadanos y ciudadanas, de garantizar el derecho a la libre manifestación y de apoyar a las instituciones de seguridad y justicia de los pueblos indígenas, se empecina en fabricar delitos, en perseguir a sus representantes y en encarcelar a quienes considera un peligro para la estabilidad del sistema dominante.
La militarización y gendarmerización del estado no solo es para contener la organización de ciudadanos y ciudadanas que se oponen a la imposición de un modelo económico extractor de riquezas, sino para impedir que los pueblos generen estrategias de resistencia para defender sus territorios. Se satanizan los sistemas de seguridad y justicia de los pueblos indígenas al catalogarlos como atentatorios a una legalidad monoétnica. Para el gobierno estos movimientos de base comunitaria representan una amenaza para continuar con el monopolio y el control de las instituciones de seguridad y justicia. Para ellos es un resquebrajamiento mayor y un cuestionamiento de fondo en su estrategia de seguridad y en la forma de abatir la delincuencia.
No fue casual que haya confinado a penales de alta seguridad a representantes de la policía comunitaria que han tenido el valor de denunciar y detener a personajes que ostentaban cargos públicos en las presidencias municipales por estar coludidos con la delincuencia organizada. Esta osadía fue para las autoridades federales y estatales la peor acción que realizaron en sus diferentes espacios Nestora Salgado, Gonzalo Molina y Arturo Campos, los líderes más visibles de este sistema comunitario. Los tres enfrentan diferentes procesos penales por supuestos delitos de secuestro, robo, motín, lesiones, privación de la libertad y homicidio, entre otros. Esto mismo han hecho con Bernardino García, Ángel García, Florentino García, Eleuterio García, Abad Ambrocio y Benito Morales, miembros de la casa de justicia del Paraíso, municipio de Ayutla, acusados de secuestro. Por su parte, el joven indígena Samuel Carranza, perteneciente a la casa de justicia de Zitlaltepec, fue acusado de portación de armas sin licencia. Todos ellos y Nestora fueron nombrados en asambleas comunitarias para asumir el cargo de policías comunitarias y cumplir con las órdenes de la CRAC, que es la instancia máxima de los pueblos indígenas que se encarga de coordinar todos los trabajos relacionados con la prevención del delito, la investigación de éstos, la emisión de ordenes de aprehensión y la reeducación de los detenidos.
La lucha contra el crimen emprendida desde las trincheras de los pueblos, debería ser para el gobierno una contribución sin precedentes, sin embargo, los intereses aviesos que existen entre la clase gobernante y la visión racista que impera contra la población indígena, la visualizaron como una amenaza a los intereses mafiosos. Por eso el gobernador Aguirre Rivero actuó con tanta saña contra la compañera Nestora Salgado, porque trastocó intereses macrodelincuenciales de su gobierno. Ella con esa gallardía que le caracteriza está a la espera de una resolución que emitirá el tribunal de justicia del estado de Guerrero, para tomar la decisión de su vida, de declararse por segunda vez en huelga de hambre, para evidenciar el trato cruento que ha sido víctima y pelear hasta la muerte para alcanzar su libertad.
En este Guerrero convulsionado por la violencia, las autoridades son complacientes con las organizaciones criminales que han desangrado al estado. Se apertrechan con el ejército y la gendarmería para contener el movimiento social y someter a la policía comunitaria. Se obstinan en ser los garantes de la evaluación de los docentes, criminalizan a las y los luchadores sociales y se jactan de ser los protectores de los turistas acaudalados para que disfruten las bellezas naturales de un pueblo combativo que navega a contracorriente entre el mar y la sangre.