Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan
La Montaña está inquieta. Está atenta a lo que sucede en el país. Más allá de que la comunicación es pésima, las noticias llegan de boca en boca. En Tu un savi o Me Phaa la gente comenta en sus asambleas la manera como el gobierno está tratando a los papás y mamás de los 43 estudiantes desaparecidos. Saben de viva voz cómo las autoridades se niegan a investigar a los que ostentan el poder político y a los cuerpos represivos del estado, cuyos jefes y súbditos están coludidos con la delincuencia. Ya no hay manera de venderles el cuento de Murillo Karam y de Zerón de Lucio, de que a los estudiantes los mataron e incineraron en el basurero de Cocula unos jóvenes que formaban parte de los Guerreros Unidos.
Como pueblos olvidados, la experiencia les ha dicho que los políticos son personajes truculentos; que no hablan con la verdad y que viven empeñados en saquear los recursos del erario público. Son déspotas y les encanta la adulación. Maltratan a la gente por el simple hecho de pertenecer a una comunidad indígena. A las organizaciones sociales que luchan por sus derechos y que tienen el valor de denunciar sus abusos, los aborrecen e ignoran. Se especializan en tomar poses arrogantes y pendencieras. Son presa fácil de la vida superflua que los trastorna y los hace aparecer como seres desagradables.
Ya no hay manera de que las autoridades en turno aparezcan en una plaza pública para dialogar abiertamente con la población. Temen una rechifla o muchos reclamos y agresiones verbales y físicas. No es para menos; la pobreza y el sufrimiento de las familias de la Montaña y la Sierra no son parte de un castigo divino, son responsabilidad directa de quienes nos han gobernado; de sus reformas privatizadoras y de sus políticas que han promovido la discriminación y la desigualdad. ¿Quién en su sano juicio tomaría la palabra en público para agradecer a quienes gobiernan, sabiendo que son parte de este sistema criminal que despoja al pobre y sumerge en el olvido a muchas generaciones de niños y niñas que nacen desnutridos y que mueren a temprana edad? ¿Son las autoridades las ofendidas o más bien las causantes de este clima de violencia sistémica que arremete contra la población pobre que está fuera del presupuesto oficial?
El castigo secular que el régimen racista ha impuesto a los pueblos indígenas, es negarles educación básica; hay muchos obstáculos para que los niños y niñas terminen la educación primaria. No hay suficientes maestros y las escuelas son cobertizos de cartón. Para llegar a una primaria completa los niños y niñas tienen que caminar más de una hora y cruzar ríos, porque los puentes colgantes ya nunca se repararon después de las tormentas. A las autoridades educativas no les preocupa que las mujeres indígenas se ubiquen en la escala social más baja. La inequidad de género es más agresiva, porque los mismos padres les impiden que estudien. Las madres jóvenes están condenadas a morir por ser pobres y por ser mujeres indígenas. Se les niegan los servicios básicos de salud, porque para los burócratas, los indígenas no se merecen un médico ni una clínica en su comunidad. Dicen que así lo dicta la norma oficial mexicana, valiéndoles un bledo lo que mandata la constitución.
El malestar de los pueblos de la Montaña los está obligando a organizarse, a recuperar sus instituciones y a revalorar su cultura, su lengua y su territorio. Han entendido que los extraños que han llegado los han engañado y sometido. Son los de fuera quienes se han encargado de tomar las decisiones que incumben al pueblo. Los mestizos que actúan como políticos, religiosos, maestros, médicos, ingenieros, contadores y abogados son los que han impuesto sus normas y quienes se encargaron de endilgarles el estigma de seres inferiores y de esquilmarlos. Ellos y ellas llegaron desde hace décadas para imponer otro modo de gobernar y de organizarse como pueblos. Los obligaron a nombrar a sus autoridades a través de los partidos políticos; les impusieron un modelo de desarrollo basado en la extracción de sus bienes naturales; les vendieron la idea que la aplicación de los agroquímicos son la panacea para mejorar sus cultivos. Las caravanas de la salud son el placebo para los pueblos que requieren con urgencia alimentos y atención médica para revertir la desnutrición infantil y la mortalidad materna. Los atracadores de la salud se han llevado a sus bolsillos los millones de pesos destinados a infraestructura médica, que por derecho les corresponde a los pueblos indígenas. Solo 30 camas maltrechas, del único hospital de segundo nivel que se ubica en Tlapa, están disponibles para mal atender a una población que rebasa los 400 mil habitantes en la región.
