Desde hace 21 años la ONU celebra cada 9 de agosto el día internacional de los pueblos indígenas. Este año planteó a los gobiernos del mundo que se avocaran a garantizar el derecho a la salud. En México, de acuerdo con los objetivos del Milenio centrados en el combate a la pobreza, en la lucha contra el hambre; la garantía de la enseñanza primaria universal, la mortalidad infantil, la salud materna y la igualdad entre los géneros, son realidades deplorables. El mismo Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (CONEVAL) nos informó hace 18 días que de 2010 a 2012 el número de personas en situación de pobreza aumentó de 52.8 millones a 53.3 millones, es decir, 500 mil personas cruzaron el umbral de la pobreza en solo dos años. Corroboró que los mayores problemas que se han registrado en el país son la falta de acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, la alimentación y seguridad social. A pesar de este lastre, el presidente Enrique Peña Nieto mantiene su postura inflexible, de que con la instrumentación de las 12 reformas estructurales que se han aprobado en su administración, se inyectará un mayor dinamismo a la economía. No hay ningún indicio de querer aplicar correctivos a la política económica, a pesar de que nuestra moneda se está depreciando cada día frente al dólar.
Durante este período la economía se ha vuelto informal, precarizándose el empleo, disminuyendo los ingresos, la seguridad social y las prestaciones sociales. La pobreza se ha expandido tanto en el campo como en las ciudades dejando en el límite de la sobrevivencia a miles de familias que deambulan en busca de trabajo.
Durante estos 3 lustros la monopolización de los emporios financieros y la desigualdad social han sido atroces, por la voracidad de los empresarios y políticos, y por la corrupción de los gobernantes, que en los últimos años se han coludido con el crimen organizado para afianzar su poder y sus ganancias. Esta crisis económica es parte de un problema mayor; el modelo económico imperante no está resolviendo los derechos básicos de la población. No está hecho para distribuir la riqueza y socializar la ganancia, por el contrario, es un monstruo que lo único que busca es acumulación crasa de capital y privatización de bienes comunes. Las políticas que se implementan no tienen como objetivo abatir la pobreza, sino únicamente atemperarla, administrarla para contener los conflictos sociales y mantener el control político de los sectores empobrecidos.
Los Pueblos Indígenas de México son los más golpeados por el flagelo de la pobreza y por la atroz desigualdad. No son reconocidos como sujetos de derecho, sino como meros objetos de interés público. No hay una obligación constitucional para los gobernantes de garantizar sus derechos básicos ni existen leyes secundarias para hacer exigibles estos derechos. Los programas de combate a la pobreza diseñados desde el escritorio y con visión clientelar denigran a las comunidades y les impide desarrollar sus capacidades autogestivas.
La cruzada nacional contra el hambre dio inicio en la Montaña con la apertura de comedores comunitarios por parte del Ejército Mexicano. Es inconcebible pensar que a los pueblos originarios, cuya vida milenaria está centrada en el maíz, los militares tuvieran que enseñar a las madres de familia cómo preparar sus alimentos. No hay razón que justifique tal despropósito; de militarizar el acceso a los alimentos y que la autoridad comunitaria quedara supeditada a los dictados del ejército. Para el funcionamiento de los comedores se tomaron las comisarías como los espacios adecuados y más seguros para almacenar y preparar los alimentos. También fueron los lugares que se apropiaron los cocineros castrenses para descansar. Después de 3 semanas o mes y medio, según las órdenes de los jefes militares, las madres de familia nombradas por la comunidad asumían el rol de cocineras, sin que se les proporcionara los enseres necesarios para la comida y sin que tuvieran suficiente leña, gas y agua para la cocción de los alimentos.
Con los comedores comunitarios se ha impuesto a los niños, niñas y mujeres un tipo de dieta diferente a la tradicional. El consumo de alimentos enlatados forma parte de los nuevos hábitos alimenticios. El huevo en polvo, el chilorio y el atún han venido a desplazar a los frijoles, el huevo de gallina de rancho, la salsa de molcajete, los chipiles, la flor de calabaza, las memelas y una rica variedad de alimentos. Es claro que los grandes proveedores de estos alimentos enlatados no les interesa saber si estos productos deterioran los niveles nutricionales de la población indígena, lo que si les preocupa es asegurar el negocio con los funcionarios de la SEDESOL.
Estudios recientes del Instituto Nacional de Nutrición han constatado los altos grados de desnutrición que existe en los niños y niñas indígenas de la Montaña. Esta situación es alarmante porque ningún programa de combate a la pobreza está atacando de fondo el problema del hambre. Es insuficiente e inadecuado el comedor comunitario. Se necesita una dieta que recupere los alimentos tradicionales, no que los desplace, porque está probado que la dieta mesoamericana es balanceada y óptima, sin embargo, se inválida a priori la alimentación que está centrada en el maíz y sus derivados.
