Abel Barrera Hernández
Fatigado por buscar a su hijo, José Ángel, don Bernardo, el querido Venado, oriundo de Tixtla, da el último paso al interior de su casa con una sensación de mareo y los pies temblorosos para sentarse en su sillón. Era su lugar preferido cuando llegaba de limpiar el terreno que rentaba en el cerro del santuario. Sintió como un toque eléctrico en sus pies y una sensación de frialdad que recorría su cuerpo. Sentía que no podía más al nublarse su vista y perder energía. Se acostumbró a caminar teniendo la presión alta. El aguijón de José Ángel le punzaba más que su pie. Comía poco y el agua que tomaba era insuficiente. Su preocupación no era tanto la diabetes sino la ausencia de su hijo. Nunca paró. En todo momento estaba puesto para emprender cualquier acción, su sombrero sobresalía en las primeras filas cuando iban al 27 batallón de infantería de Iguala. Le recordaba su juventud cuando los jóvenes irrumpían en las instalaciones públicas. También se engallaba y estaba dispuesto a confrontarse con los agentes del Estado, no tanto para salir airoso, sino para demostrar su rabia y su indignación, por la forma cobarde en que policías, militares y delincuentes se coludieron para desaparecer a los 43 normalistas. Como hombre de campo prefería los huaraches en lugar de los zapatos. Se sentía más ligero y más a gusto porque para él el mejor lugar es el campo. En muy pocas ocasiones se quitaba el sombrero, que lo distinguió, no sólo como una persona que trabaja la tierra, sino como un padre orgulloso de su hijo José Ángel que siempre lo llevó en su pecho y en su corazón.
Mi enfermedad no se compara con la herida abierta que traigo desde hace más de seis años. Es una angustia que me va matando lentamente. Su sonrisa ocultaba su dolor. Siempre ameno y muy simpático. Un campesino que adquirió fama en la región como gran jinete. Nunca tuvo miedo a los toros asesinos. Su gran hazaña era salir bien librado en cada monta con su sombrero inseparable. El mezcal nunca faltó para brindar con los amigos y recibir las felicitaciones del público. Su gusto por el rodeo los sabía combinar con las extenuantes jornadas en el campo. También tuvo algunos animalitos que los llevaba a pastar a las orillas de Tixtla. Dejó todo y en septiembre de 2014 ya no volvió a su parcela. Las espigas de la milpa se secaron y su tallo se marchitó. También resintieron la desaparición de José Ángel. Para su desgracia le robaron sus vacas y tuvo que vender sus tres chivos para juntar dinero y trasladarse a la Ciudad de México. Doña Romana, su esposa vendió sus gallinas y revendía elotes que compraba del mercado.
Al final el tío Venado conservó un caballo, que era de José Ángel, lo procuraba con pastura para que al regreso de su hijo pudiera pasear en el campo. La única vaca que le quedó la llevó a la normal, para que la cuidaran los jóvenes de Ayotzi. Es el testimonio vivo del corazón grande y generoso del tío Berna.
Recuerda las historias míticas de la Laguna encantada como la del Viejo Ranero. Mantenía muy vivo el recuerdo de José Ángel a quien le gustaba mucho la leyenda del anciano que se alimentaba de ranas. La gente le ponía ofrendas para que tuviera abundantes cosechas. En aquellos años las milpas daban muchos elotes y las flores eran muy grandes y radiantes. Sin embargo, un día los habitantes dijeron que era hechicero y que sólo traía plagas al campo. Lo olvidaron y el viejo murió de tristeza.
Don Berna desde los 11 años trabajó como peón para ganarse la comida. Muy joven se cansó con doña Romana. Vivieron en una casa que le prestaron. Con el tiempo aprendió el duro trabajo dela albañilería y también pudo trabajar en una herrería. En noviembre rentaba algunos terrenos para sembrar cempasúchil y tercio pelo. El mercado de Tixtla ha sido muy generoso con la gente del campo. A 10 pesos vendía el manojo de flores.
Doña Romana Abraján fue alfarera durante 35 años. Tuvo la iniciativa de crear una cooperativa con más de 20 mujeres en el Barrio del Fortín. Hasta la fecha su especialidad es la elaboración del comal y las ollas, utilizando el barro negro y el barro amarillo para diferentes utensilios. El tío Venado sonriente reconocía que nunca pudo terminar una olla a pesar de que su vecino Tibo era un gran maestro del barro que hacía las ollas más grandes del barrio. Con la majada de vaca, el zacate y la leña quemaban las ollas y los comales. Con su hijo Francisco iban a recoger el zacate en las cumbres de Chilpancingo porque salía caro comprarlo en Tixtla. Las ollas, a pesar de ser obras de arte, sus precios no pasaban de 80 pesos. Era más el amor al trabajo artesanal que la ganancia que obtenían. José Ángel ayudaba todos los sábados a leñar, después de salir de la normal. Era un trabajo pesado por la temperatura de la cocción de las ollas. Se enfermaron de las rodillas y de manera recurrente tenían dolor de cabeza.
A don Venado le encantaban las peleas de tigre, también era muy ágil cuando lidiaba con los tigres de los barrios vecinos. Cuando el peleó representando al barrio del Fortín siempre le ganó al famoso barrio del Santuario. Con orgullo recuerda que nadie le pudo ganar, reconoce que no era por su fuerza sino por su destreza. Siempre fue muy hábil y eso lo demostró hasta en las mismas marchas en las que participaba, cuando se enfrentaban a los policías que los cercaban y lanzaban gases lacrimógenos.
Desde el 2006, el tío Berna sufría los estragos de la diabetes. En los primeros años trató de cuidarse, siendo muy estricto en su tratamiento. Después del 2014 todo quedó en el olvido, su salud se deterioró, no sólo por dejar la medicina y la dieta, sino porque su corazón se marchitó. Es demasiado complicado mantenerse en pie cargando una loza sobre los hombros por la desaparición de José Ángel. Ya no hubo noches para dormir tranquilo, ni días para trabajar en el campo. Todo ha sido una batalla permanente contra el olvido y la búsqueda de su hijo. No sólo su pie perdió sensibilidad, más bien el dolor de la desaparición de José Ángel hacía que los malestares de su cuerpo fueran imperceptibles. Su pelea por la presentación con vida de su hijo tuvo que darla también en los hospitales. Se aferró al gran amor que demostró tenerle a José Ángel y en todo momento, sacó fuerzas de su espíritu imbatible para seguir gritando ¡vivos se los llevaron, vivos los queremos! El tío Venado es el fuego que no se apaga.
Publicado originalmente en Desinformémonos
Foto: Deisy González Suelta