En nuestro país las denuncias interpuestas contra militares, regularmente no prosperan. Las víctimas que se han atrevido a denunciar graves violaciones a los derechos humanos han tenido que recorrer un camino largo y escabroso, sin obtener justicia. En este viacrucis se entrecruzan las amenazas y las agresiones de los elementos castrenses, con el fin expreso de causar temor y colocar a las víctimas contra el paredón. Los mismos ministerios públicos se resisten a investigar las atrocidades cometidas por los militares. En México, el ejército sigue estando protegido por un sistema de justicia que se supedita al poder militar.
En Guerrero, los familiares de Rosendo Radilla, así como las sobrevivientes de tortura sexual Inés Fernández Ortega, y Valentina Rosendo Cantú, así como los campesinos ecologistas de la sierra de Petatlán, Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, tuvieron que acudir al sistema interamericano de derechos humanos para obligar a que las autoridades mexicanas reconocieran su responsabilidad internacional por las graves violaciones de derechos humanos cometidas por el ejército relacionadas con desapariciones forzadas, torturas y tortura sexual. Son cuatro sentencias que aún siguen sin ser cumplidas en su totalidad por parte de las autoridades castrenses. El caso de Rosendo Radilla es un claro ejemplo de cómo se encubre al ejército y se simula una investigación que se mantiene estancada para mantener intocada la red criminal que se tejió dentro del mismo ejército para perseguir, torturar, desaparecer y ejecutar a luchadores sociales. La tenacidad de Tita Radilla ha mantenido en la escena internacional el caso de su padre, demostrando de forma contundente esta pirámide de la impunidad. Las autoridades civiles han preferido encubrir sus crímenes del pasado para mantener esa idea inocua de un ejército sin macula, en lugar de hacer justicia a las víctimas rompiendo ese pacto de impunidad contra los violadores de derechos humanos.
Una historia semejante es la que han padecido Inés Fernández y Valentina Rosendo, que siguen demandando castigo contra los militares que violentaron sus derechos. Recientemente se realizó una audiencia privada en la corte interamericana de derechos humanos, en el marco de los 10 años de las dos sentencias. El principal reclamo de Inés y Valentina fue la dilación de las investigaciones contra todos los elementos militares y los altos mandos involucrados en los hechos acaecidos en los meses de febrero y marzo de 2002. Ante esta inacción el juez Eduardo Vio Grossi señaló “soy el único juez que participó en estas dos sentencias. Ya estoy próximo a finalizar mi segundo periodo como juez. Me gustaría que este caso tan emblemático se cumpliera plenamente. No me gustaría irme de la Corte después de 12 años sin el cumplimiento cabal de las sentencias, por lo que le pido al Estado que se hagan los mayores esfuerzos para cumplir las dos sentencias.”
A pesar de estas sentencias internacionales el gobierno mexicano no se atreve a castigar a los militares. Ha sido muy evidente que el poder que ostenta el ejército, por la vía de los hechos, está por encima de nuestro marco constitucional. No solo las elites militares sino que todos los elementos castrenses han tenido un trato privilegiado para no llegar a los tribunales. Los titulares del poder ejecutivo, en lugar de atender los reclamos de una población agraviada, se ha cuadrado a los generales. Son los hombres fuertes del régimen que se han encargado de proteger a las instituciones y a los altos funcionarios del poder político.
En Guerrero el presidente de la república Luis Echeverría encomendó al General Acosta Chaparro para que aplicara una política de contrainsurgencia con el fin de sofocar la guerrilla, le dio el salvoconducto para violar masivamente los derechos humanos de las y los guerrerenses. En esta época los generales aplicaron los libretos de la guerra emprendida por el gobierno de Estados Unidos contra los movimientos armados en América Latina. Este proceso de descolonización fue interpretado por el pentágono como la conspiración comunista, urdida por lo que fue la Unión Soviética. En estos años convulsos el ejército se erigió como el defensor de la patria, reprimiendo a los estudiantes y aplicando la guerra contrainsurgente en los estados de Guerrero y Chihuahua.
Con el fin de la guerra fría el gobierno de Estados Unidos diseñó el modelo de seguridad hemisférica erigiéndose como el guardián del mundo, como el único ejército con capacidad para intervenir militarmente en cualquier país. En este esquema los ejércitos de los países dependientes como México establecieron acuerdos para formar a las nuevas élites militares en la escuela de las Américas. La función de los ejércitos nacionales ya no fue la defensa contra amenazas externas, por parte de otros países más poderosos, sino para prepararse contra otros actores de riesgo al interior del país. Esta nueva función de los ejércitos empezó a darse desde Salinas de Gortari con el tratado de libre comercio, cobrando mayor relevancia el nuevo rol del ejército, como guardián de la seguridad pública en la administración de Vicente Fox. En ese sexenio se iniciaron los operativos coordinados por el ejército bautizado en primer término como México seguro.
