Las mujeres de mi pueblo
Cuando nacemos es muy importante que como mamás estemos cerca del fuego recostadas en un petate sobre el piso de tierra. Ahí nos acompañan siempre las parteras para guiarnos en el momento más difícil cuando nos dan los dolores de parto. Ellas preparan el agua caliente para las compresas y tienen un su bolso pedazos de carrizos afilados para cortar el cordón del niño. También traen ocote para preparar el té. Las compresas las aplican sobre nuestra panza para facilitar el parto y nos sirven para relajarnos. Cuando sentimos que nuestro bebé va a nacer tomamos de la cintura a nuestro esposo y de rodillas hacemos mucha fuerza para sacar a nuestra criatura. La creencia en nuestro pueblo es que si usamos el cuchillo para cortar el cordón de nuestro niño este puede causar algunos males. Se piensa que habrá enfermedad o que el niño o niña puede sufrir alguna cortadura en su cuerpo, por eso la partera siempre utiliza el carrizo para no atraer el mal y no poner en riesgo al recién nacido. Para los me’phaa la lumbre es una deidad que siempre está en la casa para protegernos. El fogón nunca se debe de apagar, sobre todo cuando está por nacer el bebé. El fuego no sólo nos da calor sino que ahuyenta el mal aire y la enfermedad. Por el fuego nuestra comida tiene sabor y está como bendita, porque se purifica a la hora de que hierve la comida o se cuecen las tortillas. Cuando va a nacer nuestro bebé tiene que haber mucha leña para que el fuego ayude también a la partera a que nazca bien el niño o niña.
Como mamás siempre tenemos que cumplir con la costumbre de llevar ofrenda al cerro, donde está San Marcos. También llevamos comida al manantial, porque ahí está la fuerza que nos da vida. Lo que pedimos es que San Marcos nos proteja de las enfermedades y nos de energías para que podamos alimentar bien a nuestros hijos. Queremos que nazcan sanos y que tengan fuerza en su cuerpo, para que cuando estén grandes puedan caminar en la montaña. Para limpiar nuestro cuerpo la partera nos prepara un té de ocote que es muy amargo pero que sirve para purificar nuestra panza. También le damos una gotita mezclada con miel a nuestro bebé porque le sirve para quitarle los cólicos.
Somos las mujeres las que tenemos el conocimiento y la experiencia de lo que significa tener un bebé. Las parteras son las sabias que conocen bien el cuerpo de las embarazadas. Son nuestras doctoras las que conocen todas las plantas medicinales que hay en el cerro y saben para qué sirven y cómo se deben de tomar. Los médicos y las enfermeras siempre hablan mal de ellas. Se burlan porque solo hablan el me’phaa, por ese motivo las tratan como ignorantes. Cuando llegamos al hospital de Tlapa por algún problema en el parto, los doctores siempre le echan la culpa a las parteras. Nunca he escuchado una palabra que reconozca y agradezca el trabajo de las parteras, más bien dicen que son lo peor. Eso me duele mucho porque gracias a esas parteras hay niños y niñas en la Montaña. Ellas no piensan como los doctores y las doctoras de cuánto van a cobrar por cada parto. Tampoco ven este trabajo como un negocio. Para las parteras una nueva vida que nace es algo sagrado, es un regalo de dios, es una bendición para la familia y todo el pueblo. Por eso allá en la Montaña las parteras son personas de respeto. A nosotras desde niñas nos dicen que gracias a ellas podemos jugar y tenemos una familia que nos cuida.
Las parteras además de sabias, son doctoras y cocineras, son las grandes consejeras de todas las mujeres. Ellas guardan todos los conocimientos que son nada más de las mujeres desde que nacimos hasta que morimos. Además de que acompañan a las embarazadas durante varios días en sus casas, también suben al cerro para trabajar en sus parcelas. Ellas saben lo que significa sembrar maíz en el tlacolol. Todas las mujeres aprendimos a desyerbar, a sembrar y a pizcar desde los seis años. Nos levantamos muy temprano y vamos con nuestros papás al campo. Allá almorzamos tortilla con sal y chile, a veces comemos huevo y eso es lo más sabroso que podemos disfrutar en el cerro. Como a las dos de la tarde buscamos una sombra para comer tortillas frías que sobraron del almuerzo. Nos tenemos que conformar con lo que sobró porque en el cerro no hay otra forma de cómo vamos a comer, mucho menos hay tiempo para prepararla. Así crecemos en los surcos, donde también jugamos con nuestros hermanitos que cargamos en nuestra espalda y que los acostamos sobre un cartón o un rebozo para que se duerman bajo un árbol. Nos distraemos un poco cuando caminamos al manantial a llenar el bule de agua, también nos sirve de paseo cuando vamos a cortar leña y le ayudamos a nuestras mamás a cargarla.
Como niñas tenemos que hacer muchos trabajos en la casa; preparamos el nixtamal, lo molemos en el molino, hacemos tortillas, también aprendemos a preparar el chilate de cacao que acostumbramos tomar al medio día. Ayudamos a lavar la ropa y a barrer la casa. Le damos de comer a las gallinas y a los guajolotes. Cuando hay una hermanita chiquita nos toca cargarla para que nuestra mamá haga la comida y todos los quehaceres de la casa. Cuando tenemos más de doce años nuestros papás platican con otros papás y son ellos los que se ponen de acuerdo para decidir con quién nos vamos a casar y a qué edad lo vamos hacer. Está prohibido que tengamos novio, porque los señores grandes dicen que si lo hacemos cometemos una falta grave porque no nos damos a respetar y eso afecta a toda nuestra familia.
Esto que vivimos es muy triste porque todavía a las mujeres no nos permiten vivir con libertad y no nos dejan hacer lo que nosotras pensamos y queremos. Nos ha costado mucho romper con ese machismo que nos tiene sometidas y que nos ha costado mucho sufrimiento y muchos golpes. Como mujeres asistimos a las asambleas pero sólo los hombres participan. Son ellos los que hablan, nosotras vamos sólo para apoyar lo que dicen los hombres. Nuestra palabra no vale y si alguna compañera llega a hablar, la callan o la regañan. Todavía estamos lejos de que en el pueblo elijan a una mujer para comisaria, mucho menos para que sea la que se encargue de velar por nuestras tierras comunales. Todos esos cargos los acaparan los hombres, porque piensan que sólo ellos son capaces de hablar el español y de relacionarse con los políticos. Nos siguen tratando como gente inferior que solamente servimos para obedecer; para ayudarles a trabajar en el campo; para darles de comer y para tener hijos.
Todo esto que platico es parte de lo que como mujeres del pueblo vivimos pero que ya no estamos dispuestas a seguir cargando. Los hombres nos quieren tener controladas, pero no saben que en nosotras ya nació otra mujer. No es la mujer que ellos quieren que seamos, sumisas, obedientes, aguantadoras. En los últimos años les hemos demostrado que somos personas que tenemos dignidad, que no somos como ellos, que se dejan dominar por los que tienen más poder y que no son capaces de enfrentarse con el valor que dicen tener ante las autoridades. Nosotras como mujeres hemos enfrentado al mismo Ejército y lo hemos denunciado por todos los males que nos ha hecho. A pesar de que nos han amenazado y nos han mancillado los hemos encarado y sentado en los tribunales para que hablen con la verdad.
Como mujeres del pueblo hemos demostrado que nuestra fuerza y nuestra sabiduría se riega como el agua en toda la vida de nuestra comunidad: en la organización de las fiestas, en las mayordomías, en los rituales, en la participación en los comités de la escuela, de la clínica, del comedor comunitario. Somos como el motor que mueve a la comunidad, las que sabemos cuidar y conservar los conocimientos de los abuelos. Somos las que enseñamos a nuestros hijos a respetar las costumbres y a hablar el me’phaa. Todas las creencias y todas las historias las hemos sabido guardar para nunca perder lo que somos como pueblos. Como mujeres no sólo hacemos crecer la vida comunitaria también somos la fuerza que está ayudando a cambiar las costumbres que nos ofenden. En lugar de usar la fuerza hemos sabido usar la inteligencia. Hemos sabido guardar silencio, y hemos conservado la paciencia para avanzar como mujeres en la lucha por nuestros derechos.
Todavía tenemos que soportar los golpes y tolerar ministerios públicos y jueces que nos desprecian y que hacen negocio con nuestro dolor. Todavía aparecemos en los periódicos como noticia para ser burla de la gente, al mostrarnos en fotografías golpeadas o asesinadas. Todavía los hombres se sienten con mucho poder y creen que nadie les va hacer algo por los delitos que han cometido. Se quieren pasar de listos al tratarnos como sus sirvientas y como personas que sólo sabemos obedecer. Ellos creen que nunca vamos a lograr la justicia y que mucho menos lograremos ser iguales. Las mujeres de los pueblos de la Montaña aunque no hablamos bien el español hemos aprendido el lenguaje de la dignidad, conocemos cuáles son nuestros derechos y hemos luchado por nuestras libertades. La Montaña ya no es la región sumisa y la más atrasada del país. La Montaña con nosotras las mujeres hemos llegado hasta los tribunales internacionales, hemos demostrado valor e inteligencia para vencer a los que atentan contra nuestra dignidad. La Montaña con nosotras las mujeres es ahora la región que se rebela contra la injusticia, que levanta la voz contra el ejército y contra todas las autoridades represoras. La Montaña es el terreno fértil donde florece la justicia desde el corazón de las mujeres indígenas.