No olvidemos a quienes desde la infancia cargan el pesado yugo de la discriminación. Su vida al ras de la tierra, pasa desapercibida por nuestra vista.

OPINIÓN | Los civiles armados

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

Actualmente la política  ya no está operando  dentro de los mismos límites  en que normalmente funciona. Se ha difuminado la acción política debido a intereses propios de los grupos de poder. Lo más  grave es que estos intereses están conectados  con los de las organizaciones de la delincuencia organizada.  A los políticos,  la población ya no los vincula únicamente  con las instituciones estatales,  ni son  meros actores dentro del ámbito gubernamental, más bien,  los nuevos personajes de la política responden a intereses macroeconómicos, al grado que se supeditan  a los corporativos trasnacionales  para fortalecer un modelo de desarrollo fincado  en el despojo  y la privatización  de los recursos estratégicos.  Su ímpetu por la ganancia crasa  y su falta  de compromiso con la sociedad  ha llevado a estos políticos  a enrolarse con actores no estatales  que han hecho del crimen organizado el negocio más próspero  en una sociedad  sometida  por el terror delincuencial.

Esta descomposición de nuestro sistema político  ha engendrado  nuevo actores  con gran poder  que desempeñan nuevos roles  e imponen  normas ajenas al sistema  jurídico que nos rige. Se ha creado un ambiente de miedo que  coloca  a las personas  en un estado de suma vulnerabilidad. Con muchas restricciones  legales  y políticas, con nulo acceso a la justicia, desconectados  de las redes de apoyo  gubernamental  y sometidos  por actores  gubernamentales que usan la violencia para amedrentar  y someter  a la población. Se  trata  ahora de un mundo feroz donde se han roto los pactos sociales  y se ha profundizado  gravemente la desigualdad. La gente  tiene un sentimiento de orfandad, siente que camina a la deriva, en medio del caos, sometida  a los dictados   de  la  macroeconomía  que  se rige  por la acumulación del capital.

Vivimos en una sociedad en riesgo permanente  con nuevos actores que han surgido a nivel internacional  y local.  El poder de las trasnacionales es  tan grande que  sus directrices económicas van normando los nuevos marcos jurídicos de los países periféricos. Puede más el poder económico de un corporativo minero que maneja miles de millones de dólares que un gobernante  que no cuenta con el respaldo de toda la clase política  ni de la misma población. Este poder  macroeconómico  avasalla  a la política y a los políticos, somete a su lógica  capitalista  todo intento  de  construir una sociedad menos desigual  y más incluyente.  Es un poder ciego,  sin corazón. Deseoso  de extraer  al vida de la clase trabajadora. Se vuelve violento  porque necesita explotar al mayor número de trabajadores con jornadas extenuantes para tener cuentas alegres en la bolsa de valores. Estos actores no estatales  tienen a su servicio a las corporaciones, a la policía, al  ejército y la marina  para proteger los intereses supremos del capital. Toda la  fuerza del estado está  focalizada  en salvaguardar la riqueza de los saqueadores. La represión  contra la población que se revela y protesta  tiene rango jurídico  que justifica y legitima la fuerza  con el argumento de que se atenta  contra las instituciones  y se pone en riesgo la convivencia pacífica. Se genera una opinión  en los medios de comunicación afines a los grupos de poder de que  la violencia directa es legítima porque se pone a salvo el orden constitucional  y el régimen dominante  cuando los sectores sociales excluidos ejercen su derecho a protestar.

Existen también actores no estatales que pululan en el ámbito local y que forman parte de las redes del crimen organizado. Son organizaciones que tienen como caldo de cultivo  la misma estructura de poder  que fomenta la corrupción  y que permite  que los interese privados se mezclen con los proyectos  de justicia  a los que aspira la sociedad. La  fragilidad institucional  y la crisis misma de representación política  han desdibujado los límites que existían entre el campo legal  y el terreno abrupto de la ilegalidad. Se ha socavado el muro de la legalidad que protegía a  los ciudadanos y ciudadanas por parte de la criminalidad organizada  que se ha infiltrado en los sótanos del poder. Actualmente  el poder público opera con intersecciones sumamente perversas,  donde el estado aparece como  el gran aparato   que protege  y brinda todas las facilidades a las grandes corporaciones trasnacionales. En estas  circunstancias las leyes, las instituciones  y las  mismas autoridades  están al servicio de los interese macroeconómicos. Este poder visible  protege y encubre  al poder oculto, es decir  a los actores no estatales que tienen gran influencia en la toma de decisiones políticas, al grado que también controlan  el poder del estado y las mismas agendas políticas  en varias  regiones del país.

En nuestro estado están  los poderes ocultos  vinculados con la criminalidad  que  han tomado el control de varias instituciones  y son quienes  dominan vastos territorios. Son los que ponen las reglas  y construyen  las nuevas narrativas que justifican la violencia  y  la hacen aparecer  como parte de la normalidad. Lo más grave  es que  el poder formal, el que  usa la fuerza de las instituciones para gobernar, es el que se ha confabulado con el poder oculto, con los actores no estatales, cuyo modo de vivir es delinquir. Es atentar contra la vida  y la seguridad de los demás. Es desaparecer y arremeter violentamente contra  quienes se oponen  a sus negocios  truculentos. En  este escenario caótico el poder formal y el oculto se utilizan uno al otro, se retroalimentan  y usan  los poderes  mediáticos,  normativos, culturales, ideológicos y religiosos  para reforzar  su propio poder destructor.

Estamos lejos de contar  con un estado regido por las normas constitucionales, de un estado que lucha contra la desigualdad social, que focaliza su acción pública en la redistribución de la riqueza  y genera redes de protección de los derechos fundamentales de las personas. Experimentamos más bien  una  práctica sistemática para criminalizar  la movilización social y hacer un uso indebido del sistema de justicia.  En nuestro estado se criminaliza a los líderes sociales fincándoles delitos graves y haciendo imposible su defensa legal. Se trata de una medida  que tiene afectaciones en los recursos financieros, en la capacidad para mantener la organización y  alterar la sostenibilidad del movimiento. La criminalización impacta en la persona, en la familia, en la organización y en la misma comunidad.  Se trata de socavar  el tejido comunitario, de destruir  los esfuerzos  ciudadanos que aspiran a construir una sociedad más justa y menos violenta.  De extirpar  el cáncer de la corrupción  y de contener al crimen organizado  que hunde sus raíces en un sistema  que utiliza la fuerza y la violencia  para mantener el viejo orden dominante.

En Guerrero han incubado en diferentes regiones del estado actores no estatales  vinculados al crimen organizado que  la misma sociedad  los cataloga como grupos civiles armados. Son  hombres armados que irrumpen en los poblados para arremeter contra familias y comunidades enteras. Atacan a balazos. Buscan hacer el mayor daño posible  y no importa privar de la vida a los ancianos o ancianas; a mujeres, jóvenes, niñas, niños y hasta  bebés. Su armamento es de un alto poder destructor. Dejan una estela de dolor y de  muerte  con el uso letal de sus armas que es la marca más funesta que  dejan  al tomarla comunidad por asalto.

La población  vive presa del terror, porque la autoridad no solo está ausente sino que es parte de este entramado delincuencial. Sus actuaciones  están muy lejos  de generar confianza a una  que sobrevive y anda a salto de mata,  porque la legalidad imperante  protege a los victimarios. Los cuerpos de seguridad y el mismo ejército  han sido incapaces de contener  este desorden institucional porque están llamados a proteger los intereses macroeconómicos y los diferentes giros de la economía criminal que se lavan con los negocios de las trasnacionales. Nunca están en el lugar ni en el momento en que la población requiere protección. En contraste los civiles armados  se desplazan con total libertad a sabiendas de que el camino está bajo su control. Lo más duro y cruento es que se ha normalizado la violencia en nuestro estado. Las mismas autoridades han encontrado argumentos triviales  para explicar las atrocidades  que padecemos. Justifican  su ineptitud y construyen sus discursos  para legitimar el caos y la falta de garantías  a una  población  que vive en el acecho permanente.

Los civiles armados, como actores  no estatales vinculados al crimen organizado  cabalgan  por todo nuestro estado. Son la amenaza latente para un gran número de comunidades que ante el destino funesto de vivir en la precariedad  y en la lejanía de las instituciones  gubernamentales tienen que resignarse a la fatalidad.

Ante esta escalada de la violencia irrefrenable donde  el poder visible está ausente y más bien se hace cómplice de esta criminalidad  expresada en los civiles armados, los mismos pueblos y comunidades luchan desde sus propios espacios  para recuperar  sus territorios. Resisten  para enfrentar al poder ominoso y a la misma criminalidad,  tanto de las empresas  mineras   que se coluden  con estos grupos civiles, como de las organizaciones delincuenciales. El caso de la minera media luna  es un ejemplo atroz  de cómo una empresa se niega a reparar los daños ocasionados a un grupo de pescadores del Nuevo Balsas y se vale de civiles armados  para impedir  que prospere la protesta y  llegue la solidaridad  de organizaciones hermanas. Esta alianza criminal  entre  una multinacional que a cualquier costo social  y ambiental  quiere extraer el oro con el apoyo de grupos civiles armados que tienen el control del territorio, nos  muestra  cómo en esta región los actores no estatales unen  sus intereses para destruir  un movimiento legítimo que lucha por sus derechos como colectividad y se asume como protector del medio ambiente. Las autoridades estatales en lugar de proteger a los pescadores se alían con la empresa minera y los grupos civiles armados, justificando sus acciones delincuenciales.

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