Con este modelo se decide colocar el ejército en las calles y declarar la guerra a los cárteles de la droga. Se da el fin de la hegemonía del PRI y emergen las disputas internas entre los capos del narcotráfico. México, además de ser un país estratégico para el trasiego de la droga proveniente de Sudamérica, se transformó en el principal país productor de heroína, utilizando territorios estratégicos para la siembra de los enervantes. Incorporó a regiones pobres al mercado laboral, como mano de obra barata y especializada en la recolección y procesamiento de la amapola. Las poblaciones indígenas y campesinas, ante el abandono del campo, encontraron en estas siembras ilícitas una opción para obtener ingresos dentro de sus mismas comunidades.
Los generales del ejército ubicados en zonas estratégicas del narcotráfico fueron cooptados por los capos más poderosos. Su rol protagónico en las tareas de seguridad y el combate a las drogas, en el sexenio de Felipe Calderón, los colocó en el filo de la navaja. Se encontraron ante la disyuntiva de hacer una guerra frontal contra la multiplicidad de grupos que proliferaban a lo largo y ancho del país, o más bien, contener y pactar con algunos, combatiendo a otros. Ante la opacidad con la que se ha manejado el instituto castrense se aprovecharon los resquicios para que se diera una colusión entre jefes de narcotráfico y los altos mandos del ejército.
La situación de Guerrero es deplorable porque hemos padecido los estragos de la guerra sucia operada por uno de los generales más truculentos, como Arturo Acosta Chaparro, a quien no se le enjuició por las graves violaciones a derechos humanos que cometió y se simuló un juicio por vínculos con el cártel de Juárez. Gozaba de tanto poder que siguió fungiendo como asesor en el gobierno de Rubén Figueroa Alcocer, para replicar la estrategia de contrainsurgencia contra las organizaciones sociales, como sucedió con los campesinos de la sierra del sur que fueron ejecutados en el vado de Aguas Blancas.
Con el gobierno panista de Vicente Fox y el gobierno perredista, abanderado por Zeferino Torreblanca como ejecutivo del estado, y por el presidente municipal Félix Salgado, la violencia se exacerbó en Acapulco. La guerra entre los cárteles quedó declarada, desenmascarando los vínculos que mantenían agentes del Estado con las organizaciones criminales. La barbarie delincuencial se manifestó con las decapitaciones y ataques a las comandancias en Acapulco y Zihuatanejo. El Operativo México Seguro tuvo un mal comienzo con el general Salvador Cienfuegos, quien en ese periodo se mantuvo en la penumbra y no asumió posturas firmes para hacer frente el embate delincuencial. Desde el 2005 a la fecha, a pesar de otros operativos como Guerrero Seguro y el incremento de efectivos militares en el Estado, la violencia se ha desbordado en la mayoría de las regiones. En lugar de replegar a los grupos de la delincuencia organizada y de contener su expansión, el efecto ha sido contrario. Hoy tenemos a grupos de la delincuencia empoderados que han tomado el control de ciertas regiones y se mantienen en disputas férreas por el trasiego de la droga, logrando infiltrarse en las corporaciones policiales y al interior del mismo ejército. No es casual que la población desconfié de los operativos que realizan los militares, porque los grupos que delinquen no son investigados ni mucho menos afectados en sus negocios.
En esta maraña de intereses macrodelicuenciales, donde las instituciones de seguridad han sido captadas por los grupos de la delincuencia y el sistema de justica es sumamente frágil y poroso, está muy lejana la posibilidad de que se investigue la actuación de los militares en las tareas encomendadas de abatir la delincuencia y hacer frente al narcotráfico. Son ahora las autoridades de Estados Unidos las que han tenido que intervenir para defender sus intereses como país y evidenciar los altos niveles de corrupción que existen en las élites políticas y militares. Es muy significativo que en el mismo tribunal donde se enjuició al Chapo guzmán se enjuicie a Genaro García Luna y al general Salvador Cienfuegos. La justicia en México llegará cuando se desmonten las estructuras del poder político que, en lugar de servir y proteger a la población, se han coludido con los intereses macrodelincuenciales. El juicio de un general debe ser una llamada de atención para las autoridades mexicanas, de que no se puede seguir engañando al pueblo, otorgándole privilegios e impunidad al ejército.
Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan