Las jornaleras y jornaleros agrícolas son trabajadores del campo que, por su precaria preparación académica, son contratados de manera temporal para realizar trabajos sumamente extenuantes, inhumanos, que requieren fuerza física y habilidades especiales. Se trata de una población marginal que sale de sus comunidades de origen, para enrolarse como jornaleros y jornaleras. No cuentan con contratos de trabajo formales. El enganchamiento realizado por contratistas y mayordomos es el sistema de explotación semiesclavista, que confina a las familias a sobrevivir en las galeras de los campos agrícolas o en las periferias de las ciudades. Un gran número de familias trabajan en campos conocidos como ranchos, que no cuentan con registros ante la secretaría del trabajo, y que en la mayoría de lugares funcionan de manera irregular.
Por su pertenencia a un pueblo indígena las jornaleras y jornaleros, son maltratados y discriminados por privilegiar su comunicación en sus lenguas maternas y por tener dificultades para expresarse en castellano. Las relaciones que se imponen en los campos son de explotación, sumisión, racismo, clasismo, machismo, violencia y agresión sexual contra las mujeres. Sus derechos laborales son violentados de forma masiva y sistemática, sin que exista una autoridad en nuestro país que se avoque a proteger y defender sus derechos. Su itinerancia los estigmatiza como los indios, para resaltar su atraso y propiciar su repulsión. Son víctimas de extorsión, engaños, fraudes, abusos y atracos. Para las autoridades son seres invisibles, que no existen como personas con derechos. No son atendidos en sus comunidades de origen, porque su desarraigo no les permite organizarse para exigir a los funcionarios municipales que asignen presupuesto para la instalación de servicios básicos.
La falta de inversión en el campo ha propiciado la expulsión de las familias que no encuentran opciones productivas que mejoren sus condiciones de vida y fomenten el arraigo. El trabajo agrícola no remunerado ha tornado inviable la vida comunitaria. La sola siembra del maíz, el frijol y la calabaza han dejado de ser el principal sustento para las familias indígenas. La baja productividad de sus tierras los obliga a salir para contratarse como jornaleros y jornaleras. Su desplazamiento familiar les impide que los hijos asistan de manera regular a la escuela. Para muchas madres y padres el estudio es un bien intangible que resulta ser oneroso, porque son más de doce años que las hijas y los hijos tienen que dedicarse al estudio, dejando en segundo término las labores del campo, sin que obtengan beneficios económicos inmediatos. El monto de las becas y de los demás programas federales no son aún una cantidad atractiva para las jefas y jefes de familia, porque no logran cubrir de manera satisfactoria sus necesidades básicas. Las remesas que llegan de Estados Unidos representan una alternativa para enfrentar el problema del hambre. El alto costo de la canasta básica requiere ingresos permanentes, que como mínimo rebasen 6 mil pesos mensuales por familia.
Ante la falta de ingresos seguros y de un familiar en Estados Unidos, los padres o las madres establecen contactos con contratistas de la región para planear la salida de sus comunidades. El sueldo base oscila entre 120 a 150 pesos diarios. Pocos son los lugares que ofrecen galeras para instalarse con los niños y niñas. En otros campos pueden trabajar a destajo, dependiendo de la urgencia que tengan los empresarios para recolectar y exportar sus productos. Puede haber un mejor sueldo a cambio de un esfuerzo físico extraordinario, pero la renta del cuarto corre por su cuenta. Son trabajos que no duran más de tres meses. El poco dinero que juntan será para pagar el autobús que los trasladará a otros estados en busca de un sueldo no menor a los 150 pesos, porque no sacarían los gastos de comida de la semana. La meta es encontrar trabajos donde puedan tener un pago de 200 a 250 pesos diarios. Hay familias que se desplazan hasta san Quintín donde hay empresas que ofrecen estos sueldos, pero por la alta demanda no siempre son contratados.
