Opinión Valentina Rosendo: corazón imbatible En una casa de adobe y techo de zacate rodeada de guayabas, mangos y plátanos nació Valentina. En la intrincada Montaña de Acatepec, y con la luz de los ocotes, Faustino su abuelo materno, auxilió a su mamá en el parto. Valentina fue el nombre que su padre escogió por nacer el 14 de febrero. Desde niña tuvo que trabajar en el tlacolol y cargar por las tardes su manojo de leños. Como hija mayor cuidó de sus hermanitas. Después de las pesadas faenas jugaba con los remolinos que alborotaban la tierra. Recuerda que la gente decía que ahí andaba el diablo. Nunca supo cuál era la maldad que hacía. Creció correteando los chivos y jugando con las mariposas. Caminaba más de una hora para llegar a su escuela de adobe y techo de zacate. Cada papá hacía la silla de sus hijas para que pudieran sentarse. Recuerda mucho a su maestra de preescolar que las ponía a recolectar piedras en el río para que aprendieran a distinguir los colores y las formas que tenían. Les enseñó a respetar el agua, el río y las piedras que son sagradas, como las de san Marcos. Se llevaba su itacate, su mamá le preparaba un taco con quelites. En temporadas de lluvia comía los hongos que crecían en los troncos húmedos. En tiempo de calor pescaba pececillos con sus compañeritas, sobre todo cuando se acercaba la semana santa. En la primera semana de cuaresma su mamá les daba un té de cempasúchil en ayunas, para purificarlas. Cuando cursó el tercer año de primaria se ganó una beca por tener un promedio alto, sin embargo, los maestros, junto con el director y el comité de padres de familia decidieron que no se la podían dar porque su papá iba a ocupar el dinero para tomar aguardiente. Lo que más le dolió es que a otros niños si se las dieron porque sus papás eran compadres de los maestros. Cuando terminó la primaria a los 12 años, su padrino fue el que tenía más dinero en el pueblo. Recuerda que le regaló una falda, un jabón zote y un par de aretes. Quedó muy contenta porque fue la primera vez que pudo lucir unos aretes. Su hermano Joaquín era el que más le ayudaba en las labores del campo. Sus hermanitas se quedaban con su mamá para ayudarle con las tortillas. En diciembre se iba de peón con su hermano al corte de la jamaica y de la mazorca para ganar algo y comprar su ropa que estrenarían en año nuevo. “Desde las cinco de la mañana me levantaba y con una rama de ocote me alumbraba para moler la masa, hacer las tortillas y el almuerzo para todos. Después caminaba dos horas para llegar a la parcela donde sembraba mi papá. Siempre comíamos en el campo.” En julio terminó la primaria y la mandaron a Chilpancingo a trabajar. No podía hablar el español, solo entendía algunas palabras. Tenía un primo que trabajaba en una tienda y la dueña la recibió para que limpiara la casa y cuidara a sus niños. Ahí comía y tenía un techo para dormir. Estudiaba y trabajaba, los fines de semana tenía que lavar su ropa y hacer las tareas. Desde que salió de su comunidad perdió comunicación con su familia. Un día su padre la fue a buscar para decirle que se regresara porque su mamá estaba enferma y necesitaba que la cuidara. No tuvo otra alternativa que regresar a su pueblo en mayo del 2000. Cinco meses después un muchacho de Barranca Bejuco fue con sus papás a pedirla. La costumbre en el pueblo Me´pháá consiste en visitar la casa de la novia cuatro veces. En la primera le llevaron una reja de refrescos, fue cuando su mamá y su papá le preguntaron si quería juntarse, si no quería, tenía que devolver el presente. A Valentina el mundo se le cerró y no le quedó de otra que casarse. A los ocho días el muchacho volvió a llevar otro presente, hasta que se cumplieron las cuatro visitas. En las tres primeras los papás platicaron cómo iba a ser la boda. Se alegra al recordar que el día de la boda le llevaron una banda de viento, para Valentina fue una gran emoción. Llevaron cuatro chivos, cuatro cartones de pan, cerveza, refrescos y tortillas. Las dos familias comieron y bailaron junto con los vecinos de la comunidad. Tenía 15 años cuando se fue a vivir a la casa de su esposo. No imaginaba que sería una vida llena de problemas, de insultos y golpes. Ahora tenía que estar en la cocina todo el día: hacía las tortillas, molía la masa y luego cargaba la comida al campo donde estaban los trabajadores. Después tenía que cuidar las vacas y ordeñarlas. Ya no era posible que viera a su mamá que seguía enferma. Sus hermanas le reclamaban por qué las había dejado. Su hermano con el que trabajó desde pequeña dejó la escuela y se fue a vivir al pueblo donde vivía Valentina. Su vida dio un giro cuando nació Yenis, su hija querida. Valentina dejó de visitar a su mamá porque vivía en el cerro, donde su ex pareja tenía sus animales y sus tierras de siembra. Se acostumbró a caminar las veredas empinadas de la Montaña, lo que más temía en el camino era la presencia de “ los guachos”. Después de la masacre de El Charco, en junio de 1998, se instalaron varios campamentos militares en la Montaña. Se ubicaban en lugares estratégicos para retener a la gente y revisar lo que llevaban. Valentina siempre tenía que pasar por donde estaban acampados. A pesar de su actitud hostil con la población, los asaltantes se apostaban en el crucero de Barranca Bejuco y Mexcaltepec, sin temor a ser detenidos. Los asesinos andaban sueltos, sabían que los militares no se metían con ellos, solo con las comunidades que se organizaban y con los que luchaban en el cerro. Encarnación, que en esos años era comisario de Barranca Bejuco, fue una persona clave porque estableció contacto con una organización de base, la OPIM, que aglutinó a varias comunidades para demandar la salida del ejército y exigir castigo a los militares que masacraron a 11 indígenas y un estudiante en la comunidad de El Charco. En una asamblea hablaron de los problemas de inseguridad y de la militarización que había en las comunidades. Los señores y señoras más grandes animaron a los pobladores para crear un frente común contra las incursiones militares que destrozaban los sembradíos y amenazaban a las autoridades con detenerlas. Valentina comenta con orgullo: Tomamos conciencia que como pobres teníamos que luchar juntos. Era una niña y no entendía muchas cosas. En una ocasión vi en el monte a los guerrilleros marchando con los rostros cubiertos. Tuve una sensación inexplicable y misteriosa. Sentí asombro y admiración al encontrármelos. Me preguntaba, ¿por qué se tapan su rostro?, ¿por qué caminan con mucho orden? Sus pasos levantaban el polvo. En fila se perdían poco a poco entre el bosque espeso. Los sabios del pueblo nos explicaban que eran personas buenas porque nos protegían de los militares. Nos decían que eran de la misma familia de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez. El 16 de febrero de 2002 estaba lavando mi ropa en el arroyo cuando llegó un grupo de militares preguntando por los encapuchados. Tuve mucho miedo al ver que me rodeaban apuntándome con sus armas. Como no les hice caso uno de ellos me golpeó con su arma, tirándome en el arroyo. Me traté de levantar pero me sometieron con el cañón de sus armas y abusaron de mí. Luché contra todos porque me culpaban de lo que me había pasado. Salí del pueblo en busca de justicia. Fue un camino desconocido y lleno de espinas porque todas las autoridades protegen al ejército. Nunca imaginé encontrar abrazos y buenos sentimientos entre las personas que me dieron fuerza. He llegado lejos, pero mi historia de sufrimiento y resistencia no es como la de los políticos. Mi lucha es por la justicia, que está tejida con el cariño y la amistad de mucha gente. Mi esposo me abandonó con una niña de dos años. Salí del estado porque me querían matar, me refugié en una ciudad enorme donde no tenía familia ni una red de apoyo. No sé cómo logré salir adelante con mi pequeña hija. Cuando conocí a Abel y a Vidulfo, entre muchos compañeros y