Texto y foto: Isabel Margarita Nemecio Nemesio[1]
En México, para las mujeres jornaleras “echarle más ganas” se traduce a estar más de ocho horas encorvadas, agachadas, hincadas, expuestas a la humedad de la tierra, a la lluvia o al calor extremo, a someter a su cuerpo a la “resistencia, tolerancia y esfuerzo físico” para cargar el doble de su peso, a que las manos se hinchen o les salgan ampollas después de hacer todas las labores que les encomiendan en los campos agrícolas donde trabajan.
“Echarle más ganas” es una frase que disfraza la explotación laboral o condiciones de trabajo injustas, por ello es una de las peores frases que le pueden decir a una mujer jornalera que vive el día a día, no se trata de «ganas» porque el esfuerzo físico que ellas necesitan para esas labores agrícolas, requiere primero de desarraigarse de su territorio, de su comunidad, de decidir – voluntaria o forzadamente – “migrar” junto con sus familiares a otros territorios, de despojarse de sus redes de apoyo, a aprender hablar y entender el español de manera obligada porque es el único lenguaje que se impone en los campos agrícolas, a condiciones laborales que las programan para “levantarse y seguir adelante” a pesar de cómo se sienten física y emocionalmente.
Para ellas, es ya un gran logro llevar una vida entera laborando como trabajadoras agrícolas o como “jornaleras”, y este contexto se confronta con los cambios por medio de las reformas laborales que se hacen a la Ley Federal del Trabajo (LFT), porque la norma dicta que se respeten sus derechos, pero la realidad que ellas enfrentan en su trabajo diario se traduce en una frase que pronunció Dominga, una mujer nahua de la Montaña de Guerrero, durante un taller sobre derechos laborales que se impartió en su comunidad de origen:
“No ha cambiado nada, solo cambió la manera de explotarnos… con más rendimiento…”
Esos cambios tampoco los ha vivido Alicia, ella es originaria de una comunidad nahua del municipio de Chilapa de Álvarez, Guerrero, que, en el mes de noviembre del 2023, migró al estado de Nayarit junto con su pareja, su hijo Daniel de 20 años, José de 17, Elvira de 9 y María de 7 años. Daniel es un joven con discapacidad y requiere de cuidados especiales, por este motivo ella preguntó si lo aceptaban en el campo agrícola, le aseguraron antes de que ella saliera de su comunidad de origen, que le brindarían lo necesario. Sin embargo, Alicia llevaba 15 días trabajando, pero su “rendimiento” no era favorable para el supervisor del campo porque ella tenía que cuidar a Daniel. La empresa agrícola y el personal no le brindaron alternativas de cuidado que permitieran a su hijo contar con las condiciones optimas para que fuera admitido en la guardería de la empresa, o de brindarle otro espacio favorable para él. Ella abandonó el campo agrícola porque sintió que su hijo fue “discriminado” por ser una persona adulta indígena que no podían admitirla en un espacio destinado para las niñas y niños. No quiso denunciar el hecho por temor a las represalias.
Guadalupe, Norma y Leticia son originarias de Puebla, Guerrero e Hidalgo, trabajan en una empresa agrícola que está ubicada en el estado de Jalisco. Ellas no cobraron utilidades en diciembre pasado a pesar de que la empresa les había prometido que se les otorgaría esa prestación. A esto se suma la rotación de campo que decide el personal de la empresa sin consultarles antes, generando la incertidumbre en ellas de que perderán los días cotizados ante el IMSS. Además, les prohíben escuchar música o hablar entre ellas mientras están cortando arándano o fresa. Recientemente Guadalupe, Norma y Leticia reportaron una serie de abusos al área de recursos humanos de la empresa y a la autoridad laboral, pero “no pasó nada”. No obstante, sí hubo consecuencias: les incrementaron la cantidad de surcos percibiendo el mismo salario, y la intimidación se recrudeció por parte de los supervisores del campo. Ellas comentaron que “ya no tienen confianza en las autoridades ni en recursos humanos de la empresa”.
Sofia es originaria de Guanajuato, en octubre migró para trabajar en un campo agrícola de Ensenada, Baja California, llegó allá porque le dijeron que “la paga era buena”, pero no le comentaron bajo qué condiciones tenía que laborar, así que su salud se vio seriamente afectada porque por semanas estuvo trabajando en el corte de fresa bajo condiciones climáticas que iban de la lluvia al frío extremo, dormía en el suelo y el cuarto que le brindaron era de madera y tablas, en ocasiones salía a las 4 o 5 de la mañana para llegar una hora después al campo agrícola donde la enviaban a trabajar. Conoció a un contratista que le comentó que “había buen trabajo en una empresa de Sinaloa”, y a finales de febrero viajó con un grupo de más de 30 trabajadores y trabajadoras agrícolas, pero cuando llegaron al campo se percataron que habían sido defraudados. Personal de la empresa les comentó que no se podían hacer responsables y que, “si querían regresar a su lugar de origen, debían pagar individualmente más de mil pesos para que les pusieran el autobús”.
Josefina es una mujer nahua, originaria de una comunidad de la región de la Montaña de Guerrero, ella acudió en mayo del 2023 al Hospital General de Tlapa de Comonfort por el nacimiento de su bebé. Tuvo algunas dificultades durante el parto, así que su hijo tuvo que estar en observación y ella en recuperación. A pesar de contar con la Tarjeta de Salud para el Bienestar, tuvo que cubrir el costo de los estudios de laboratorio de ella y su hijo porque el hospital no contaba con el equipo en ese momento ya que se había descompuesto, le comentaron que como alternativa “podía realizarse los estudios en un laboratorio privado”. A estos gastos se sumaron la de los alimentos que tenía que consumir, más los que invirtieron su pareja y su suegro que la acompañaron mientras estuvo internada junto con su bebé.
Detrás de las historias de vida de Dominga, Alicia, Guadalupe, Norma, Leticia, Sofia y Josefina, y de miles de mujeres jornaleras, vive una realidad lejana a nuestra realidad y alejada de lo que señala la norma en nuestro país. Ellas enfrentan condiciones de vida y de trabajo tanto en sus contextos de origen como en los estados a donde migran, que generan desigualdad en rubros como salud, educación, seguridad, cuidados, vivienda, justicia, entre otros.
Las brechas más grandes se observan en la carencia de la perspectiva de género, de interculturalidad, de derechos humanos – por mencionar algunos- en las políticas públicas, así como en las formas en qué son contratadas por sus empleadores, y en el desarrollo de su trabajo, en el tipo de servicios de calidad que se les debería de garantizar, en la desigualdad salarial, en sus limitaciones de independencia económica, en las limitaciones de su autonomía en la toma de decisiones en su trabajo, en las restricciones de las políticas laborales de sus empleadores pero también de la agenda pública que no permiten colectivizar el cuidado, en la ausencia de programas y acciones integrales que fomenten prácticas laborales justas acorde a sus necesidades y contextos.
Estas brechas abonan a que el “echarle más ganas” se traduzca en el uso de su fuerza de trabajo abaratada, por un mercado que coloca a las mujeres jornaleras como asalariadas sin garantizarles mejores posibilidades laborales, contexto que se agudiza cuando son migrantes, indígenas, madres solteras, no cuentan con una red de apoyo familiar, y todo aquello que asegura la invisibilización de su trabajo, convirtiéndolo en la norma, y eso fomenta la explotación, los abusos y que se violenten sus derechos.
[1] Colaboradora del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública AC e integrante de la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas.