Abel Barrera Hernández
Mi mamá no pudo llegar al hospital. Nací al entrar a la casa de madera. Salí repentinamente de su vientre, y no le dio tiempo de “cacharme”. Me levantó del piso de tierra. Lloré. Inmóvil, mi madre, le pidió a Edith una toalla para envolverme. Cortó el cordón y la placenta salió bien. Luego llegó la partera que la recostó, le rezó y le dio un té para reanimarla. Me bañaron, y en medio del llanto, me dormí pegado a su pecho.
Al séptimo día empezó el calvario de mi vida. Comencé a convulsionar y a vomitar la poca leche que con dificultades succionaba. Pensé que esa noche moriría. En el hospital de Tlapa, me mal atendieron. Solo me aplicaron suero, y mi madre que no habla español, sufría más, porque veía cómo lloraba y que mi pancita se inflaba. Las enfermeras no la dejaron que me abrazara. Lo único que quería era transmitirme su cariño, para calmar mi dolor. Sentí que moría cuando me introdujeron un tubito que me dejó inmóvil. Así me tuvieron dos días. Al final, lo poco que comprendió mi mamá del doctor, es que me iban a desconectar y que me iba a morir. A pesar de que la vieron llorar, me desconectaron. Su consuelo fue abrazarme. Al salir del hospital, cuando le dieron un papel donde puso su huella, mi hermana Edith recuerda la explicación de la trabajadora social: a Tevi se le subió la sangre al cerebro. Su enfermedad ya no puede curarse, porque tiene parálisis cerebral.
No sé cómo le hizo mi mamá para llevarme al hospital de Chilpancingo, porque el dinero que mi papá mandaba de Nueva York, no alcanzaba para los gastos de la casa. Su gran alegría es que vio que mejoré. Me daban leche con jeringa y poco a poco empecé a moverme. Ya no pude estar más tiempo, por falta de dinero. En Tlapa, mi mamá empezó a notar que no veía y que no tenía fuerza en mis manos ni en mis pies. A pesar de la tristeza y la soledad, mi madre no se dio por vencida. Logró que me canalizaran al hospital de pediatría en México. No cabe duda que en este mundo la suerte no está de mi lado. No me atendieron, porque dijeron que el doctor que me daría la consulta no se encontraba. Lo más que pudo hacer mi mamá, fue que me programaran para otra cita.
Van más de 10 años que sigo postrado en espera de la cita. Se que ya nunca podré ir. La desdicha no es sólo mi enfermedad que me aprisiona en este cuerpo esperando la muerte. Lo que a diario me va matando es la desaparición de mi hermano Fredy, que desde el 2019, los de la maña lo levantaron y se lo llevaron con otro amigo. Mi padre Federico se ha dedicado a buscarlo. Puso la denuncia y dijo que un joven sabía qué había pasado esa noche del 17 de septiembre. Ante la indiferencia de las autoridades, mi papá se decidió a localizar al chavo que iba con mi hermano. Lo detuvo y lo llevó a la policía municipal para que lo presentara ante el ministerio público. Salió peor, porque los policías en lugar de escucharlo, lo acusaron de privación ilegal de la libertad. Para quedar libre, tuvo que darles dinero. Aún no salía de la cárcel mi papá, cuando llegó una camioneta con personas armadas. Se metieron a la comandancia y ordenaron a la policía que le entregaran a su compañero.
Llevamos un año y medio viviendo con miedo. Acá en la orilla, solo los dos perros de la casa nos cuidan. La puerta de tablas solo sirve para que no entre fuerte el aire. Aquí en la colonia Contlalco, siempre hay balaceras. Es una colonia donde la ley la imponen los de la delincuencia. De por sí estoy muerto, sin embargo, aun siento lo que pasa en la casa. Ronda el miedo, por eso mi mamá con mis 3 hermanitos, nunca nos deja solos. Mas ahora que está sola, porque a mi papá lo mataron en octubre del año pasado, allá en la Montaña. Fue a rezar a una familia que estaba enferma, y cuando regresaba, lo balacearon. Lo dejaron en una barranca y fue hasta el tercer día cuando lo encontró mi mamá y mi hermana Edith.
Yo ni llorar puedo, encerrado en esta jaula. Quisiera morirme, pero tampoco puedo. Sé que el amor de mi madre es tan grande que, aunque no coma, va juntando algo de dinero para comprar maíz y frijol, con el sombrero de palma y las servilletas que teje. Me entristece mucho ser una carga, porque no puede salir a trabajar. Ella sabe que no puede dejarme un momento. Últimamente siento que mis manos y mis pies tiemblan más. No entiendo qué pasa. Solo siento que me carga sobre sus espaldas y me lleva a un lugar, donde otras personas me soban.
Ya tengo 11 años y solo por el cariño de mi madre y mis hermanitos, no me he muerto. Gracias a las sensaciones que tengo con su presencia y por el privilegio de escuchar ruidos, logro imaginarme cuán bello es el mundo. Aunque no puedo reír ni llorar, siento que la vida es algo hermoso. Llego a imaginar la Montaña donde nacieron mis papás, allá en san Miguel Amoltepec el Viejo. Siento que navego por las cañadas y barrancas y me hago la ilusión que camino en los cerros, y que también voy al tlacolol a sembrar maíz. Siento que soy un niño más de Cochoapa el grande, enfermo como muchos más, que no tuve la dicha de hablar el “tu un savi”, ni de ir al cerro a cuidar los chivos.
Siento mucho la desaparición de mi hermano Fredy. Fue el segundo después de Edith. Siento que él también me cargaría y me cantaría alguna canción como la paloma o el toro meco. En la noche, cuando los perros ladran, siento que la muerte se acerca a la casa. No se si viene por mí o más bien, son los de la delincuencia que quieren hacerle daño a mi mamá o a mis hermanitos. Trato de sobreponerme. Mejor me imagino que se trata de una noticia buena, de que mi hermano Fredy está de regreso a la casa. Las tinieblas en que vivo hacen que se revele mi papá Federico, quien quiere llevarme para que esté a su lado. Siento que estaría mejor con él, porque se terminaría este tormento. Además, ya no se desangraría tanto el corazón de mi madre Amalia.
Fotografía: cortesía de la familia
Publicado originalmente en desinformémonos