La deuda con los pueblos es inconmensurable. No hay manera de revertir esta injusticia añeja. Lo más cruento es que el gobierno federal continúa a todo galope con esta depredación. Se han casado con los postulados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y a pie juntillas se empeñan en seguir colonizando los territorios ancestrales. El modelo privatizador representa los nuevos espejitos de los neocolonizadores que ofrecen el paraíso a los pobres a cambio de extraer sus bienes y sus mismos saberes milenarios.
Los pueblos de la Montaña ya no fincan su esperanza en los partidos políticos ni en quienes gobiernan. Perdieron la confianza en ellos porque los traicionaron y los dividieron. Se supeditaron a personajes malévolos y convenencieros. Creyeron en sus postulados ideológicos y le apostaron al cambio, a través de las urnas. Lo lograron. Sin embargo, tarde se dieron cuenta que el triunfo no era del pueblo sino del candidato y su partido. A pesar de todo, pacientemente esperaron que los cambios llegaran desde los ayuntamientos. Tuvieron la leve expectativa de que el nuevo partido reivindicara los derechos de los pueblos y que revirtiera esta infamia. Nada de importancia sucedió al interior de las comunidades. Por el contrario, cuando los nuevos gobernantes se acomodaron en la silla y tomaron la chequera, se extraviaron en el camino y se alejaron de la población.
La tragedia de los padres y madres de los 43 ha despertado más el sentido de hermandad. Se han reencontrado como personas que han sido víctimas de un gobierno que los desprecia y desecha. Padecen los estragos de la militarización y siguen siendo rehenes de las corporaciones policiales del estado, que imponen su ley para atracar en despoblado, detener sin orden de aprehensión, extorsionar cuando existen estas órdenes y torturar para investigar. Los padres y madres de la Montaña, tienen también a hijos que fueron desaparecidos y ejecutados. Cargan con el dolor de no saber de su paradero y de nunca encontrar justicia. También son padres y madres de maestros y maestras, de hijos e hijas que lograron estudiar la primaria y que con mucho sufrimiento pudieron estudiar la secundaria en Tlapa, trabajando arduamente con familias mestizas.
Estos maestros y maestras forjaron desde niños su espíritu combativo para enfrentar el flagelo de la pobreza. Han trabajado en lo más recóndito de la Montaña, pasando hambre y un sinnúmero de carencias, con el fin de compartir con los niños las primeras letras. En todo momento se ven obligados a resolver las necesidades más urgentes que tiene la escuela. Arman con palos y con el apoyo de los papás y mamás, su salón de clase. Adaptan tablas y morillos para que se sienten sus hijos; compran algunas láminas de cartón para tener donde guarecerse. Sobre la tierra, con los pies descalzos y con el estómago vacío, los niños y niñas de la Montaña realizan la hazaña de aprender a leer y escribir. En esta difícil aventura los padres y madres de familia saben que los maestros y maestras están a su lado, preocupados por la educación de sus hijos.
Hoy que el gobierno de Peña Nieto ha encarcelado a los líderes magisteriales de Oaxaca y que ha arremetido con toda su furia contra las familias indígenas de Nochixtlán, dejando como saldo 9 muertos y decenas de heridos, los pueblos de la Montaña tienen claro que la reforma educativa que quieren imponer con policías y con balas, es una amenaza para las familias pobres que luchan a brazo partido para que haya maestros y maestras que hablen su lengua y que estén dispuestos a compartir su vida con ellos. Para Aurelio Nuño, es irrelevante estudiar y ser maestro. Es una profesión que se puede prescindir, por eso ahora cualquier profesionista lo podrá relevar sin tener base ni perfil. De lo que se trata es desmantelar un sistema educativo que genere entre los maestros y maestras arraigo en las comunidades olvidadas y que estén comprometidos con los papás para luchar juntos contra la desigualdad y la discriminación.
El olvido secular ha despertado entre los pueblos de la Montaña el interés de juntar las voces y de unir sus luchas. De saberse hijos e hijas de una misma estirpe, de reconocerse como pueblos originarios que poseen un patrimonio histórico y que portan una identidad que los enorgullece. Pueblos que sienten no solo la amenaza de la reforma educativa contra los maestros y maestras que son sus hijos y contra los estudiantes de las normales que también son sus hijos, sino contra su mismo patrimonio que es la raíz de su existencia. Por eso las batallas que vienen tienen que afrontarse como lo han hecho históricamente, como pueblo organizado. De ahí la necesidad imperiosa de empujar juntos para que la lucha sea una, entre pueblo y magisterio, al ejemplo de Oaxaca y Chiapas.