Recientemente llegaron de Villa Unión Sinaloa 50 familias jornaleras que salieron de una colonia de Tlapa el 16 de diciembre. Fueron 4 meses de intensos trabajos. Varios jefes de familia que rebasan los 60 años, se enlistaron junto con sus esposas para trabajar al lado de sus hijas e hijos en la recolecta del chile jalapeño. La empresa les pagó a 5 pesos el bote de 20 kilos. Las personas mayores llegaban a juntar 50 botes con mucho esfuerzo, para ganar 250 pesos diarios, con un horario de 7 de la mañana a las 8 de la noche. Los afortunados eran los jóvenes que llegaban a recolectar de 60 a 70 botes, para ganar de 300 a 350 pesos diarios, sin embargo, pronto se acabó el trabajo. Fueron meses difíciles porque se enfermaron mucho de tos y de gripa. Ante estos síntomas los mayordomos no los dejaban trabajar, porque temían que fuera el Covid 19. Varios se quedaron en sus cuartos gastando lo poco que ganaron con la compra de medicamentos. Los servicios médicos, que por ley deben de brindar las empresas, no los proporcionan. Cuando hay accidentes de trabajo, son los familiares quienes se encargan de trasladarlos a clínicas particulares, pagando un viaje especial. La empresa no se responsabiliza de estos incidentes, por el contrario, amedrenta a los trabajadores con no recibirlos en el campo. El seguro social sigue siendo parte de este entramado institucional que protege al patrón y permite la simulación de las prestaciones sociales, que supuestamente garantiza a sus trabajadores. Para que la secretaría del trabajo haga verificaciones sobre cómo las empresas dan o no cumplimiento a la ley federal del trabajo, tiene que haber una solicitud formal, con datos muy específicos sobre la razón social, la dirección fiscal, su ubicación y la problemática que existe. Con estos trámites burocráticos se obstaculiza en la ley misma, que los derechos de los trabajadores y trabajadoras se hagan efectivos y no sean justiciables.
En la región de la Montaña, el Consejo de jornaleros y jornaleras agrícolas registró del mes de febrero de 2020 al mes de marzo de 2021, la salida de 17 mil 775 personas. La mayoría de familias son de Cochoapa el Grande, Metlatónoc, Tlapa, Alcozauca y Copanatoyac. Los niños y niñas de 0 a 17 años arrojan un registro de 7 mil 389. El 29 por ciento no cuenta con estudios, mientras el 22 por ciento cuenta con primaria incompleta y sólo el 16 por ciento concluyó la primaria. El 10 por ciento logró terminar sus estudios de secundaria. El rezago educativo es muy alto, al grado que el municipio de Cochoapa presenta los índices más bajos de desarrollo humano. La alta migración jornalera forma parte de estos indicadores de la pobreza extrema que muestra las dificultades que enfrentan las familias indígenas para que dentro de su propio hábitat desarrollen sus capacidades cognitivas y todo su potencial creativo que dignifiquen su vida y enaltezcan su cultura, su lengua y su patrimonio cultural y natural.
Dentro de la clase trabajadora en México la población indígena, no sólo se encuentran en los índices más bajos del desarrollo humano, sino que es la más explotada y discriminada por su pertenencia a una cultura primigenia y porque existe esa visión racista de que son inferiores, y por lo mismo, pueden hacer trabajos rudos, al modo de explotación esclavista. El abandono secular, no es gratuito, es parte de ese etnocentrismo de la clase política, que ha ensanchado la brecha de la desigualdad social y del segregacionismo racial, al confinar al olvido a las poblaciones indígenas del estado, siendo los protagonistas de luchas históricas que han defendido con su sangre, la libertad, la independencia, la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de los derechos del trabajador, el pago justo de su jornal o su salario, y que además, han dado fama mundial a un territorio encantador que han sabido preservar por siglos sus bellezas naturales, junto con un legado cultural de alto nivel, que forma parte de la civilización mesoamericana.
Los jornaleros y jornaleras agrícolas en esta pandemia no pararon de trabajar. Son parte las y los trabajadores esenciales que garantizan la alimentación en nuestro país. No ha habido ningún reconocimiento a su labor silenciosa pero titánica. Se ha puesto en primer término al ejército como la institución que más ha trabajado en tiempos de la pandemia, por encima del personal médico. Esta falta de visibilidad para la población indígena, forma parte de esta visión monoétnica que reproducen las autoridades, que siguen sin reconocer el aporte de los pueblos indígenas y su importancia estratégica para el desarrollo justo y equitativo en nuestro país.
Las jornaleras y jornaleros indígenas han estado expuestos al contagio del Covid 19, sin que las autoridades de los tres niveles de gobierno los atiendan de manera prioritaria. No se ha obligado a que los empresarios agrícolas cumplan con las recomendaciones de la secretaría de salud para evitar contagios en los campos, ni se han interesado en hacer gestiones, para que se puedan instalar módulos de vacunación dentro de los campos agrícolas, para las personas mayores de 60 años. Los trabajadores del campo aún no se les reconoce como un sector productivo que es estratégico y esencial, pero se les sigue viendo como seres precarizados y prescindibles.
Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan