Opinión OPINIÓN | Las tormentas de la pobreza y el olvido Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan Las Montañas de lodo que dejaron las tormentas Ingrid y Manuel en los días patrios de 2013, ocasionaron más de 40 fallecimientos; 4,350 viviendas derruidas; 35 comunidades desplazadas; más de 20 escuelas y 9 clínicas arrasadas por las corrientes de los ríos. La mayoría de las parcelas ubicadas en los lomeríos y barrancas quedaron inhabilitadas para la siembra del maíz. Las huertas de café recibieron el golpe de gracia con la plaga de la roya. Sobre las ruinas del desastre natural y del olvido gubernamental, los pueblos Me pha, Na savi y Nauas de la Montaña de Guerrero, removieron los escombros de la discriminación y el racismo con la fuerza de su organización comunitaria. La tragedia los hermanó y transformaron su clamor en un grito de protesta contra el presidente de la república que volaba a Acapulco para poner a salvo a los ricos. Las fotos de San Miguel Amoltepec el Viejo, sumergido en el lodo, del municipio de Cochoapa el Grande y los campamentos de desplazados de Malinaltepec develaron la magnitud de la devastación y mostraron con toda su crudeza el lastre de un gobierno indolente y marrullero. La furia de la lluvia y los vientos no inmovilizaron a los pueblos. Los obligaron a buscar refugio en las partes altas de la Montaña. Cargaron con sus hijos para guarecerse bajo los árboles. Pasada la arremetida de los meteoros, se organizaron para desenterrar a sus muertos. Las familias que perdieron sus casas buscaron un lugar menos riesgoso para improvisar cobertizos. Del lodo sacaron sus utensilios y los pocos costales de maíz que rescataron sirvieron para mitigar el hambre. Con la pesada losa de la indiferencia gubernamental, las comunidades encontraron la mano amiga de las organizaciones civiles, de los estudiantes pobres, de las Iglesias y algunas universidades. Sintieron el aprecio de otros hermanos y hermanas, que multiplicaron los panes de su mesa para compartirlo con las familias asentadas sobre los pisos de tierra. En la cima de la Montaña, donde los vientos son implacables, por las noches y junto al fogón, las familias damnificadas analizaban en asamblea cómo emprender la reconstrucción comunitaria. Los sabios y sabias ayudaron a darle orden al caos que imperaba. En medio de la calamidad tuvieron tiempo para repensar en la nueva comunidad y en recrear formas de organización centradas en la reivindicación de sus derechos. En la Ciénega, municipio de Malinaltepec, conformaron el Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña. El 22 de septiembre de 2013 fue la fecha clave que desencadenó un proceso organizativo que levantó a los pueblos del fango y les dio bríos para dar la batalla contra el hambre y el olvido. Lograron romper el cerco informativo y obligaron a que la entonces secretaria de desarrollo social, Rosario Robles, escuchara sus reclamos. Por la contundencia de las denuncias y los cuestionamientos por la manera de excluir a las comunidades indígenas de los fondos federales, la reunión tronó. La lucha se tornó áspera, remando siempre a contracorriente, peleando para exigir un trato respetuoso como pueblos con derechos. Como sujetos y no como súbditos de los presidentes municipales. La interlocución se logró a pulso con los funcionarios de la federación y se les demostró que la información veraz y de primera mano la tenía el Consejo de Comunidades. La fundamental de su movimiento se centró en la lucha contra el hambre, en buscar cómo contener esta amenaza que se ahonda cada año. La destrucción de sus parcelas y la baja productividad del maíz han llevado a los pueblos de la Montaña al borde de la hambruna. El maíz que cultivan es insuficiente. Su cosecha no rebasa los trescientos kilos que solo alcanza para alimentar a las familias de seis hijos durante un semestre. En la temporada de secas, cuando el hambre arrecia, las familias salen de la Montaña para enrolarse como jornaleros agrícolas. Ante este déficit alimentario el Consejo de Comunidades planteó en 2014 a los gobiernos federal y estatal su propuesta “Que llueva maíz en la Montaña”, que cuenta con un enfoque de derechos como un mecanismo extraordinario de protección al derecho a la alimentación. Pugna también por la participación de las autoridades comunitarias para que sean garantes de la distribución equitativa y del fortalecimiento de la organización interna. El derecho a la alimentación pasa necesariamente por un plan integral de reabastecimiento de maíz, para que las comunidades damnificadas impulsen procesos autogestivos de reconstrucción comunitaria, promuevan la preservación de su patrimonio intangible y se avoquen a la recuperación de su base productiva. La participación directa de las comunidades damnificadas es el antídoto para contener las políticas clientelares y las prácticas nefastas de la corrupción, propalada por los grupos de poder de la región. Las tormentas del olvido y la discriminación han obligado al Consejo de Comunidades a fortalecer su movimiento para pelear palmo a palmo por sus derechos básicos. Ha evidenciado que la SEDATU se confabuló con las empresas constructoras para lucrar con las familias sin techo. Los 120 mil pesos que cobran por una vivienda se los embolsan porque gozan de protección para mal construir las viviendas o simular su trabajo, enviando a las comunidades algunos materiales de construcción. Las pocas viviendas que han construido son inhabitables. Se impone un modelo de vivienda urbano-popular que rompe con los espacios amplios y ventilados de las viviendas indígenas. Fueron más de 37 mil millones de pesos que destinó en el 2015 el presidente Enrique Peña para poner en marcha su Plan Nuevo Guerrero. Por arte de magia se esfumaron los recursos entre los políticos y empresarios acostumbrados a vivir del erario público. La Montaña les sirvió de parapeto para asirse del dinero de los damnificados, que en varias ocasiones llegan a los golpes con tal de alcanzar una despensa o una cobija. Esta desfachatez de los gobiernos que anuncian programas millonarios para los pobres desde el centro de convenciones mundo imperial del Acapulco Diamante, nos muestra no solo la abismal desigualdad sino a una clase política pendenciera y voraz. Este 31 de marzo, cuando más de tres mil indígenas de la Montaña Alta se movilizaban en Tlapa para demandar al gobierno federal la implementación de la segunda etapa del programa “Que llueva maíz en la Montaña”, el gobernador de Guerrero hizo lo del avestruz, no dio la cara. Su prioridad fue atender en Acapulco al comité directivo de la cámara mexicana de industrias de la construcción en Guerrero (CMIC) para ver cómo el Fonden cubrirá los adeudos de las obras que realizaron del plan Nuevo Guerrero. La preocupación del gobernador no está en garantizar a los pueblos de la Montaña que luchan por el derecho a la alimentación. Más bien busca privilegiar su relación con los empresarios para afianzar los negocios que generan las tormentas y la pobreza ancestral de los pueblos indígenas de Guerrero. Share This Previous ArticleDECLARACIÓN | Radio Ñomndaa Next ArticleOPINIÓN | "Quieren matar a nuestros hijos a punta de mentiras" 5 abril, 2016