Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan
Nací libre. Crecí en un pueblo indígena. Mágico por su encanto natural. Me honro decir que en Olinalá vive la gente que se pinta sola. No solo porque es un pueblo de pintores con fama internacional, sino porque somos un pueblo que sabe luchar y defenderse. A pesar de nuestro mestizaje, nuestra vida y nuestras instituciones tienen una raigambre indígena. Somos del pueblo Naua. Los Tlacuilos de antaño. Conservamos aún las técnicas prehispánicas para el laquedo de los cofres o cajitas, que elaboramos con colorantes naturales. En los palacios de los reyes y gobernantes, siempre estará como joya artesanal, una cajita de Olinalá, donde están plasmados paisajes de la selva baja y los sueños de las y los olinaltecos.
Olinalá, tierra en movimiento, que me enseñó a valorar el trabajo de los campesinos y a forjar mi espíritu recio. Desde pequeña acompañé a mis padres al campo para ayudar en la siembra y cosecha del maíz. La tierra mojada me recuerda mucho los momentos felices de mi infancia, cuando brotaba la planta de maíz. Mis hermanos que tanto admiro, continúan arando la tierra.
Soy hija de una familia pobre, muy trabajadora, que no es dejada. Crecí con muchas precariedades, luchando por la sobrevivencia, rasgando la tierra para cultivar el maíz y el frijol. Agradezco a mis padres que me apoyaron para estudiar la primaria y me animaron a cursar por lo menos dos años la secundaria en la ciudad de México.
Las laderas donde sembramos son insuficientes para sostener a toda la familia. En este municipio pequeño también enfrentamos el acaparamiento de tierras por parte de grupos caciquiles vinculados con los grupos que ostentan el poder a nivel estatal. A pesar de que las tierras son fértiles, la mayoría de los terrenos se destinan para construir potreros para la crianza de ganado vacuno.
Pintar y sembrar ha sido nuestro destino, pero en condiciones deplorables. Por eso, muchos jóvenes tuvimos que salir del pueblo para buscar la vida en la ciudad. Desde los años 60 varios paisanos, con el apoyo de coyotes del estado de Puebla, lograron cruzar la frontera para enrolarse como meseros y cocineros en los restaurantes de Nueva York.
Como mujer supe abrirme paso sola. Desde los 13 años salí de Olinalá para estudiar y trabajar en la ciudad de México. Me fui de mojada y logré conseguir trabajo, al mismo tiempo que me empeñaba a aprender el inglés. Nunca olvidé a mi pueblo, mucho menos me avergoncé de mis orígenes indígenas, por el contrario, reafirme mi identidad y asumí un mayor compromiso para hacer algo por la gente que más sufre.
La discriminación de la que fui objeto en Estados Unidos me sirvió para clarificar más mi lucha a favor de la población indígena, que es la más despreciada y pisoteada por los gobiernos malinchistas. Nunca me desarraigué de Olinala, mucho menos me desentendí de la problemática que han enfrentado en diferentes momentos críticos. Lamentablemente quienes nos han gobernado han sido insolentes, porque se han rodeado de gente maleante y han hecho del poder municipal, un poder que está vinculado con los grupos delincuenciales. Nuestro municipio desde hace 25 años ha sido rehén de la delincuencia. Su ubicación lo ha colocado en una ruta idónea para el trasiego de droga y el robo de vehículos. Es la salida para los estados de Puebla, Morelos y a la zona norte del estado. Sus caminos poco transitables se transformaron en los senderos de la delincuencia. La población estaba enterada de todas estas maniobras, sin embargo, no reaccionaba, ni denunciaba, porque no estaba en riesgo su seguridad ni su patrimonio.
Los grupos políticos afianzaron su poder gracias a este tinglado de intereses que se engarzaron con intereses delincuenciales de nivel estatal y nacional. En las dos últimas décadas Olinalá dejó de ser la provincia pintoresca, famosa por sus lacas. La región se militarizó con el pretexto de que había presencia de grupos armados. Se dieron varias incursiones militares tanto en la cabecera como en varios poblados indígenas tanto de Olinalá como de Ahuacotzingo. Hubo detenciones de maestros y de indígenas. La comunidad Naua de Temalacacingo fue militarizada por varios años. El ejército instaló un campamento en tierras comunales para tener bajo vigilancia férrea a la población indígena que pertenecía a organizaciones sociales independientes, como la Unión de Organizaciones y Comunidades Emiliano zapata (UOCEZ).
