Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
No solo son las balaceras que acontecen a diario en las principales ciudades del estado, ni las que sucedieron en pleno viacrucis de la colonia Santa Cruz en el Puerto de Acapulco, las que nos tienen postrados por el miedo y la desesperación. La representación del viacrucis y la procesión de los penitentes y encruzados este Viernes Santo es algo más que una expresión religiosa, que no solo se reduce a rememorar la pasión y muerte de Jesús. Es ante todo, la experiencia viva de un pueblo que sufre y que es víctima de la violencia.
El grito de uno de los asistentes al viacrucis de la colonia Santa Cruz, registrado por el periódico El Sur: “ni a Dios respetan estos cabrones”, es la expresión popular del desorden que impera en nuestro estado. Ya no hay espacios ni eventos públicos seguros. Los mismos símbolos religiosos se han desacralizado. Se vive en el desamparo y cada persona o familia lucha por su sobrevivencia. El sentido de solidaridad se ha debilitado y los lazos de apoyo mutuo están rotos. El desorden marcado por los hechos violentos es la regla que se impone en nuestra sociedad. Las autoridades en estos contextos aparecen solo como un referente de una ley que nadie respeta. Tanto las corporaciones policiales como la marina y el ejército, no son ninguna garantía para una población que desconfía de ellos, porque sus actuaciones no redundan en mayor seguridad. Por el contrario, se ha incrementado el número de muertes violentas, a pesar de que ha aumentado el número de efectivos en los municipios más convulsos del estado.
Este flagelo es solo una parte del calvario que padece el pueblo de Guerrero. Las estadísticas oficiales que nos colocan como el segundo estado más pobre del país, nos muestran de cuerpo entero a un estado que ha sido gobernado por grupos políticos que han utilizado las instituciones para beneficio propio, dilapidando los recursos públicos que ha hecho florecer negocios privados. Quienes principalmente violan las leyes que nos rigen son las élites políticas y económicas que se han ostentado como un poder omnímodo, colocándose por encima de los derechos de la población consagrados en nuestra constitución.
Las riquezas naturales que hay en nuestro estado contrastan con la extrema pobreza de la mayoría de sus pobladores. Es inadmisible la desigualdad atroz que existe en el Puerto de Acapulco, donde están los polos de la bonanza económica y la miseria que expande en las colonias, donde se encuentran centenares de familias sumidas en la extrema pobreza, compartiendo los mismos lugares de los municipios más pobres del país que lamentablemente también se encuentran en nuestro estado, como Cochoapa el Grande y Metlátonoc. No solo se violentan de manera masiva los derechos básicos de la salud, alimentación en las regiones más recónditas del estado, sino en los mismos centros turísticos como Acapulco, Taxco, Zihuatanejo y las principales ciudades del estado como Chilpancingo e Iguala. A pesar del gran potencial agroindustrial que existe en las regiones de la Tierra Caliente, Zona Norte, Zona Centro, Costa Grande y Costa Chica, los funcionarios encargados de incentivar la inversión en el campo se han reducido a focalizar los recursos públicos para afianzar negocios de particulares y le han apostado a la inversión extranjera vía megaproyectos extractivistas como la formula mágica que generara una derrama económica con la extracción de los bienes naturales entre los verdaderos dueños de estas tierras.
El abandono paulatino del campo y el uso clientelar de los programas compensatorios han desquiciado el modo de vida comunitario donde la población rural tenía capacidad para garantizar su sustento, con la diversificación de sus actividades económicas.
Los centros turísticos de nuestro estado que adquirieron fama mundial por sus bellezas naturales y su legado arquitectónico, las autoridades en turno se encargaron de transformar estos lugares paradisíacos en espacios abierto para los negocios del crimen organizado. Hubo complacencia y complicidad de autoridades civiles y militares para que asentaran sus reales carteles de la droga en lugares estratégicos para el florecimiento de negocios ilícitos. Las estructuras del poder político son sumamente porosas, en ellas cohabitan grupos de interés que son ajenos y totalmente contrarios a los intereses de la colectividad. La corrupción forma parte de la columna vertebral de nuestro sistema político y los mismos políticos se han deformado en esta incultura del saqueo, la rapiña y el enriquecimiento ilícito.
