Opinión OPINIÓN | Las ejecuciones del Ejército en Guerrero En Guerrero, desde el período de la “Guerra Sucia” que abarcó una década y media (de fines de los años sesenta a inicios de los ochenta), las autoridades federales dispusieron del Ejército Mexicano para que se encargara de aplicar acciones de contrainsurgencia con el fin de acabar con la insurrección popular. Desde aquellos años las instituciones castrenses y las instancias encargadas de procurar y administrar justicia fueron utilizadas como estructuras delincuenciales para solapar y proteger a quienes han cometido crímenes de lesa humanidad. Para los guerrerenses ésta herida sigue abierta ante la falta de justicia y verdad por los crímenes del pasado. Existen más de 500 casos de desapariciones forzadas que se mantienen en la impunidad y sin que exista alguna autoridad que se encargue de investigar. El caso de Rosendo Radilla, líder campesino de Atoyac de Álvarez desaparecido por el Ejército el 25 agosto de 1974 es emblemático. A pesar de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció al Estado Mexicano por la desaparición forzada de Rosendo, las autoridades no han dado con su paradero y mucho menos han iniciado alguna acción penal contra los responsables de este delito. El largo historial de abusos del Ejército ligado a las labores de seguridad pública y de contrainsurgencia, que ilegalmente han realizado en nuestro estado, entró en años recientes a una fase terrorífica. Además de la impunidad y el dolor de las víctimas que se acumulan en Guerrero y en todo el país, la herencia maldita de las administraciones pasadas que se han plegado a los dictados de la política de seguridad hemisférica del gobierno estadounidense, es el acrecentamiento de la violencia y el aumento de casos de desapariciones forzadas y de ejecuciones extrajudiciales. En este ambiente de terror existe un total desorden entre las fuerzas armadas por la ausencia de controles civiles, que como regla básica debe existir en todo régimen democrático. Este caos que impera en nuestro país por el poder impoluto que ejerce el Ejército por encima de las normas que nos rigen y de las mismas autoridades civiles, es producto de un maridaje que se dio en los años posteriores a la Revolución mexicana, donde la relación cívico-militar estuvo marcada por la permisividad de la autonomía castrense a cambio de la lealtad de las fuerzas armada a los gobiernos priístas. La alternancia partidista en el ejecutivo federal no recondujo ese ámbito de la vida pública hacia esquemas democráticos, donde prevalecieran relaciones transparentes apegadas a la nueva legalidad democrática y con la imperiosa obligación de rendir cuentas a la sociedad. Nada de esto sucedió, por el contrario, en el marco de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, la ausencia de controles civiles sobre las fuerzas armadas mexicanas se vino ensanchando y pervirtiendo, al grado de causar daños letales a decenas de víctimas que han sido ejecutadas por miembros del ejército. Un caso reciente es el del indígena Naua Bonfilio Rubio Villegas, originario de Tlatzala, Municipio de Tlapa. A sus 30 años decidió por segunda ocasión emigrar a los Estados Unidos en busca de trabajo. El 20 de junio de 2009, salió de Tlapa con destino a la ciudad de México. Una hora después de partir, alrededor de las 22:20 horas, el autobús de la línea Sur en el que viajaba, junto con más de cuarenta pasajeros, fue detenido en un retén militar instalado por elementos del 93 Batallón de Infantería del Ejército mexicano, ubicado cerca de la ciudad de Huamuxtitlán, Guerrero, para una “revisión de rutina”. Como es común en estos retenes, los soldados procedieron a bajar a todos los pasajeros hombres, para revisarlos minuciosamente. En esta acción de molestia, los soldados descubrieron que uno de los pasajeros, Fausto Saavedra portaba unas botas tipo militar, por lo que procedieron a detenerlo e interrogarlo arbitrariamente, aun cuando ninguna infracción había sido cometida y sin importar que Saavedra explicara que las botas se las habían regalado. Para evitar contratiempos, el conductor del camión, Francisco Pizano Alejo, pidió a los soldados que firmaran su registro de pasajeros. Los soldados se negaron, pero frente a la insistencia del conductor, uno de los soldados anotó las palabras “retén militar pasajero 22”. Después de recabar esa firma, el chofer reemprendió su marcha, impaciente para no demorar más su viaje. No obstante, cuando el conductor arrancó, los soldados abrieron fuego contra el autobús, impactándolo en al menos cinco ocasiones. Una de las balas alcanzó a Bonfilio Rubio Villegas, quien viajaba en la última fila de asientos. Ante el desconcierto y el temor de los pasajeros, el chofer condujo hacia la ciudad de Huamuxtitlán pero al arribar ahí, el joven indígena Naua ya había muerto. El 23 de junio de 2009, Bonfilio Rubio Villegas fue sepultado en su comunidad de origen; volvió a la tierra en medio del dolor de los suyos, indignados por su evitable muerte. El mismo día del sepelio, los familiares de Bonfilio Rubio Villegas recibieron una llamada de parte del Coronel del 93 Batallón de Infantería, máximo mando castrense en la Región de la Montaña, quién les ofreció apoyo para los gastos funerarios. Los familiares se negaron, señalando que lo que demandaban era justicia, no dinero. Pese a esta negativa rotunda, la familia recibió en reiteradas ocasiones visitas de elementos del Ejército que ofrecían el pago de un monto indemnizatorio a través de un cheque por el “accidente” en el que Bonfilio perdió la vida. La insistencia llegó a tal punto, que frente al hostigamiento castrense, los familiares de la víctima requirieron solicitar medidas cautelares. En cuanto a los hechos el Ejército justificó su tropelía argumentando que el conductor del camión arrancó de manera violenta después de ser detenido en el retén, por lo que los elementos castrenses “efectuaron disparos al aire y a las llantas” del autobús. Esta falacia quedó desmentida con la prueba científica que certificó que los disparos se dirigieron a la parte superior del autobús, a pesar de que los militares sabían que el camión iba lleno de pasajeros. Por otra parte, en un infructuoso intento de desdibujar su responsabilidad, los militares alegaron que en una revisión posterior al autobús, encontraron cinco paquetes de marihuana dentro de la unidad. El Ejército buscó deliberadamente desviar la atención sobre lo ocurrido introduciendo en la escena del crimen elementos ajenos al mismo. Su acción letal de privar de la vida a un pasajero quería ser esgrimida con hechos imputables a la misma víctima de la ejecución extrajudicial. La lucha en los tribunales sigue y las autoridades del poder judicial se han plegado a los dictados del ejército para no ejercer ninguna acción penal contra los militares que cegaron la vida de Bonfilio. A un año de la masacre de Tlatlaya, estado de México, ocurrida el 30 de junio de 2014, donde 22 personas que presuntamente pertenecían a un grupo delincuencial murieron a manos del Ejército, se ha descubierto, de acuerdo con Investigaciones recientes que han sido rigurosamente documentadas por el Centro de derechos humanos Miguel Agustin Pro Juárez, que estos hechos no fueron como consecuencia de un enfrentamiento, como lo informó la misma Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) sino por una orden superior de “abatir delincuentes”. De acuerdo con estas investigaciones el 102 Batallón de infantería dio la orden de “operar en la noche de forma masiva y en el día reducir la actividad a fin de abatir delincuentes en horas de oscuridad, ya que el mayor número de delitos se comete en ese horario” Esta orden militar fue la que alentó a los elementos castrenses para cometer impunemente estas ejecuciones. Nuevamente nos encontramos ante otro caso grave de violaciones a los derechos humanos cometido por elementos del Ejército Mexicano. La obligación del Estado es identificar y sancionar a los autores materiales pero también a las autoridades que por sus acciones u omisiones y por su posición de mando hayan sido participes de este crimen. Es un imperativo investigar la cadena de mando ya que dichas órdenes están documentadas y acreditadas en el mismo expediente y no puede soslayarse un hecho que ahonda la grave crisis de derechos humanos que enfrentamos en nuestro país. Retomando lo que comenta en su informe el Centro Pro “abatir delincuentes” se incita a privar arbitrariamente de la vida a civiles en el momento en que estos se consideran delincuentes, sin presunción de inocencia y juicio previo. Es decir, la orden es un estímulo para cometer ejecuciones.” Se coloca a las tropas en franca condición de alevosía lo que nos indica el propósito del ocultamiento de una actividad ilícita que guía a la orden. Lo más ominoso para nuestro país es que hay un aumento de las ejecuciones arbitrarias en un contexto de graves violaciones a los derechos humanos, para ello es imprescindible atender las recomendaciones del relator especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, de garantizar que la defensa de la seguridad pública esté en manos de civiles y no de las fuerzas de seguridad militares; de evitar que las autoridades alteren las escenas de los delitos y que quienes obstruyan la investigación sean sancionados penalmente, así como evitar la estigmatización de las víctimas de la violencia y evitar dar declaraciones sobre la licitud de una muerte sin haber examinado debidamente los hechos, como ha sucedido actualmente con el caso Tlatlaya, donde las autoridades se han enfrascado en una discusión estéril del término abatir, cuando estamos ante una masacre donde hay responsables en toda la cadena de mando que deben ser castigados con todo el rigor de la ley. 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