Sobre el río jale de la ciudad de Tlapa se condensa la vida de los pueblos indígenas y mestizos que bajan de la Montaña y que llegan de la Costa Chica para vender sus productos. Este 30 de septiembre del 2022 fue la expresión nítida del comercio que llega de todos los lados, después de la pandemia. Las camionetas vienen desde el estado de Oaxaca o las que bajan de San Luis Acatlán y las que provienen del municipio de Chilapa. Las familias llegan de todas partes para habitar el centro de Tlapa para comprar desde un pollo, una piñata, dulces, una mesa para la casa, o simplemente los alimentos que ya no siembran o los animales que tampoco que logran cuidar en los patios de las casas. La flor de cempasúchil, las veladoras o también los chapulines, los ajos, los camotes, los quelites, la carne de res, el pescado seco, los pollos sobre todo de granja, en fin, toda una gama de productos del campo que ya no vienen de las comunidades, sino de las ciudades comerciales que lamentablemente ha empobrecido en este modelo de desarrollo a las comunidades indígenas. Les han extraído sus saberes, les han despojado sus vienes, les han roto esa creatividad de ser autosuficientes, de mantener en estos nichos sagrados una vida comunitaria, donde el maíz sea suficiente y donde la convivencia entre las familias sea la expresión de la igualdad y de la justicia.
En la Montaña prolifera la pobreza y en Tlapa se sintetiza el drama, donde existe una visión de parte de las autoridades consumista de la vida; donde se quiere borrar el pasado y, sobre todo, la cultura de nuestros pueblos con una navidad centrada en personajes ajenos a nuestra cultura, con pasajes que están muy alejados de una realidad oprobiosa que viven los pueblos indígenas. Estas son las imágenes, el rostros de las mujeres cargando sus hijos sobre sus espaldas y vendiendo en las carretillas, madres solteras, abundan también los niños y las niñas vendiendo en cajitas de chicles o con sus canastas porque ya no es posible que solamente la mamá tenga el ingreso familiar.
Los niños y niñas indígenas no tienen opción: se van al surco de los campos agrícolas como jornaleras o jornaleras o se vienen al mercado a vender cebolla, mandarina, chile, chicharrones o todo lo que pueda producirse en casa de manera precaria. Este es el drama que enfrentamos en esta Montaña, donde llegan los dólares cada quincena y donde las familias le han apostado a que sea a través de las remesas, de lo que alcanzan a juntar sus hijos en Nueva York, para que puedan los hermanos menores o el padre y el abuelo resistir en las escarpadas montañas, donde ya no hay maíz suficiente, donde los programas del gobierno como el fertilizante fueron matando a la madre tierra, sobre todo, la tierra que hace nacer la vida como es el maíz de todos los colores.
Ante este camino difícil, en este fin de año tenemos que luchar para poder revertir estas desigualdades sociales y para poder romper con este círculo de la pobreza extrema y del consumismo banal; para poder enderezar el rumbo de los gobiernos que se han dedicado a realizar eventos para simplemente fortalecer imágenes de una clase positiva, que esta muy alejada de la realidad, descuidando lo básico como la alimentación, el empleo, la salud, la educación, el vestido, las medicinas, la lucha contra la desnutrición, apoyo a las madres trabajadoras y solteras, la garantía para que los niños y niñas tengan una infancia digna.
El 2023 tiene que ser un año nuevo lleno de esperanza, centrado en la vida comunitaria, en la recuperación de nuestros saberes, en la dignificación de los hombres y mujeres que han sido discriminados y maltratados, y sobre todo, en la búsqueda de la justicia, de la verdad, de la paz y del amor.