compañeras, encontré el camino de la justicia en medio de muchas lágrimas y sufrimientos. Al señor Encarnación le agradezco mucho por todo lo que hizo en favor del pueblo. Él me ayudó como autoridad comunitaria. En los años en que buscaba apoyo de mis paisanos, mi ex suegro me buscó, pero solo para reclamarme los 50 pesos que me había dado su hijo cuando supo que ya no vivía con él. No necesité de su apoyo para salir adelante. Me dediqué a trabajar para juntar dinero y pagar la renta. De lo poquito que me quedaba lo mandaba a mis papás. Del 2002 hasta el 2005 no supe qué habían investigado las autoridades sobre mi caso. Le tuvieron miedo al ejército y entregaron mi expediente a los militares. En el 2007, Mario Patrón y Alejandra González dieron conmigo para comentarme la noticia que mi caso había llegado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y que tenía que hacer presencia. Sacaron mi visa y mi pasaporte. Hasta en esos trámites burocráticos me discriminaban por ser indígena. Cuando viajé a Washington tuve la fortuna de ir con Inés Fernández, también con Mario, Alejandro Ramos y Vidulfo. Luego fui a Costa Rica a la audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Después viajé a Inglaterra, a España y Turquía y también a Guatemala. En México me tocó ir a Veracruz y a Mérida. A pesar de los pasos que he dado para alcanzar justicia, el Estado Mexicano no ha cumplido con su responsabilidad. En la sentencia del 2010, la Corte Interamericana ordenó al Estado que debe de cumplir cabalmente con la sentencia, pero no lo ha hecho. En mi comunidad se hizo el centro de salud y hace como dos años nos reunimos con las autoridades de salud para que buscaran una doctora, una enfermera que hablara en lengua me’pháá, pero no lo han hecho. La doctora que está laborando no tiene medicamentos, ni siquiera hay paracetamol. En su informe de salud dice que han cumplido. Pero si no hay medicamentos, ni ambulancia. Apenas murió una prima por la complicación que tuvo en el parto. En la Montaña muchas madres mueren porque no hay médicos que nos atiendan. Tengo una tarjeta preferencial, pero de nada sirve porque los médicos y las enfermeras dicen que esa tarjeta no vale y que tengo que formarme para sacar ficha. Nos siguen viendo con desprecio, como seres sin derechos. Mi hija padece lo mismo, según tiene derecho a una beca escolar, pero resulta que ya vamos a la mitad de ciclo y no ha recibido nada. Hace unas semanas tuve conocimiento que los dos militares que están purgando sus sentencias en la cárcel, ya van a salir. Su abogado argumenta que ya cumplieron los años para alcanzar un beneficio, y que por lo mismo tienen derecho a obtener su libertad. Temo que los jueces no dimensionen mi caso y tiren por la borda todo lo que han dictado los jueces y juezas de la Corte Interamericana para salvaguardar nuestros derechos como víctimas de tortura sexual. Tengo miedo que los dejen en libertad. No quiero esconderme más, tampoco quiero salir donde ya estoy con mis hijos. No es justo. El Estado no me puede garantizar que no haya más represalias, sobre todo ahora que la violencia se ha ensañado contra las mujeres. Las autoridades deben tomar en cuenta el contexto de violencia que he padecido y los incidentes que he denunciado. La violencia institucional castrense es una realidad que sigue arraigada en nuestro país. Tengo 22 años luchando para que nunca más se repitan estos hechos con nuestras hijas y futuras nietas. He tenido que alzar la voz contras las instituciones del estado porque no me protegen. Como mujer indígena he asumido mi rol como defensora de los derechos de las mujeres de la Montaña. Por eso he tenido que pelear con toda la fuerza de mi corazón, para que no se mancille más la vida de las mujeres. Publicado originalmente en Desinformémonos Share This Previous ArticleTeuchitlán: luchar contra el horror Next ArticleFamiliares exigieron a la FGE justicia para las mujeres indígenas de la Montaña 2 semanas ago