Un caso de desnutrición infantil que recientemente documentamos el pasado 25 de mayo de 2015, nos muestra el drama del hambre que enfrentan decenas de familias sumamente pobres pertenecientes a municipios de alta marginalidad.
José Santiago, originario de Llano Grande, municipio de Acatepec, después de conseguir dinero con sus compadres fue al hospital de Ayutla para que atendieran a su hija Enedina de 9 años que continuamente sangraba de la nariz. Ante el cuadro severo de desnutrición la dieron de alta y le aconsejaron que fuera a un hospital más grande. No tuvo otra opción que viajar a Tlapa con su hija. Después de caminar unas horas de su pueblo a Acatepec, tomó la pasajera a Tlapa. En el hospital general, cuyo personal no habla Me Phaa, le preguntaban por qué había dejado tanto tiempo a la niña enferma. El no comprendía con exactitud el regaño. Simplemente decía que en el hospital de Ayutla lo habían enviado a Tlapa. Su hija quedó internada. José, sin un peso en la bolsa y con el hambre de dos días tuvo que velar a su hija en el hospital. No tenía qué ofrecerle, mucho menos tenía para comprar los medicamentos que le pedían. Pasado el medio día le avisaron que su hija había muerto y que consiguiera lo más pronto posible una caja de muerto para que se la llevara.
En Tlapa es imposible que una familia indígena pueda establecer comunicación con alguna autoridad de su municipio, tampoco es fácil que un presidente municipal se muestre dispuesto a ayudar a una familia pobre para la compra de la caja y para los demás gastos funerarios. A José el mundo se le derrumbaba porque no tenía a quien acudir para pedir apoyo. Las instituciones que están en la región responden como de costumbre, que no cuentan con recursos para apoyar a quienes lloran por la pérdida de un ser querido. Regularmente las autoridades que se sienten presionadas por alguna organización, ofrecen una parte del costo de la caja, dejando a la deriva al familiar para que se las arregle como pueda.
En fin el calvario de las familias indígenas pobres se vuelve infranqueable por la ineficacia de las instituciones y por la indiferencia e insensibilidad de los presidentes municipales, que se han desentendido de las necesidades más elementales de la población pobre a la que están obligados a atender.
Como organización civil nos vemos obligados a suplantar a las autoridades y a tener que apoyar y resolver los problemas más hondos de la población indígena. Estos casos son recurrentes, lamentablemente ninguna institución los registra y mucho menos los atiende ni le da seguimiento. Por eso vemos como un gran logro que los pueblos de la Montaña hayan conformado el Consejo de comunidades damnificadas, como una instancia propia que ha asumido el compromiso de luchar por el derecho a la alimentación y el derecho a una vivienda digna.
Más de 185 comunidades de 13 municipios conforman este Consejo desde que cayeron las tormentas de septiembre de 2013.Esta desgracia que devasto su hábitat les dio la oportunidad para organizarse e implementar un mecanismo de interlocución directa con las autoridades federales y estatales ante la inacción y desinterés de los presidentes municipales. Lograron elaborar una propuesta centrada en el derecho alimentación que denominaron “Que llueva maíz en la Montaña”, como una respuesta acorde a la problemática del hambre que sigue causando estragos en las familias indígenas, ante el deterioro de sus tierras y la baja productividad de sus suelos. Esta propuesta ha sido apoyada por SEDESOL federal y la CDI y desde su implementación en marzo de 2014 ha demostrado su viabilidad e impacto en las familias pobres, porque son los mismos pueblos los que se encargan de toda la gestión y distribución de granos, asumiendo el compromiso de rehabilitar sus terrenos para elevar la producción de básicos. La lucha del Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña es por una alimentación adecuada, como lo demanda la ley federal del derecho a la alimentación y que en una de sus implicaciones dice que el gobierno “debe de establecer programas que provean de alimentos a la población, con miras a lograr el fortalecimiento de los propios medios de sustento”. El derecho a la alimentación es indispensable para asegurar el acceso a una vida digna y para ello, se debe garantizar su accesibilidad, disponibilidad y sostenibilidad con el objeto de cumplir con los requerimientos básicos. Esta lucha de los pueblos contra el hambre y la muerte temprana es contra los estragos de un modelo de desarrollo capitalista que ha sepultado miles de vidas de niños y niños que no pudieron crecer, porque el estado se niega a garantizar los derechos básicos que le dan vida a los pueblos del maíz, a los hijos e hijas de una civilización esplendorosa.