En la Montaña, desde que llegan las lluvias en el mes de mayo y se van hasta finales del año, es normal que por las tardes nos quedemos sin luz. Las precarias instalaciones eléctricas, la quema constante de los transformadores por la inestabilidad en el voltaje, y el nulo mantenimiento que se les da a las líneas, forman parte de los tratos indignos que históricamente nos han dado las instituciones federales. Los cobros excesivos por este pésimo servicio son más altos que los que pagan los usuarios en la ciudad de México y en Monterrey. A pesar de que hemos luchado desde hace varios años, para que la tarifa eléctrica sea la más económica, la Comisión Federal de Electricidad (CFE), siempre se ha negado a tomar en cuenta nuestro planteamiento. Muchas comunidades han tenido que cooperarse para comprar los transformadores, y las que tienen bombas de agua, su situación es más complicada, porque los costos son arriba de 15 mil pesos bimestrales, y todo corre a cuenta de los contribuyentes. Los presidentes municipales, en lugar de solidarizarse, ponen el pretexto de que pagan cantidades millonarias por el alumbrado público, cuando en verdad no hay luz en las calles y la mayoría de lámparas están fundidas. Al final, los pueblos indígenas seguimos subsidiando a la burocracia gubernamental.
Esta expoliación económica se da en la mayoría de las instituciones públicas. Por ejemplo, para que nuestros hijos e hijas puedan recibir clases en línea, mínimamente tenemos que gastar de 10 a 20 pesos diarios para comprar las fichas, sin incluir la compra del celular o una computadora. También tenemos que gastar en copias para entregar los trabajos que piden los maestros y maestras. Son gastos infructuosos, porque en verdad esté sistema de educación no funciona, en las comunidades indígenas. Nosotras como madres, no podemos apoyar a nuestros hijos, porque además de no tener tiempo, la mayoría no sabemos leer ni escribir. No hay quien oriente a los niños y jóvenes porque los maestros y maestras solo les mandan los cuestionarios que van a responder, pero no se encargan de explicarles, ni de darles una pequeña orientación sobre los contenidos de cada tema. Por eso, vemos que todo este tiempo ha sido en vano, porque se ha perdido el interés por el estudio, y a los mismos niños ya no se les estimula para que ejerciten su mente, ni para que se socialicen como antes lo hacían, cuando iban a la escuela.
Estamos como hace 30 años, cuando no había carretera, ni luz, ni escuelas. Cuando la mayoría de la gente no sabía leer ni escribir. Es un atraso que nos preocupa, porque vemos que las autoridades se han desentendido de nuestros problemas. Han cerrado las oficinas sin importarles que quienes vivimos fuera de la ciudad, enfrentamos otros problemas, porque carecemos de todo. No hay médicos ni medicinas que puedan aliviar nuestros males. Los funcionarios de la salud no saben lo que representa enfermarse en la Montaña, donde no hay casas de salud y los hospitales comunitarios en las cabeceras municipales, no cuentan con medicinas ni suficiente personal médico. Enfermarse en la Montaña es quedar inerme ante los estragos que está causando el Covid -19. Es apelar a los saberes ancestrales y al cuidado de la familia, es tener la fuerza suficiente para resistir con vaporizaciones y brebajes los embates de esta pandemia.
Varias personas mayores que se han enfermado, ya no resistieron y se murieron. Si antes había una persona que moría al mes, era mucho, ahora hemos visto, que, desde junio hasta enero, mueren de tres a cinco personas al mes. En el mismo panteón se nota, porque vemos que ya no hay espacios para enterrar más gente. Para las autoridades municipales es mejor no saber lo que está pasando en nuestras comunidades, porque se ahorran vueltas y dinero. Se han desentendido totalmente de nuestras muertes y enfermedades. A pesar de que saben que el contagio se ha extendido a las comunidades, no hay brigadas médicas que lleguen a apoyarnos, tampoco las autoridades de salud se han interesado en aplicar pruebas PCR a las personas que tienen síntomas del coronavirus. Nos dicen que en Tlapa, solo en el centro de salud pueden tomar esa prueba, siempre y cuando la autorice un médico del Hospital General. Si la gente de Tlapa tiene problemas para que la puedan atender, los que somos de comunidades indígenas, nos sale muy caro recibir la atención médica, porque hay que contratar una camioneta para trasladar al paciente y hay que comprar las medicinas para su tratamiento. Sale igual acudir con los médicos particulares o las farmacias similares, porque tenemos que gastar mil pesos para las medicinas, otros mil pesos para el viaje de la camioneta y más de mil pesos para los gastos de las comidas de quienes acompañamos al paciente. Estas cuentas reales que enfrentamos cotidianamente, ninguna autoridad las toma en cuenta para ver la forma de ayudarnos. Nuestro mundo es totalmente dispar al mundo que viven los que gobiernan en la ciudad. No dimensionan lo que significa enfrentar los estragos del hambre y de la enfermedad sin ningún peso en la bolsa. Es más generosa la naturaleza, porque de ella logramos alimentarnos y curarnos. La solidaridad que persiste entre las familias y en la forma de ayudarnos comunitariamente, son los lazos que nos permiten resistir a la multiplicidad de necesidades. En los palacios de los gobiernos aun no llega la señal de alarma, aún no sienten la urgencia de atender esta calamidad y de romper con los esquemas burocráticos para salvar vidas de la gente que muere en silencio.
A las madres de familia nos preocupa mucho que las autoridades estén ausentes. En este periodo de clases hemos visto que se está perdiendo el hábito del estudio. La ausencia de los maestros y maestras, así como el cierre de las escuelas son una mala señal en este nuevo año, cuando la pandemia está pegando más fuerte. Además, de que no hay condiciones físicas, ni tecnológicas para estudiar en las comunidades apartadas, los pocos espacios que existen están cerrados, y las horas que antes se dedicaban para ir a la escuela, se destinan para ir a trabajar al campo, o para salir de la comunidad en busca de un empleo en los campos agrícolas. Son pocos los niños y las niñas que continúan las clases en línea. Se les ha hecho muy pesado, porque no existe una verdadera enseñanza, simplemente se cumple con una mera formalidad, de enviar cuestionarios y pedir que contesten cada fin de semana, sin que exista una retroalimentación del trabajo que hicieron los estudiantes.
Los 800 pesos mensuales de las becas para nuestros hijos, nos han servido para comprar el maíz y las medicinas, porque ya no hay otra forma de tener un ingreso. Los muchachos y muchachas que están en Nueva York, todavía no encuentran un trabajo seguro para toda la semana. Apenas les alcanza para la renta y la comida. Aquí en el pueblo hemos resentido la falta de remesas. Ya no podemos ir a Tlapa a comprar la despensa, menos ahora que están enfermas las personas mayores. Ya nadie presta dinero, porque sabe que ya no van a llegar las remesas. Ya no hay ingresos, y para juntar algo tenemos que ir hasta Sinaloa, porque en Morelos, ya no conviene ir al corte de caña, porque todo está muy caro.
Como estudiante del sexto semestre del bachillerato, no he reanudado las clases desde el 22 de diciembre. Todavía no se en qué fecha de febrero continuaremos los trabajos. Desde que empezamos con este nuevo sistema, varios de mis compañeros se desanimaron. Algunos porque no tienen celular, ni computadora y otros, como me pasa a mí, no entendemos lo que tenemos que hacer. Por ejemplo, en las ciencias de la salud, nada más nos mandan unos temas con el cuestionario, y la verdad, me cuesta mucho comprender estos contenidos. Lo único que se me ha grabado son las partes de nuestro cuerpo y algo sobre la evolución de las enfermedades, pero no sé en que me va a servir esto. Veo que, a los maestros y maestras, tampoco entienden bien como deben de trabajar con nosotras, por eso, no quieren establecer comunicación, para explicarnos los contenidos. Les hemos dicho que primero nos den una introducción del tema y que también que nos ayuden a contestar el cuestionario. Por más que le pedimos, no encontramos respuesta.
Por eso, solo le dedico una hora para hacer las tareas y aún así se me hace mucho tiempo. En verdad no estoy aprendiendo nada, ni le estoy encontrando sentido a esta forma de estudiar. Prefiero mejor realizar las actividades de la casa, porque por lo menos me siento útil desgranando la mazorca, preparando el nixtamal o haciendo tortillas. Estas cosas se aprenden para toda la vida y, además, nos sirven para ayudar a la familia y a la misma comunidad. Yo quisiera que la escuela me enseñara a resolver los problemas que aquí enfrentamos; como la falta de maíz, la falta de empleos, los problemas de la desnutrición de los niños y niñas; nuestros conflictos agrarios y también la destrucción de nuestro medio ambiente. Nuestro rio se está secando y el gobierno sigue promoviendo la aplicación de agroquímicos. Tenemos mucha agua, pero en la casa no llega y tampoco la aprovechamos para tener tierras de riego. Ahora el bosque que tenemos, se lo están acabando quienes recibieron el programa sembrando vida, porque tienen que comprobar que cuentan con dos hectáreas y media para sembrar nuevas especies. Este es el gran problema que enfrentamos con las autoridades, que están desconectadas de nuestra realidad, que siguen aplicando desde el escritorio sus programas y están muy distantes de los problemas relacionados con la sobrevivencia. Siguen sin darnos una señal de vida, no solo la señal de internet, sino la señal expresada en el compromiso, de que en verdad están dispuestas a construir con las comunidades indígenas nuestro futuro.
Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”