En nuestro estado las generaciones de políticos que crecieron bajo la sombra del Salinato y que se han robustecido con la administración Peñanietista, aprendieron muy bien las leyes no escritas de un régimen que se nutre de la corrupción y se agazapa en la impunidad. En el plano jurídico saben que hay que tener bajo control a las instancias encargadas de investigar los delitos como la forma más efectiva para usar la ley de manera facciosa contra los adversarios políticos y los luchadores sociales, y al mismo tiempo, proteger a quienes violentan los derechos humanos. El sistema de seguridad pública desde los tiempos de la guerra sucia ha quedado como un espacio compartido con el mismo ejército para implantar una estrategia de seguridad centrada en la protección de los intereses económicos de los grupos políticos. Las amenazas a la seguridad no son los políticos corruptos, ni las autoridades que violentan los derechos humanos, sino los lideres sociales que ejercen su derecho a la protesta que demandan derechos básicos, que denuncian las graves violaciones a los derechos humanos y que exigen rendición de cuentas a las autoridades y castigo a los perpetradores.
En nuestro estado se ha impuesto un cacicazgo variopinto enquistado dentro de los partidos políticos para simular un proceso de democrático a través de los comicios electorales. El circulo del poder se recicla y se circunscribe a determinados personajes que no necesariamente son elegidos de manera democrática, ni tampoco gozan de legitimidad, ni reputación, sin embargo, este modelo de democracia partidista favorece es reciclaje de políticos, que se han encaramado en la pirámide del poder para mantenerse en esas alturas.
Romper con esas estructuras anquilosadas del poder políticos, implica arrancar de tajo la corrupción y poner a funcionar las instituciones de justicia y seguridad. Requiere poner en el centro el respeto a los derechos humanos y al estado de derecho. Implica acabar con fueros y privilegios y obliga a rendir cuentas y castigar a quienes defraudan a la población. Nuestro modelo democrático no llega a tanto, solamente se reduce a organizar las elecciones, a poner requisitos para los que aspiran a ser candidatos a un cargo de elección popular y a contar los votos para declarar quien es el ganador de la contienda. Por más que los ciudadanos y ciudadanas empujamos de manera sostenida un cambio profundo en nuestro sistema democrático, los partidos políticos y sus mismos candidatos se encargan de truncar estos procesos de transformación política. No solo son un obstáculo sino el principal problema para combatir este cáncer de la corrupción. Nunca se harán el “harakirí” porque saben que la carrera política no es para sacrificar su vida sino para alcanzar una vida de virreyes.
Ahora que pululan los supuestos redentores electorales vemos como hacen circo, maroma y teatro la clase política del estado para agenciarse los cargos de representación popular. Es muy grotesco el show que realizan públicamente al protagonizar disputas entre las diferentes corrientes políticas. Vemos como se esmeran a pegarle “al premio mayor” para que en su intento puedan quedarse con un premio de consolación. Se alinean con el compromiso acordado bajo la mesa de que respetaran la fila para llegar al primer cargo a la próxima contienda electoral.
Estos trapecistas políticos no tienen ojos ni oídos, mucho menos corazón para atender el clamor de un pueblo crucificado. Tampoco tienen la visión, ni la sensibilidad para comprender las luchas históricas de este pueblo, que ha hecho posible que los grupos políticos usurpen la representación popular y se erijan como los que capitanean el rumbo del estado. El poder que les delega el pueblo los ciega y les hace perder el sentido último de la política, que es servir y obedecer al pueblo. Pierden la dimensión de su mandato y se transforman en el centro de atención, asumiéndose como los principales actores dentro del campo político. Lo principal es su carrera política y sus negocios al amparo del poder. Actualmente no hay funcionario en el estado que maneje recursos públicos y no tenga negocios encubiertos con prestanombres. Su prosperidad esta diametralmente opuesta al sufrimiento de un pueblo que lucha por sobrevivir a brazo partido, a contrapelo de los mismos gobernantes y con la cruz sobre sus hombros de la violencia imparable. No solo son indiferentes e insensibles a las luchas justas de las familias que han perdido un ser querido o que están en busca de sus seres desaparecidos, sino que se vuelven cómplices de quienes cometen estas atrocidades al confabularse con intereses que los unen, como lo es la ganancia craza y los negocios truculentos bajo el amparo del poder. Este viacrucis del Viernes Santo de nueva cuenta nos trajo a la realidad de que no solo Jesús fue crucificado, sino que también el pueblo de Guerrero vive este suplicio.