Lo paradójico de la militarización que se dio en Guerrero como estrategia de contrainsurgencia, es que el uso de la fuerza se impone por encima de la ley y pisoteando los derechos humanos. Además esta acción bélica se vuelve permisiva contra los grupos que delinquen porque les resultan funcionales en su estrategia, son parte de los grupos irregulares que son utilizados por las autoridades militares para realizar el trabajo sucio, contra los enemigos del régimen. En tiempos de guerra, la delincuencia es utilizada para que trabaje al lado del gobierno. No solo es aliada sino que es parte relevante en el conflicto, al grado que se robustece y se transforma en un poder fáctico que realiza acciones bélicas para destruir no sólo a sus enemigos sino a los actores incómodos del gobierno.
Esta descomposición social que se da en la región se da en el contexto de la militarización y de graves violaciones a los derechos humanos. Devino la debacle, con los secuestros, los asesinatos, desapariciones de personas y las extorsiones a la población en general. A pesar de las denuncias y la ubicación de los domicilios y de la gente que delinquía, las autoridades de los tres niveles de gobierno no actuaban para contener esta espiral de violencia. Ahora que la gente de la cabecera pedía la presencia del ejército para desmantelar a los grupos de la delincuencia, desatendía el llamado y argumentaba que no podía hacerlo.
La población no tuvo otra que otra que armarse. Tocó las campanas, tomó las calles y decidió detener a los policías municipales que eran cómplices de los delincuentes y se encargó de la seguridad del pueblo. El 27 de octubre de 2012 fue la fecha clave para el pueblo de Olinalá porque la gente tomó las armas en sus manos, no para hacer la guerra, sino para devolverle al pueblo la tranquilidad y la paz, que no han querido garantizar las autoridades.
Surgió la policía comunitaria, por voluntad suprema del pueblo. No fue una decisión de un grupo o de una persona. Nació primero el consejo ciudadano olinalteco que se encargó de organizar la seguridad, sin embargo, se necesitaba una estructura más estable que se avocará a trabajar fuertemente en combatir al crimen organizada y poner orden en las calles y caminos.
Fue en una asamblea donde el pueblo me nombró como su Comandanta. Los mismos hombres decidieron ponerme al frente, de asumir el compromiso de cara a la gente de hacerle frente a quienes atentaban contra la vida y la seguridad. Lo hicimos al pie de la letra, por eso tuvimos que encarar al mismo ejército, que en lugar de patrullar las calles por las noches, se juntaba con grupos de maleantes para tomar cerveza en la vía pública. Lo mismo pasó con la marina. Con ellos tratamos de coordinarnos en algunos operativos, pero vimos que no quisieron actuar contra los que lideraban a los delincuentes. Más bien nos decían cómo fabricar delitos, al mostrarnos bolsas de marihuana y armas viejas, para endosárselas a los detenidos.
Al cuestionar al presidente por su falta de compromiso con la gente y por su cercanía con los grupos de la delincuencia, empezó la presión a nivel estatal para que dejáramos de funcionar como policía comunitaria. Primero el gobernador trató de persuadirnos para integrarnos como una policía rural. Posteriormente utilizó a Eliseo Villar, que para entonces ya recibía varios millones de pesos para la construcción y funcionamiento de las casas de justicia, quien se encargó de desconocernos y hasta en una ocasión quiso desarmarme. No lo permití. El grupo de policías que me acompañó reaccionó rápido y pudo rodear a los policías que lo resguardaban, lo encaré y lo rete a que me desarmara. Sabía que no me iba a dejar y que no iba a salir bien librado. Por esa razón nos adherimos a la casa de justicia de El Paraíso y fue con Gonzalo Molina y Arturo Campos, con quienes mejor me coordine y realicé un trabajo apegado a las directrices del reglamento interno de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).
Por obedecer a mi pueblo, por rebelarme contra las autoridades y asumir hasta las últimas consecuencias el mandato de comandanta de la policía comunitaria, el gobierno consideró que era un peligro para sus intereses delincuenciales. Por eso me encarceló. Me mandó hasta Nayarit, lejos de la gente que lucha y pelea por un cambio. Pensó que me iba a doblegar y que me iba a arrepentir y a pedir perdón. Hoy me siento más fuerte y sin temor a nada. Me siento más segura y convencida de lo que hice dentro de la policía comunitaria. Retornaré a las filas de la CRAC. Recuperaré mi libertad porque mi lucha fue pelear contra los que envilecen al pueblo con su poder, contra los que delinquen a la sombra del cargo que ostentan. Nunca olvidaré lo que desde pequeña aprendí en el campo, a ser una persona libre, a pelear contra las injusticias, a nunca dejarme de los abusadores y a estar siempre bajo las órdenes de mi pueblo. Nací para ser libre y para defender a mi pueblo. Así lo refrendaré con mis compañeros y compañeras de la CRAC al dar el primer paso fuera de la cárcel.